DOMINGO VII ORDINARIO “B”



«Miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?»

Is 43,18-19.21-22.24b-25: «Por mi cuenta borraba tus crímenes»
Sal 40: «Sáname, Señor, pues he pecado contra ti»
2 Co 1,18-22: «En Jesús todo se ha convertido en un «sí»»

Mc 2,1-12: «El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados»


I. LA PALABRA DE DIOS

Con todo lo importante que habían sido las intervenciones de Dios en favor de su pueblo,  el profeta Isaías dice que no se pueden comparar con lo que ahora se prepara. Era el retorno de la cautividad de Babilonia lo que estaba a punto de suceder. Si grande había sido el castigo de la deportación, mayor sería el gozo del retorno. Todo, como siempre, fruto de la gratuidad divina.

«Llegaron cuatro llevando un paralítico». El gesto de estos cuatro personajes anónimos resulta precioso e iluminador para nosotros. El paralítico –por definición– no se puede mover por sí mismo, pero estos amigos le colocan ante Jesús. Y «viendo Jesús la fe que tenían» realiza el milagro. 

Hay en nuestro mundo y a nuestro alrededor muchos paralíticos por la incredulidad o por el pecado. A nosotros nos toca acercarnos a ellos y ponerlos a los pies de Jesús con una fe intensa y confiada. Lo demás es cosa del Señor. El evangelio no dice si ese hombre tenía fe en Jesús o sólo se dejó llevar por sus amigos. Lo que sí afirma es la fe de aquellos cuatro que arrancan el milagro a Jesús. ¿Presentamos a las personas al Señor? ¿Acercamos a nuestros amigos a Cristo? ¿Con qué fe lo hacemos?

«Para que vean…» Jesús realiza la curación que le piden, pero deja claro que lo que le interesa es sobre todo la sanación interior. Las palabras de Jesús al paralítico descubren la raíz última de cualquier miseria humana: la verdadera enfermedad de aquel hombre era su pecado; por eso es lo primero que Jesús cura. Por otra parte, el perdón de Cristo no queda en algo meramente interno, sino que gana para el reino de Dios a toda la persona: llega primeramente al alma, por ella al cuerpo, y con él a toda la creación. Dios quiere el bien entero del hombre, cuerpo y alma. Nosotros, en cambio, con demasiada frecuencia sólo nos damos cuenta de la necesidad corporal. Sin embargo, hay enfermedades físicas que son ocasión de un bien espiritual enorme y de santificación para quién la padece y para muchas otras personas; mientras la enfermedad espiritual, a la que no solemos dar demasiada importancia, puede llevar –aun con perfecta salud física– a la condenación eterna propia y de los que el Señor ha querido hacer depender de nosotros.

«Hijo, tus pecados te quedan perdonados». «Quedan perdonados tus pecados» es más que «Dios perdona tus pecados», afirmación que no hubiera escandalizado a los escribas; lo que les escandaliza es que allí hay «otro» que perdona, como lo hace Dios; aun aceptando a Jesús como Mesías, hubieran esperado de él que aniquilara a los pecadores, no que los perdonara. «Eso es una blasfemia», la acusación de blasfemia –de apropiarse prerrogativas divinas– será la decisiva para condenarlo a muerte.

«El Hijo del Hombre». Esta expresión, en el Antiguo Testamento, se aplica a un individuo celeste y transcendente, juez escatológico –que recibirá imperio eterno sobre todos los pueblos de la tierra– a veces entendido como Mesías nacionalista. En el Nuevo testamento, aparece en boca de Jesús como título que, sin revelar del todo el misterio de su persona, une dos extremos de su vida y su misión: la debilidad de su existencia terrena hasta la cruz (como el título «siervo de Yahvé» en Isaías), y su venida gloriosa como Juez universal al fin de los tiempos.

«Nunca hemos visto una cosa igual». Las acciones de Jesús producen asombro y admiración. Los que contemplaron este prodigio «daban gloria a Dios». ¿Sé descubrir las acciones de Cristo? ¿Me alegro de ellas? ¿Me admiro? Más aún, ¿tengo fe para esperar cosas grandes, como aquellos cuatro amigos del evangelio de hoy?


II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesucristo es Dios
(589)

Jesús escandalizó a los fariseos sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos. Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores, los admitía al banquete mesiánico. Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?». Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema –porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios– o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios.

Sólo Dios perdona el pecado
(1441 – 1449)

Sólo Dios perdona los pecados. Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados». Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del ministerio de la reconciliación. El apóstol es enviado en nombre de Cristo, y es Dios mismo quien, a través de él, exhorta y suplica: «Déjense reconciliar con Dios».

Reconciliación con la Iglesia
(1443 – 1445)

Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios y el retorno al seno del pueblo de Dios.

Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro.

Las palabras «atar y desatar» significan: aquel a quien excluyan de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que reciban de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón
(1446; 2839)

Cristo instituyó el Sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como la segunda tabla de salvación después del naufragio que es la pérdida de la gracia por el pecado.

Los cristianos, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. En la Confesión, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo, y nos reconocemos pecadores ante Él, como el publicano. Al confesar nuestros pecados afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. En el sacramentos de la Confesión encontramos el signo eficaz e indudable de su perdón.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que Él ha hecho… Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas» (San Agustín).


IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Cuando la luz del sol es ya poniente,
gracias, Señor, es nuestra melodía;
recibe, como ofrenda, amablemente,
nuestro dolor, trabajo y alegría.

Si poco fue el amor en nuestro empeño
de darle vida al día que fenece,
convierta en realidad lo que fue un sueño
tu gran amor que todo lo engrandece.

Tu cruz, Señor, redime nuestra suerte
de pecadora en justa, e ilumina
la senda de la vida y de la muerte
del hombre que en la fe lucha y camina.

Jesús, Hijo del Padre, cuando avanza
la noche oscura sobre nuestro día,
concédenos la paz y la esperanza
de esperar cada noche tu gran día. 

Amén.

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