I. LA PALABRA DE DIOS
Las calamidades y el dolor habían sumido a Israel en la pesadumbre y el desánimo. Isaías anuncia que el poder de Dios traerá un nuevo estado de cosas. Lo que importaba era que el ansia de un futuro nuevo y mejor mantuviera la ilusión del pueblo de Dios. Lo que el profeta anunció lo realizó Jesús.
Santiago, con el anuncio de que «el Señor está cerca», invita a la esperanza y a la fortaleza a los que sufren.
En el Evangelio, al elogiar a Juan, Jesús quiere dirigir su mirada más lejos: a pesar de todo, el Bautista ‘está en la antesala’ del Reino; los que creemos en Jesucristo ‘estamos dentro’ del todo. Y por eso somos más importantes.
«El desierto florecerá». He aquí la intensidad de la esperanza que la Iglesia quiere infundir en nosotros mediante las palabras del profeta. Nosotros solemos esperar aquello que nos parece al alcance de nuestra mano. Sin embargo, la verdadera esperanza es la que espera aquello que humanamente es imposible. Debemos esperar milagros: que el desierto de los hombres sin Dios florezca en una vida nueva, que el desierto de nuestra sociedad secularizada y materialista reverdezca con la presencia del Salvador.
Estos son los signos que Dios quiere darnos y que debemos esperar este Adviento: que se abran a la fe los ojos de los que, por no tenerla, son ciegos; que se abran a escuchar la palabra de Dios los oídos endurecidos; que corra por la senda de la salvación el que estaba paralizado por sus pecados; que prorrumpa en cantos de alabanza a Dios la lengua que blasfemaba… Si esperamos estos signos que Dios quiere hacer, ciertamente se producirán, y todo el mundo los verá, y a través de ellos se manifestará la gloria del Señor, y los hombres creerán en Cristo, y no tendrán que preguntar más: «¿eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».
El que tiene esta esperanza se siente fuerte y sus rodillas dejan de temblar. Pero el secreto para tenerla es mirar al Señor. La palabra de Dios quiere que clavemos nuestra mirada en el Señor que viene, y que la dejemos fija en su potencia salvadora: ¡Animo! «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que viene en persona… Él vendrá y os salvará». Dejar la mirada fija en las dificultades arruina la esperanza; fijarla en el Señor, y desde Él ver las dificultades, acrecienta la esperanza.
Cuando el hombre se cree dueño del futuro, este se vuelve contra él; cuando la fe le convence de que el dueño es Dios, se convierte en salvación.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El destino del mundo es ser transformado
(1047, 1048, 1050)
El universo visible está destinado a ser transformado, a fin de que el mundo mismo, restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo, esté al servicio de los justos, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado.
Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia, y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres.
«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén).
En este universo nuevo,
Dios tendrá su casa entre los hombres
(1044, 1045)
En este «universo nuevo», la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado».
Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina es «como el sacramento». Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios, «la Esposa del Cordero» que ya no será herida por el pecado, las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
Dios da a los suyos el tiempo de salvación
para que se conviertan
(1041; 2854).
En el Padrenuestro, al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que el demonio es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa, en la humildad de la fe, la recapitulación de todos y de todo en Aquel que «tiene las llaves de la Muerte y del Hades», «el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que ha de venir».
El mensaje del Juicio final llama a la conversión, mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación»; inspira el santo temor de Dios; compromete para la justicia del Reino de Dios; anuncia la «bienaventurada esperanza» de la vuelta del Señor, que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído».
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Juan era en todo parecido a Cristo. La voz o la palabra es la representación de la idea. Juan representaba en todo a Cristo. Le anunciaron los ángeles, nació de una mujer estéril… Así deben ser los predicadores cristianos. Libres de toda preocupación, han de predicar no sólo con su palabra, sino con su vida, luz del mundo y sal de la tierra» (San Roberto Belarmino).
«Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por su misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (Misal Romano, Embolismo del Padrenuestro).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Jesucristo, Palabra del Padre,
luz eterna de todo creyente:
ven y escucha la súplica ardiente,
ven, Señor, porque ya se hace tarde.
Cuando el mundo dormía en tinieblas,
en tu amor tú quisiste ayudarlo
y trajiste, viniendo a la tierra,
esa vida que puede salvarlo.
Ya madura la historia en promesas,
sólo anhela tu pronto regreso;
si el silencio madura la espera,
el amor no soporta el silencio.
Con María, la Iglesia te aguarda
con anhelos de esposa y de Madre,
y reúne a sus hijos en vela,
para juntos poder esperarte.
Cuando vengas, Señor, en tu gloria,
que podamos salir a tu encuentro
y a tu lado vivamos por siempre,
dando gracias al Padre en el reino.
Amén.