DOMINGO IV DE CUARESMA “B”


«Somos obra de Dios, liberados por Cristo de las tinieblas, salvados en su Nombre»

2 Cro 36,14-16.19-23: «La ira y la misericordia del Señor se manifestaron en el exilio y la liberación»

Sal 136: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti»

Ef 2,4-10: «Estando muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo»

Jn 3,14-21: «Dios mandó su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él»


  1. LA PALABRA DE DIOS

Toda la Cuaresma converge en el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con fe, con una mirada contemplativa y con un corazón contrito y humillado. Es el Crucificado quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor asombroso, desconcertante.

«La serpiente en el desierto» no podía curar ni dar vida, pero cuando los israelitas pecadores la miraban creían en Aquel que había ordenado a Moisés que la hiciera, y Él los curaba. Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: «Mirarán al que traspasaron». Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo contemplándola con fe podremos descubrir y experimentar la misericordia de Dios, que con su perdón nos limpia de nuestros pecados.

«El que cree en Él no será condenado». La Redención tiene su fuente en el amor de Dios a los hombres, y la realiza el Hijo entregando su vida: su finalidad es salvarnos, pero nosotros podemos permanecer en la oscuridad y no creer en el Hijo. El que no quiere creer en el crucificado, ni en el amor del Padre que nos lo entrega, ese ya está condenado, en la medida en que da la espalda al único que salva (cfr. He 4,12).

«Tanto amó». Si algo debe calarnos profundamente es ese «tanto», esa medida sin media, la desmesura del amor del Padre dándonos a su Hijo y del amor de Cristo entregándose por nosotros hasta el extremo (Jn 13,1), por cada uno de todos (Gal 2,20). La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras ella, e infunde la seguridad de saberse amados: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31-35).

«Tanto amó… al mundo». «El mundo«, en los escritos de san Juan, es palabra polivalente: puede significar «el universo» (lo que un judío llamaría «el cielo y la tierra»), o «la humanidad«, el género humano; y este segundo significado se desdobla en dos: el conjunto de todos los seres humanos, objeto del amor salvador de Dios (así es en este pasaje) o «el mundo malo«, es decir, los seres humanos que, como seres libres, rechazan creer en Jesús, revelador del Padre. Gracias a este amor de Dios a la humanidad, más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en la que se encuentre, por lejos que se crea de Dios.

Este amor es el que hace exultar a san Pablo. Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia. Es este amor gratuito, inmerecido, el que explica la cruz. Este amor es el que nos ha salvado, sacándonos literalmente de la muerte. Nos ha resucitado. Ha hecho de nosotros criaturas nuevas. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. Esta es la gracia nueva que se nos regala.

A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte; y que al pueblo de Israel le llevó al destierro. Entendemos que las expresiones de la primera lectura no son exageradas y se aplican a nosotros en toda su cruda y dolorosa realidad: hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles (no creyentes), hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras…

Que Dios sea rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado y al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre. Cuando el hombre se acerca a la Verdad de  Dios  por  el camino  de  Cristo, además de encontrarse con «el Verdadero», se encuentra a sí mismo de verdad.

  1. LA FE DE LA IGLESIA

Dios es Verdad y Amor
(214)

Dios, «El que es», se reveló a Israel como el que es «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su verdad. «Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad» (Sal 138,2). Él es la Verdad, porque «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); Él «es Amor», como lo enseña el apóstol Juan.

Dios es la Verdad
(215)

Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas. El comienzo del pecado y de la caída del hombre fue una mentira del tentador que indujo a dudar de la palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad.

Dios es amor
(218 – 219)

A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su infidelidad y sus pecados.

El amor de Dios a Israel es comparado en la Biblia al amor de un padre a su hijo (Os 11,1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49,14-15). Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62,4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11); llegará hasta el don más precioso: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16).

Vivir en la verdad
(2466 – 2472)

El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y testimoniarla: Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según sus exigencias.

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. El que cree en él, no permanece en las tinieblas. El discípulo de Jesús, «permanece en su palabra», para conocer «la verdad que hace libre» y que santifica. Seguir a Jesús es vivir del «Espíritu de verdad» que el Padre envía en su nombre y que conduce «a la verdad completa». Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional a la Verdad: «Sea su lenguaje: «sí, sí»; «no, no»» (Mt 5,37).

La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

«Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad» (S. Tomás de Aquino). La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción. En justicia, «un hombre debe honestamente a otro la manifestación de la verdad» (S. Tomás de Aquino).

El discípulo de Cristo acepta «vivir en la verdad», es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. «Si decimos que estamos en comunión con Él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad» (1 Jn 1,6).

Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar, con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, al hombre nuevo del que se revistieron por el Bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la Confirmación. En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, sin avergonzarse nunca de la cruz de Jesucristo.

  1. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¿Dónde, pues, están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo» (San Agustín).

«Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mi mismo para darme todo a ti» (S. Nicolás de Flüe).

  1. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Mi Cristo, tú no tienes
la lóbrega mirada de la muerte.
Tus ojos no se cierran:
son agua limpia donde puedo verme.

Mi Cristo, tú no puedes
cicatrizar la llaga del costado:
un corazón tras ella
noches y días me está esperando.

Mi Cristo, tú conoces
la intimidad oculta de mi vida.
Tú sabes mis secretos:
te los voy confesando día a día.

Mi Cristo, tú sonríes
cuando te hieren, sordas, las espinas.
Si mi cabeza hierve,
haz, Señor, que te mire y te sonría. Amén. 

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