Mc 1,14-20: «Convertíos y creed en el Evangelio«
I. LA PALABRA DE DIOS
El domingo tercero del Tiempo Ordinario nos presenta la predicación inicial de la buena nueva de Jesús, anunciando la llegada del reino y urgiendo a la conversión, y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús –«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos, manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que Jonás son enviados a convertir a los hombres a Cristo: «conviértanse y crean».
La frase de san Pablo en la segunda lectura –«el momento es apremiante»– está en dependencia de la del mismo Jesús en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra existencia un tono de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente mayor de lo que imaginamos.
Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). Con la venida de Cristo en la Navidad entramos en la plenitud de los tiempos. El Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla. Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «¡Cuántos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!». La presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por eso, Jesús añade a continuación: «Conviértanse». La presencia de Cristo exige una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo que haga falta, para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se instaure en nosotros.
«El Reino». Esta expresión (el reinado, el señorío, la soberanía) indica el dominio universal de Dios, que va realizándose en la tierra y que se consumará en el cielo. Dicho brevemente, el Reino de Dios son las relaciones de Dios con la humanidad. Ese reino empezó con los hechos salvadores del Antiguo Testamento, llegó al mundo con Jesús, avanza mediante la Iglesia –instrumento del que Dios se vale para «reinar»–, hasta que definitivamente sean destruidos el pecado y el mal al fin del mundo. El Nuevo Testamento habla de ese Reino como de una situación o estado (que llega, se manifiesta, se da, se recibe, se posee, en el que se puede ser grande o pequeño), y como un lugar (al que se entra o no se entra, que se hereda, que hay que buscar). En su predicación inicial, Jesús parece aludir a la soberanía de Dios al final de los tiempos; como si dijera: «La etapa final de la historia ya ha comenzado».
«Crean la Buena Nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». Jesús es el predicador y, a la vez, el contenido de «su» Evangelio. La presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una «buena noticia». La llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia molesta? Cada vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación? ¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda, me advierte o me aconseja?
«Vengan conmigo». Al comienzo eligió Jesús a sus inmediatos seguidores: de ellos, poco después, eligió un grupo especial de «Doce»; estos hechos muestran la intención de Jesús de ir formando un núcleo de continuadores de su obra. Para cualquier judío. Un Mesías sin una comunidad mesiánica hubiera sido impensable.
San Marcos nos presenta la llamada de Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros; sin embargo, ellos le siguen, «inmediatamente fueron con Él», dejando todo, incluso el trabajo y el propio padre. El modo de narrar esquemáticamente estás escenas de vocación tiene también una enseñanza: la síntesis de una vocación cristiana es: 1º) Jesús ve; 2º) Jesús llama; 3º) el llamado lo sigue sin condiciones. Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él, fiarse de Él, seguirle.
La conversión que pide Jesús al principio del evangelio de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo por Él!
II. LA FE DE LA IGLESIA
La Iglesia sigue llamando a la conversión
(1427 – 1429).
Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva». En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en toda la vida del cristiano. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia, que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia, a responder al amor misericordioso de Dios, que nos ha amado primero.
De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia Él. La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16). San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia«.
La penitencia interior
(1430 – 1433. 1489)
Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores, «el saco y la ceniza», los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia.
La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron «aflicción del espíritu», «arrepentimiento del corazón».
El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo. La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos». Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron. «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (S. Clemente).
Después de Pascua, el Espíritu Santo «convence al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión.
Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para uno mismo y para los demás.
EL TESTIMONIO CRISTIANO
«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho. Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz» (San Agustín).
LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Por la lanza en su costado
brotó el río de pureza,
para lavar la bajeza
a que nos bajó el pecado.
Cristo, herida y manantial,
tu muerte nos da la vida,
gracia de sangre nacida
en tu fuente bautismal.
Sangre y agua del abismo
de un corazón en tormento:
un Jordán de sacramento
nos baña con el bautismo.
Y, mientras dura la cruz
y en ella el Crucificado,
bajará de su costado
un río de gracia y luz.
el Espíritu el amor,
y Jesucristo, el Señor,
nos da la gracia perdida.
Excelente, Padre. Muchas gracias.
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