Jn 12,20-33: «Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto»
I. LA PALABRA DE DIOS
El anuncio de Jeremías –la Alianza Nueva– parece un anticipo del Evangelio. La letra había ahogado al espíritu y había que grabar en los corazones la Ley Nueva. Dios mismo será quien escribirá esa ley dentro del corazón del hombre.
«Queremos ver a Jesús». ¿Accedió Jesús al deseo de estos griegos piadosos? Lo que dice a continuación es la respuesta indirecta: «Si quieren verme, que me ‘vean’ en la cruz».
«Padre, glorifica tu nombre». Jesús acepta voluntariamente su muerte redentora, pero la idea de sufrir lo turba instintivamente, como en Getsemaní. Desearía verse libre de esa hora dolorosa: «¿qué puedo decir: «Padre sálvame de esta hora»?»; pero su oración no es egoísta: sólo busca que el Padre sea glorificado. La respuesta del Padre, que ya ha actuado en las señales reveladoras de Jesús (sus milagros), indica que precisamente ahora, en la muerte y la resurrección, va a mostrar con más claridad «el esplendor del Hijo único».
«Ahora es glorificado el Hijo del hombre». La glorificación de Jesús empieza ya con la pasión. Jesús es «elevado sobre la tierra»: con esta expresión san Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo. Con ello expresa una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el patíbulo de la cruz, cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un derrotado y por un maldito, es en realidad cuando Jesús está venciendo. «Ahora el Príncipe de este mundo –Satanás– es arrojado fuera». En la cruz Jesús es Rey.
«Si muere da mucho fruto». El cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión somos fruto nosotros. Millones y millones de seres humanos han recibido y recibirán vida eterna por la entrega de Cristo en la cruz. El sufrimiento con amor y por amor es fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender en nosotros el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo: «les he destinado para que vayan y den fruto y su fruto dure» (Jn 15,16).
«Atraeré a todos hacia mí». Cristo crucificado –«levantado en alto»– atrae irresistiblemente las miradas y los corazones. Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad. La cruz ha sido constituida fuente de vida para toda la humanidad. La cruz es expresión del amor del Padre a su Hijo: «Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). Por eso, Jesús no rehuye la cruz: «Para esto he venido».
La segunda lectura, aludiendo a la oración del huerto, afirma que Cristo «fue escuchado» por su Padre. Expresión paradójica, porque el Padre no le ahorró pasar por la muerte. Y, sin embargo, fue escuchado. La resurrección revelará hasta qué punto el Hijo ha sido escuchado. A este Cristo, que había pedido: «Padre, glorifica a tu Hijo», lo vemos ahora coronado de honor y gloria precisamente en virtud de su pasión y de su cruz. Más aún, una vez resucitado, llevado a la perfección, «se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». A la luz de la Resurrección entendemos en toda su verdad que Cristo es el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto. Sí, efectivamente, en lo más hondo de su agonía el Hijo ha sido escuchado por el Padre.
«Y que dónde yo estoy allí este también mi servidor». Para estar un día en la gloria con el Hijo resucitado, su servidor tiene que vivir también –no de modo fortuito, ni optativo, sino necesariamente– en comunidad de cruz con Él. Esto es iluminador para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le escucha porque no le libra de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo tampoco le liberó del sufrimiento ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó. Dios escucha siempre. Lo que ocurre es que nosotros «no sabemos pedir lo que conviene». Dios puede escucharnos permitiendo que permanezcamos en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos fuerza para resistir en la prueba; dándonos gracia para ser aquilatados y purificados –glorificándonos– a través del sufrimiento. Nos escucha haciéndonos –con el Hijo– grano de trigo que muere para dar fruto abundante.
Todos los cristianos y santos de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo. Gracias a ella el príncipe de este mundo ha sido echado fuera y hemos sido arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo. Por ella Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva y nuestros pecados han sido perdonados; ha creado en nosotros un corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación. Por la pasión de Cristo ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del Espíritu Santo.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
(606 – 607).
El Hijo de Dios –que ha bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado– al entrar en este mundo, dice: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad«. Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra«. El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero«, es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida. El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado«.
Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?». Y todavía en la cruz antes de que «todo esté cumplido«, dice: «Tengo sed«.
El cordero que quita el pecado del mundo
(608).
Juan Bautista señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo«. Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos«.
Jesús acepta libremente el amor del Padre
(609).
Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, los amó hasta el extremo porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos«. Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18).
El Espíritu grabará en nosotros la Ley Nueva:
(715 – 716).
El Pueblo de los «pobres», los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios; los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, es la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas (Antiguo Testamento). En los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva.
Ley nueva o Ley evangélica
(1972).
La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo, a la de amigo de Cristo, o también a la condición de hijo heredero.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Hubo, bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual «la caridad es difundida en nuestros corazones» (Rm 5,5)» (Santo Tomás de Aquino).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
A Ti, sumo y eterno Sacerdote
de la nueva alianza,
se ofrecen nuestros votos y se elevan
los corazones en acción de gracias.
Tú eres el Ungido, Jesucristo,
el Sacerdote único;
tiene su fin en ti la ley antigua,
por ti la ley de gracia viene al mundo.
Al derramar tu sangre por nosotros,
tu amor complace al Padre;
siendo la hostia de tu sacrificio,
hijos de Dios y hermanos tú nos haces.
Para alcanzar la salvación eterna,
día a día ofreces
tu sacrificio, mientras, junto al Padre,
sin cesar por nosotros intercedes.
A ti, Cristo pontífice, la gloria
por los siglos de los siglos;
tú que vives y reinas y te ofreces
al Padre en el amor del santo Espíritu.
Amén.