El combate espiritual: La oración
Sb 18, 6-9: Con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti.
Sal 32, 1-22 Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Hb 11, 1-2.8-19: Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.
Lc 12, 32-48: Estad preparados.
I. LA PALABRA DE DIOS
Los israelitas aguardaron la venida del Señor en la noche de Pascua para ser liberados de la esclavitud. Es un recuerdo vivo del Pueblo de Dios que recoge el libro de la Sabiduría.
Comienza a leerse la última parte de la carta a los Hebreos. Su tema principal es la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de la antigua alianza en la que vivieron los profetas, ilustres por su fe en las promesas de Dios.
Jesús, en el Evangelio, recomienda a sus discípulos dos actitudes fundamentales para la vida cristiana: la espera y la vigilancia. El vendrá inesperadamente como un ladrón nocturno o como un amo que está muchos años lejos de su hacienda.
«Un tesoro inagotable». Toda palabra de la Escritura es expresión del amor de Dios por nosotros. También cuando a primera vista no lo parece. La invitación de Jesús es clara: «Vended vuestros bienes, y dad limosna». Pero ese imperativo no va contra nosotros, sino a nuestro favor: nos invita a hacernos «talegas que no se echen a perder», a depositar nuestros bienes allí «donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla». Con otras palabras: nos invita a realizar la mejor inversión posible haciendo que nuestros bienes se transformen en «un tesoro inagotable en el cielo».
«Estad preparados». La parábola siguiente nos recuerda una verdad esencial de la enseñanza de Jesús: que Él va a volver y que hay que permanecer vigilantes, a la espera. Los bienes materiales pueden hacernos olvidar lo único importante: ¡sería trágico! Todo lo de aquí abajo es provisional, es relativo.
«Administrador fiel y solícito». Mientras estamos en este mundo somos nada más –¡y nada menos!– que administradores de los bienes que Dios nos confía. Unos bienes que –empezando por la misma vida– no nos pertenecen en propiedad y hemos de saber administrar con sensatez según el querer de Dios. Sólo con sentido de eternidad podemos administrar rectamente. Sólo a la luz de los bienes del cielo –los definitivos y eternos– podemos valorar y usar justamente los de la tierra.
La exhortación de Jesús a la espera y la vigilancia se concreta en la vida cristiana en tener a Dios siempre presente. Es una exhortación necesaria pues no pocas veces vivimos como si Dios estuviera ausente. La oración nos pone en diálogo con el Dios presente. Pero orar es un combate, el mismo combate cristiano de vida y oración.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El combate de la oración
(2725 – 2745)
La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone un esfuerzo, un combate, contra nosotros mismos y contra las astucias del tentador que hace todo lo posible para separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre. El «combate espiritual» de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.
Excusas para no orar
En el combate de la oración, tenemos que hacer frente a conceptos erróneos sobre la oración. En el inconsciente de muchos cristianos, orar es una ocupación incompatible con todo lo que tienen que hacer: no tienen tiempo. Hay quienes buscan a Dios por medio de la oración, pero se desalientan pronto porque ignoran que la oración viene también del Espíritu Santo y no solamente de ellos. Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos.
Dificultades en la oración
La dificultad más corriente de la oración es la distracción. Salir a la caza de la distracción es caer en sus redes; basta volver a concentrarse en la oración: la distracción descubre al que ora aquello a lo que su corazón está apegado. Esta humilde toma de conciencia debe empujar al orante a ofrecerse al Señor para ser purificado. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir.
Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad en la que el corazón está sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. «El grano de trigo, si muere, da mucho fruto». Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión.
Tentaciones contra la oración
La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Cuando se empieza a ora, se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de clarificar preferencias.
Otra tentación, a la que abre la puerta la presunción, es la acedía. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. «El espíritu está pronto pero la carne es débil». Quien es humilde no se extraña de su miseria; ésta le lleva a una mayor confianza, a mantenerse firme en la constancia.
Hay quien deja de orar porque se queja de que su oración no es escuchada. He aquí, en primer lugar, una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios en general, no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable; por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio para conseguir lo que queremos o Dios como Padre? Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador de los dones?
En segundo lugar, ¿Estamos convencidos de que «nosotros no sabemos pedir como conviene»? ¿Pedimos a Dios los «bienes convenientes»? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos, pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Si pedimos con un corazón dividido, «adúltero» (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida. Nuestro Dios está «celoso» de nosotros, lo que es señal de la verdad de su amor.
La eficacia de la oración.
La transformación del corazón que ora es la primera respuesta a nuestra petición. La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es nuestro modelo. Él ora en nosotros, ora con nosotros y ora también por nosotros, en nuestro lugar y en favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus Palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre. Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.
Perseverar en la oración es perseverar en el amor.
Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Este amor abre nuestros corazones a tres evidencias de fe, luminosas y vivificantes: 1ª) Orar es siempre posible: El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está «con nosotros, todos los días», cualesquiera que sean las tempestades. Nuestro tiempo está en las manos de Dios. 2ª) Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado. ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser «vida nuestra», si nuestro corazón está lejos de Él? 3ª) Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor y de la misma renuncia que procede del amor.
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que Él está dispuesto a darnos» (San Agustín).
«No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración» (Evagrio).
«Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina» (San Juan Crisóstomo).
«También entre los pucheros anda Dios» (Santa Teresa de Jesús).
«Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua» (Orígenes).
«Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el hombre que ora pueda pecar» (San Juan Crisóstomo).
«Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente» (San Alfonso María de Ligorio).
LA ORACIÓN CRISTIANA
Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón
Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón
Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón
Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón
Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón.
Amén