«Destinados en la persona de Cristo a ser santos, por iniciativa de Dios,
para que la gloria de su gracia redunde en alabanza suya»
Am 7,12-15: «Ve y profetiza a mi pueblo»
Sal 84,9-14: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación»
Ef 1,3-14: «Nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo»
Mc 6,7-13: «Los fue enviando»
I. LA PALABRA DE DIOS
El profeta Amós certifica que su carisma viene de Dios. Ha sido Yahvé quién le ha llamado, y sólo por haber sido llamado ejerce de profeta. Poco más tarde, Amasías tendrá la oportunidad de comprobar que lo que decía Amós, venía de Dios.
En el Evangelio se nos presenta la misión de los Doce. Jesús los envía con su misma autoridad, de modo que, al igual que Él, predican la conversión, curan enfermos y echan demonios. El texto insiste en la necesidad de ir desprovistos de medios y seguridades; su única seguridad reside –lo mismo que la del profeta Amós– en el hecho de ir enviados y en el nombre de Jesús, y respaldados por Él. Esta es también una ley esencial para la eficacia de la misión de la Iglesia en todas las épocas y lugares.
De manera semejante que a los Doce, todo cristiano es «enviado a echar demonios», cada uno según su propia vocación y misión. Cristo mismo nos capacita para ello, dándonos parte en su mismo poder (Bautismo, Confirmación, Orden sacerdotal). Y así toda la vida del cristiano, lo mismo que la de Cristo, es una lucha contra el maligno y contra el mal en todas sus manifestaciones, no sólo en sí mismo, sino también en los demás y en el ambiente que le rodea. Precisamente para esto se ha manifestado Cristo, para deshacer las obras del Diablo.
Finalmente, el texto de la carta a los Efesios nos sitúa en la razón de ser de nuestra vida en este mundo. Hemos sido creados para ser santos. Esa es la única tarea necesaria y urgente. Para eso hemos nacido. Sólo si somos santos nuestra vida valdrá la pena. Y sólo si somos santos echaremos los demonios y el mal de nosotros mismos y del mundo.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La Iglesia se apoya en la elección de los Doce
y de Pedro como Cabeza
(765)
El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza. Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.
Somos incorporados por el Bautismo
a la Iglesia, Cuerpo de Cristo
(1267 – 1268)
El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo nos incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos.
Cristo, médico
(1503)
La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Esta atención dio origen a los infatigables esfuerzos de la Iglesia, en todos los tiempos y lugares, por aliviar a los que sufren.
La sanación de los enfermos
(1506 – 1510)
Cristo invita a sus discípulos a seguirle, tomando a su vez su cruz. Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban».
El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así San Pablo aprende del Señor que «mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12,9). El cristiano cree que la enfermedad y el sufrimiento son una ocasión de unirse a los sufrimientos de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia. Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su Pasión redentora.
«¡Sanen a los enfermos!». La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna y cuya conexión con la salud corporal insinúa S. Pablo (cf 1Co 11,30).
El sacramento de la Unción de los enfermos
(1499 – 1532)
La Iglesia apostólica tuvo un rito propio en favor de los enfermos, atestiguado por Santiago: «¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los presbíteros (sacerdotes) de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5,14-15). La Tradición ha reconocido en este rito el Sacramento de la Unción de los enfermos, que es el Sacramento en el que Jesucristo alivia y reconforta al cristiano que comienza a encontrarse en peligro de muerte por enfermedad o vejez.
La Unción de los enfermos comunica un don particular del Espíritu Santo que produce los siguientes efectos: une al enfermo a la Pasión de Cristo, consagrándole para dar fruto para su bien y el de toda la Iglesia; le da al enfermo el consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los sufrimientos de la enfermedad o de la vejez; fortalece la fe del enfermo contra las tentaciones del maligno, especialmente la tentación del desaliento y de angustia ante la muerte; le perdona los pecados si el enfermo no ha podido recibir el sacramento de la Penitencia; puede restablecer la salud corporal del enfermo, si conviene a su salud espiritual; al enfermo en peligro de muerte le prepara para su paso a la vida eterna y acaba en el enfermo la conformación con la muerte y resurrección de Cristo, que el Bautismo había comenzado. A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático, que es semilla de vida eterna y poder de resurrección.
Sólo los sacerdotes (obispos y presbíteros) están capacitados para administrar válidamente la Unción de los enfermos. El sacerdote impone –en silencio– las manos sobre el enfermo; ora por el enfermo y luego lo unge con óleo bendecido en la cabeza y en las manos.
Los fieles deben acompañar a los enfermos con sus oraciones y con la atención fraterna y deben animar a los enfermos a llamar al sacerdote para recibir este Sacramento y ayudarlos a que se preparen para recibirlo con buenas disposiciones; también participan en la celebración de la Unción con su presencia y oración, pero no imponen las manos ni ungen al enfermo. Los familiares y amigos del enfermo tienen el grave deber de avisar al sacerdote y poner todos los medios para que reciba fructuosamente este hermoso sacramento.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios» (Lumen Gentium)
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.