«Esperamos un cielo nuevo y una nueva tierra donde habite la justicia»
Is 40,1-5.9-11: «Prepárenle el camino al Señor»
Sal 84: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador»
2 P 3,8-14: «Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva»
Mc 1,1-8: «Allanen los senderos del Señor»
I. LA PALABRA DE DIOS
El profeta Isaías nos habla de un Dios que ama y quiere el consuelo de su pueblo sufriente. «Consolad, consolad a mi pueblo…» La Iglesia nos anuncia la venida de Cristo. Y Él viene para traer el consuelo, la paz, el gozo. Ese consuelo íntimo y profundo que sólo Él puede dar y que nada ni nadie puede quitar. El consuelo en medio del dolor y del sufrimiento. Porque Jesús, el Hijo de Dios, no ha venido a quitarnos la cruz, sino a llevarla con nosotros, a sostenernos en el camino del Calvario, a infundirnos la alegría en medio del sufrimiento. ¡Y todo el mundo tiene tanta necesidad de este consuelo! Este mundo que Dios tanto ama y que sufre sin sentido.
«En el desierto prepárenle un camino al Señor». Es preciso en este Adviento reconocer nuestro desierto, nuestra sequía, nuestra pobreza radical. Y ahí abrir camino al Señor. No disimular nuestra miseria. No consolarnos haciéndonos creer a nosotros mismos que no vamos mal del todo. Es preciso entrar en este nuevo año litúrgico sintiendo necesidad de Dios, con hambre y sed de justicia, de santidad. Sólo el que así desea al Salvador verá la gloria de Dios, la salvación del Señor. Por eso dijo Jesús: «Los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21,31).
«Alza con fuerza la voz, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: aquí está vuestro Dios». La mejor señal de que recibimos al Salvador, es el deseo de gritar a todos que «¡hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Si de veras acogemos a Cristo y experimentamos la salvación que Él trae, no podemos permanecer callados. Nos convertimos en heraldos, en mensajeros, en profetas, en apóstoles. Y no por una obligación exterior, sino por necesidad interior: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (He 4,20).
El Evangelio del segundo domingo de Adviento nos presenta la figura de Juan el Bautista. San Marcos subraya fuertemente su carácter de mensajero y precursor: es como una estrella fugaz que desaparece rápidamente, pues está en función de otro, como se subraya al inicio del pasaje: «Evangelio de Jesucristo».
Es en la persona de Jesucristo, más que en su mensaje, donde está la Buena Noticia que predica san Marcos en su Evangelio. Con esta finalidad va poniendo ante nuestros ojos a Jesús el Mesías (Jesucristo), «Hijo de Dios»; esa revelación tuvo su comienzo en el ministerio del Bautista, y culminó en la exclamación de un pagano en el momento en que Jesús aparecía como «Hijo del Hombre» sufriente en la cruz: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). El plan de san Marcos al escribir su Evangelio es mostrarnos que la salvación –profetizada en el Antiguo Testamento, y preparada inmediatamente por Juan el Bautista– llega plenamente con Jesús, y es confirmada por la actividad apostólica de los discípulos (Mc 3,14; 6,12), y llevada hasta el confín de la tierra por la Iglesia (Mc 13,10; 14,9; 16,15-16.20).
El estilo del Bautista recuerda al gran profeta Elías, que según la tradición judía debía preceder inmediatamente al Mesías. En el contexto del adviento, este texto orienta enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene como el «más poderoso» y como el que «bautizará con Espíritu Santo». La respuesta multitudinaria con que es acogida la llamada de Juan a la conversión es signo y ejemplo de cómo también nosotros hemos de ponernos decididamente en camino para acoger a Cristo con humildad y sin condiciones.
Juan Bautista nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Hoy sigue haciendo lo que hizo para preparar la primera venida de Cristo. Ante todo, anuncia a Jesucristo y nos pide conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su venida cambie muchas cosas en nuestra vida. Es la única manera de recibir a Cristo. Si este Adviento pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo. Pero para ponerme en disposición de cambiar he de darme cuenta de que necesito a Cristo. En este nuevo Adviento, ¿siento necesidad de Cristo?
Juan Bautista se nos presenta como modelo de nuestro Adviento por su austeridad –«vestido con piel de camello… alimentado de saltamontes…»– Pues bien, para recibir a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad. Mientras uno esté ahogado por el consumismo no puede experimentar la dicha de acoger a Cristo y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero. La abundancia y el lujo asfixian y matan toda vida cristiana.
Cristo viene y nos «bautizará con Espíritu Santo». Esto quiere decir que esperar a Cristo nos lleva a esperar al Espíritu Santo que Él viene a comunicarnos, pues «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). Con el Adviento hemos inaugurado un camino que sólo culmina en Pentecostés. ¿Tengo, ya desde ahora, hambre y sed del Espíritu Santo?
II. LA FE DE LA IGLESIA
La conversión es condición indispensable
para el Reino de Dios:
(545).
Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2,17). Les invita a la conversión, sin la cual no pueden entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lc 15,7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para la remisión de los pecados» (Mt 26,28).
El Bautismo, lugar principal de
la conversión primera:
(1427 – 1428).
Jesús llama a
la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Bautizaba Juan y bautizaba Cristo. Se preocuparon los discípulos de Juan, porque las gentes corrían hacia Cristo y corrían hacia Juan, pero mientras Juan enviaba a Cristo los que le venían, Cristo no enviaba sus bautizados a Juan… Los judíos decían que Cristo era mayor y que había que acudir a su bautismo, pero ellos no lo entendían así y defendían el de Juan. Fueron a éste para que resolviera la cuestión. Bien pudo decirles: Tenéis razón. Pero sabía ante quien se humillaba… y entendía que la salvación está en Cristo» (San Agustín).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Preparemos los caminos
ya se acerca el Salvador
y salgamos, peregrinos,
al encuentro del Señor.
Ven, Señor, a libertarnos,
ven tu pueblo a redimir;
purifica nuestras vidas
y no tardes en venir.
El rocío de los cielos
sobre el mundo va a caer,
el Mesías prometido,
hecho niño, va a nacer.
Te esperamos anhelantes
y sabemos que vendrás;
deseamos ver tu rostro
y que vengas a reinar.
Consolaos y alegraos,
desterrados de Sión,
que ya viene, ya está cerca,
él es nuestra salvación. Amén.