«Cuando hables, serás un signo para ellos y sabrán que yo soy el Señor»
Is 35,4-7a: «Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará»
Sal 145,7-10: «Alaba, alma mía, al Señor»
St 2,1-5: «¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del Reino?»
Mc 7,31-37: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos»
I. LA PALABRA DE DIOS
Eran demasiadas las calamidades sufridas por el pueblo como para mantener fácilmente la esperanza. El profeta Isaías les dice que Dios se sigue acordando de ellos, y se dirige especialmente a los más débiles, «a los cobardes de corazón». La profusión de imágenes de las que se sirve Isaías revelan que gran parte de lo prometido se cumplirá en los días de Jesús.
El pasaje de la carta de Santiago subraya, con ejemplos prácticos, el nuevo estilo del amor al prójimo tal como lo enseñó Jesús. Se nos pide actuar como actúa Dios: sin favoritismos. Por difícil que sea cumplir el mandamiento «nuevo», nadie puede decir que cree en Jesucristo si no practica el amor que Jesús exige a los suyos; lo contrario es engañarse a sí mismo y da ocasión para que el nombre de «cristiano» sea escarnecido.
El Evangelio nos narra un milagro que necesitamos que se repita abundantemente en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros. La palabra hebrea «Effetá», «Ábrete«, evoca a Ez 24,27: «Tu boca se abrirá, y hablarás». En el ritual del bautismo se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para poder proclamarla.
Los ya bautizados necesitamos que Cristo quebrante nuestra «sordera» para que su Palabra penetre de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no seleccionemos unas palabras y dejemos otras según nuestro gusto o conveniencia. Cada vez que escuchamos el evangelio deberíamos darnos cuenta de que somos «sordos», y pedir a Cristo que nos espabile el oído, para ponernos ante Él en actitud incondicional de escucha.
Si es intolerable que seamos sordos al evangelio –o por lo menos a muchas de sus palabras– igualmente lo es que seamos «mudos» para proclamarlo. Ya está bien de una Iglesia de «mudos», es decir, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirme.
Este doble milagro Cristo quiere, ciertamente, realizarlo en nosotros. Si curó al sordomudo es para hacernos saber que quiere curar otra sordera y otra mudez más profunda. La única condición es que nos reconozcamos sordos y mudos, necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. En el relato de hoy, Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad, también nosotros veremos cosas grandes.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La enfermedad en la vida humana
(1500 – 1501)
La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte.
La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él.
El enfermo ante Dios
(1502)
El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad y de Él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación. La enfermedad se convierte en camino de conversión y el perdón de Dios inaugura la curación. Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: «Yo, el Señor, soy el que te sana» (Ex 15,26). El profeta Isaías entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás. Finalmente, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad.
Cristo, médico
(1503 – 1505)
La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: «Estuve enfermo y me visitaron». Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos en la Iglesia por aliviar a los que sufren.
A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de él una fuerza que los curaba a todos». Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para sanarnos.
Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades». No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «pecado del mundo«, del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora.
«Sanen a los enfermos…»
(1506 – 1509)
Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su cruz. Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban».
El Señor resucitado renueva este envío: «En mi nombre…impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien»; y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre. Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es verdaderamente «Dios que salva«.
El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así S. Pablo aprende del Señor que «mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza», y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido lo siguiente: «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia».
«¡Sanen a los enfermos!». La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los Sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna y cuya conexión con la salud corporal insinúa S. Pablo (cf 1 Co 11,30).
La Penitencia y la Unción de los enfermos son los Sacramentos de curación. La vida nueva de hijos de Dios, mientras estamos en este mundo sometidos al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte, puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado. La Iglesia continúa en estos sacramentos, con la fuerza del Espíritu Santo, la obra de curación y de salvación de Cristo en sus propios miembros.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Con la sagrada Unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios» (Lumen gentium, 11).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.