Mt 14,13-21: «Comieron todos hasta quedar satisfechos»
I. LA PALABRA DE DIOS
En el evangelio de hoy, Jesús sintió «lástima» del gentío y multiplicó los panes. Sus gestos y oración son los de la institución de la Eucaristía: «tomando los cinco panes… pronunció la bendición, partió los panes y se los dio.».
Destacan los contrastes entre «la multitud» y la escasez de recursos: «cinco panes y dos peces»; y entre estos recursos y el resultado: «quedaron satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras». Desde los comienzos, ya en las catacumbas, la Tradición contempló en el suceso un anuncio del banquete mesiánico del fin de los tiempos. Y entre el prodigio evangélico y el fin del mundo, se sitúa la Eucaristía, anticipo del banquete del Reino.
También a nosotros nos dice hoy Jesús: «Denles ustedes de comer». Con cinco panes y dos peces –y la colaboración de los apóstoles– dio de comer a la multitud. Pero ¿qué hubiera ocurrido si los discípulos se hubieran guardado para ellos sus cinco panes y sus dos peces? ¿Y si no hubieran querido hacer el trabajo de repartirlo? Probablemente, o Jesús no hubiera hecho el milagro, o el pan del milagro no habría llegado hasta la gente; y varios miles se hubieran quedado sin comer y, sobre todo, se hubieran quedado sin conocer el poder de Cristo realizando tal milagro.
Lo mismo que a los discípulos, a nosotros no nos pide Jesús que solucionemos todos los problemas, ni que hagamos milagros. Los milagros los hace Él. Pero sí nos pide una cosa: colaboración; que nos pongamos a su disposición con todo lo que somos y tenemos, aunque nos parezca poco.
Ante el hambre de pan material y el hambre de la verdad de Cristo que tanta gente padece, ¿vas a negarle a Cristo tus cinco panes y tus dos peces? Con tantos pueblos y comunidades cristianas sin sacerdotes que celebren la Eucaristía ¿No querrás colaborar con Él para que las multitudes hambrientas puedan sentarse a comer su pan a su mesa (Palabra y Eucaristía)? Entonces serás responsable de que Cristo hoy no pueda seguir alimentando a las multitudes y de que muchos no le reconozcan como Dios.
¿Qué podemos hacer para que nuestras celebraciones y comuniones sean más auténticas?
II. LA FE DE LA IGLESIA
La Eucaristía, prenda de la vida futura
(1404-1405).
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo«. De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la nueva tierra no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía, remedio de inmortalidad, antídoto para no morir sino para vivir en Jesucristo para siempre.
La Eucaristía y el hambre en el mundo:
(1397).
Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos. «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. ¿Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso?» (S. Juan Crisóstomo)
Participar de la Eucaristía bien dispuestos,
para gustar el Pan de Vida:
(1385-1386).
La Misa es un banquete porque la misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial del sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La celebración del sacrificio eucarístico se hace para que los fieles se unan íntimamente con Cristo por medio de la comunión.
Los fieles deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).
La Iglesia nos recomienda vivamente a los fieles que recibamos la sagrada comunión cada vez que participamos en la misa; nos manda participar los domingos y días de fiesta en la misa y comulgar al menos una vez al año, en Pascua de Resurrección.
Debemos prepararnos para este momento tan grande y santo de recibir la Eucaristía en la Comunión. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno de una hora prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.
Por tanto, para recibir bien la Sagrada Comunión son necesarias tres cosas: 1º. Saber a quién vamos a recibir (tener fe en la presencia viva de Cristo); 2º. Estar en gracia de Dios (bautizado y sin conciencia de estar en pecado mortal) y 3º. Guardar el ayuno eucarístico (no comer nada desde una hora antes de comulgar).
Ante la grandeza de este sacramento el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa».
Los frutos de la sagrada comunión
(1391-1401)
La Sagrada Comunión produce en nosotros los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubieran dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados de ustedes para llevar las buenas obras de ustedes a mi tesoro: como no han depositado nada en sus manos, no poseen nada en Mí» (San Agustín).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen.
Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite.
¡Cómo golpearon las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!
Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen.
Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre.
Amén.