DOMINGO XXX ORDINARIO “B”


«He sido enviado… a dar la vista a los ciegos»

Jr 31,7-9:                                   «Guiaré entre consuelos a los ciegos y cojos»

Sal 125:                                     «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres»

Hb 5,1-6:                                   «Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec»

Mc 10,46-52:                             «Maestro, haz  que pueda ver»

I. LA PALABRA DE DIOS

La ceguera de los discípulos –es decir, su incapacidad de entender y seguir a Jesús– requiere una intervención sanadora del propio Jesús. Es lo que aparece en el evangelio. Bartimeo se convierte en modelo del verdadero discípulo que, reconociendo su ceguera, apela con una oración firme y edianirante a la misericordia de Jesús y, una vez curado, le sigue por el camino. Sólo siendo curado de la ceguera e iluminado por Cristo se le puede seguir hasta Jerusalén y adentrarse con Él por la senda oscura de la cruz. Así, Bartimeo se convierte en signo de la multitud doliente de excluidos, que por el camino de Jerusalén –por el camino de la cruz–, es reconducida por Cristo a la casa del Padre (1ª lectura).

Es la primera vez que una persona corriente (no un endemoniado) proclama la edianidad de Jesús. A Jesús no le molesta; son los otros los que quieren que se calle. La pregunta que Jesús hace al ciego: «¿Qué quieres que haga por ti?», está redactada en los mismos términos que la que hizo a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, cuando le pidieron algo muy distinto.

Es de resaltar la insistencia de la súplica del ciego –repetida dos veces– y su intensidad –«gritando», y cuando intentan callarle «él gritaba mucho más»–, una súplica que nace de la conciencia de su indigencia –la ceguera– y sobre todo de la confianza cierta y segura en que Jesús puede curarle; de ahí la respuesta sorprendente de Jesús: «tu fe te ha salvado». A Bartimeo no le curaron sus gritos, sino la fe en Jesús; comienza gritando el nombre de Jesús y termina siguiéndole. Para san Marcos el seguimiento es más importante que la curación en sí misma.

En la manera de escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la vista. El que creé en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad, aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe, humanamente hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga la pretensión de ver, e incluso presuma de ello.

Es significativa también la petición –«Ten piedad de mí»–, que tiene que resultarnos muy familiar, porque todos necesitamos de la misericordia de Cristo. Pero no menos significativo es el hecho de que esta compasión de Cristo no deja al hombre en su egoísmo, viviendo para sí. Se le devuelve la vista para seguir a Cristo. El que ha sido librado de su ceguera no puede continuar sentado, al margen, viendo pasar la vida, reclamando atenciones. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por menos de quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y para seguirle por el camino, con la mirada del corazón fija en Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El nombre JESÚS
(430 – 435)

Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva«. En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de «Jesús» que expresa a la vez su identidad y su misión. Ya que «¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?», es Él quien en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre, «salvará a su pueblo de sus pecados». En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos».

La Resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre». Los espíritus malignos temen su Nombre y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede.

El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula «Por Nuestro Señor Jesucristo«. El «Avemaría» culmina en «y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús«. La oración del corazón, en uso en oriente, llamada «oración a Jesús» dice: «Jesucristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador«. Numerosos cristianos mueren, como Santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: «Jesús».

La oración a Jesús
(2664 – 2669)

No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos «en el Nombre» de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre.

La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones iturgiacas incluye formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios y gravan en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo: Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres

Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: Jesús. El nombre divino es inefable para los labios humanos (cf Ex 3,14; 33,19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: «Jesús», «YaHVeH salva». El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir «Jesús» es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él.

Esta invocación de fe, bien sencilla, ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas en el Oriente y el Occidente cristianos. La formulación más habitual, transmitida por los padres espirituales orientales, como decíamos, es la invocación: «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ¡Ten piedad de nosotros, pecadores!» Conjuga el himno cristológico de Filipenses (2, 6-11) con la petición del publicano y del mendigo ciego (cf Lc 18,13; Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los hombres y con la misericordia de su Salvador.

La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en palabrerías, sino que conserva la Palabra y fructifica con perseverancia. Es posible «en todo tiempo» porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús.

La oración de la Iglesia venera y honra al Corazón de Jesús, como invoca su Santísimo Nombre. Adora al Verbo encarnado y a su Corazón que, por amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones» (San Teófilo de Antioquía).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva;
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto!)
Tú que conoces el desierto,
dame tu mano y ven conmigo. Amén.

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