Mc 1,12-15: «Se dejaba tentar por Satanás, y los ángeles le servían»
I. LA PALABRA DE DIOS
La primera lectura nos habla de la alianza sellada por Dios con Noé y toda la creación después del diluvio. Lo mismo que Noé y los suyos, también nosotros hemos sido salvados de la muerte a través de las aguas. En este contexto conviene hacer memoria de nuestro bautismo. Por medio del agua bautismal, en el arca que es la Iglesia, hemos pasado de la muerte a la vida. Y en el bautismo Dios ha sellado con cada uno un pacto imborrable, una alianza de amor por la cual se compromete a librarnos del Maligno. La salvación no está lejos de nosotros: por el bautismo tenemos ya en nosotros su semilla. La Cuaresma es un tiempo para luchar contra el pecado, pero sabiendo que por el bautismo tenemos dentro de nosotros la fuerza para vencer: El Espíritu, que crea, renueva, alienta y capacita.
El relato del evangelio de san Marcos –singularmente breve– presenta a Jesús como nuevo Adán que vence a aquel que venció al primero –es lo que evocan las imágenes de los animales salvajes y los ángeles a su servicio (cfr. Gen 2 y 3; Is 11,6-9). Por fin entra en la historia humana la victoria sobre el mal y el pecado, sobre Satanás en persona: el «fuerte» va a ser vencido por el «más fuerte».
Hace poco que hemos celebrado la Navidad: el Hijo de Dios que se hace hombre, verdadero hombre. El evangelio de hoy le presenta «tentado por Satanás». Ciertamente «no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). Hombre de verdad, hasta el fondo, y sin pecado. Uno como nosotros, uno de los nuestros, ha sido acosado por Satanás, pero ha salido victorioso. Cristo –tentado y vencedor– es luz, es ánimo, es fortaleza para nosotros.
El relato de las tentaciones de Jesús nos habla en primer lugar del «realismo de la Encarnación». El Hijo de Dios no se ha hecho hombre «a medias», sino que ha asumido la existencia humana en toda su profundidad y con todas sus consecuencias, «en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). El cristiano que se siente acosado por la prueba y la tentación se sabe comprendido por Jesucristo, que –antes que él y de manera más intensa– ha pasado por esas situaciones.
Por otra parte, las tentaciones hacen pensar en un Cristo que combate. El Hijo de Dios, hecho hombre, vino a derrotar al demonio y su imperio sobre el mundo. San Marcos da mucha importancia al relato poniéndolo al inicio de la vida pública de Jesús, después del bautismo y antes de empezar a predicar y a hacer milagros, como para indicar que toda su vida va a ser un combate contra el mal y contra Satanás. Va «empujado por el Espíritu al desierto» a buscar a Satanás en su propio terreno para vencerle. Asimismo, la vida del cristiano tiene toda la seriedad de una lucha contra las fuerzas del mal, para la cual ha recibido armas más que suficientes (Ef 6,10-20).
Sin embargo, la novedad más gozosa de este relato de las tentaciones de Jesús es que Él ha vencido. Él, que es en todo semejante a nosotros, «excepto en el pecado». Todo seguiría igual si Cristo hubiera sido tentado como nosotros, pero hubiera sido derrotado. Lo grandioso consiste en que Cristo, hombre como nosotros, ha vencido la tentación, el pecado y a Satanás. Y a partir de Él la historia ha cambiado de signo. En Cristo y con Cristo también nosotros vencemos la tentación y el pecado, pues Él «nos asocia siempre a su triunfo» (2Cor 2,14). Si por un hombre entró el pecado en el mundo, por otro hombre –Jesucristo– ha entrado la gracia y, con ella, la victoria sobre el pecado (cfr. Rom 5,12-21).
Si Cristo no ha sido vencido, nosotros sí lo fuimos. Somos pecadores. Pero esta situación no es irremediable. La segunda lectura afirma: «Cristo murió por los pecados…, el inocente por los culpables». Ello significa que su combate ha sido en favor nuestro. Cristo si que ha llegado hasta la sangre en su pelea contra el pecado (cfr. Heb 12,4). Y con su fuerza podemos vencer también nosotros. Apoyados en Él, unidos a Él, la Cuaresma nos invita a luchar decididamente contra el pecado que hay en nosotros y en el mundo.
El evangelio de este domingo nos invita a entrar en la Cuaresma con decisión y firmeza: puesto que se ha cumplido el tiempo y ha llegado el Reino de Dios, es urgente y necesario convertirse y creer, es decir, acoger plenamente la soberanía de Dios en nuestra vida. Este será nuestro particular combate cuaresmal.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Las tentaciones de Jesús:
(538 – 540)
Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto. Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de Él «hasta el tiempo determinado».
La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.
No nos dejes caer en la tentación
(2848 – 2849)
«No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón… Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 21-24). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo.
Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela».
El Reino de Dios está cerca:
(541 – 542)
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre inauguró en la tierra el Reino de los cielos. Pues bien, la voluntad del Padre es elevar a los hombres a la participación de la vida divina. Y lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra el germen y el comienzo de este Reino.
Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como «familia de Dios». Los convoca en torno a Él por su palabra, por sus señales –que manifiestan el reino de Dios–, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, Él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres. En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado» (Orígenes).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Llorando los pecados
tu pueblo está, Señor.
Vuélvenos tu mirada
y danos el perdón.
Seguiremos tus pasos,
camino de la cruz,
subiendo hasta la cumbre
de la Pascua de luz.
La Cuaresma es combate;
las armas: oración,
limosnas y vigilias
por el Reino de Dios.
«Convertid vuestra vida,
volved a vuestro Dios,
y volveré a vosotros»,
esto dice el Señor.
Tus palabras de vida
nos llevan hacia ti,
los días cuaresmales
nos las hacen sentir.
Amén.