«Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu… y todos hemos bebido de un sólo Espíritu»
Hch 2,1-11: «Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar»
Sal 103: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra»
1 Co 12,3b-7.12-13: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo»
Jn 20,19-23: «Como el Padre me ha enviado, así también les envío yo. Reciban el Espíritu Santo»
I. LA PALABRA DE DIOS
«Reciban el Espíritu Santo». El gran don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus promesas: «Les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un Espíritu nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos al Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Les infundiré mi Espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que guarden y cumplan mis mandatos» (Ez 36,27).
«Sopló sobre ellos». Para recibir el Espíritu hemos de acercarnos a Cristo, pues es Él –y sólo Él– quien lo comunica. Él mismo había dicho: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es preciso acercarnos a Cristo en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para beber el Espíritu que mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo intenso e insaciable. De esta manera, Cristo no nos deja huérfanos (Jn 14,18), pues nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13), que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22).
«Como el Padre me envió, así les envío yo». Jesús afirma al inicio de su ministerio que ha sido «ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «Recibirán la fuerza del Espíritu y serán mis testigos» (He 1,8). Jesús nos hace partícipes de la misma misión de anunciar el evangelio que Él ha recibido del Padre, y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo, para reafirmar nuestra fe en la resurrección y para que –por nuestro testimonio– otros crean en Él, liberados del pecado.
«¿Cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?». Este fenómeno muestra la universalidad de la predicación de la Iglesia, la caída de barreras lingüísticas y raciales ante la invasión del Espíritu de Jesús resucitado; lo contrario de lo que sucedió en Babel. La Iglesia de Jesús nació universal: católica y misionera.
El Espíritu Santo nada tiene que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad, el desaliento; es impulso que nos hace testigos enviados, apóstoles, misioneros.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El Espíritu Santo
(686 – 688)
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero es en los «últimos tiempos», inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este Designio Divino, que se consuma en Cristo, «primogénito» y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.
«Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que «habló por los profetas» nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a Él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos «desvela» a Cristo «no habla de sí mismo» (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué «el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce», mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos.
La Iglesia, Comunión viviente en la fe de los apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que Él ha inspirado;
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en Comunión con Cristo;
– en la oración en la cual Él intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde Él manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
La conversión, obra del Espíritu Santo
(1989)
La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: «Conviértanse porque el Reino de los Cielos está cerca». Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior.
Los dones y los frutos del Espíritu Santo
(1830 – 1832)
La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo. Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.
El «fuego» del Espíritu Santo
(696)
Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha», con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías», anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego», Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!» Bajo la forma de lenguas «como de fuego», el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de Él. La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo. «No extingan el Espíritu».
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. Así por avances y progresos «de gloria en gloria», es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos» (San Gregorio Nacianceno).
«Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina… Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Ven, Espíritu Divino,
manda un rayo de tu lumbre
desde el cielo.
Ven, oh Padre de los pobres;
Luz profunda; en tus dones,
Don espléndido.
No hay consuelo como el tuyo,
Dulce huésped de las almas,
mi descanso.
Suave tregua en la fatiga,
fresco en horas de bochorno,
Paz del llanto.
Luz santísima, penetra
en las almas de tus fieles hasta el fondo.
Qué vacío hay en el hombre,
qué dominio de la culpa sin tu soplo.
Lava el rostro de lo inmundo,
Llueve, Tú, nuestra sequía,
ven y sánanos.
Doma todo lo que es rígido.
Funde el témpano,
encamina lo extraviado.
Da, a los fieles que en Ti esperan,
Tus sagrados siete dones
y carismas.
Da su mérito al esfuerzo,
Salvación e inacabable
alegría. Amén.