DOMINGO II DE PASCUA “B”



«¡Señor mío y Dios mío!» Sólo desde la fe se puede adorar así.»

Hch 4,32-35: «Todos pensaban y sentían lo mismo»
Sal 117: «La misericordia del Señor es eterna»
1 Jn 5,1-6: «Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo»

Jn 20,19-31: «A los ocho días llegó Jesús»


I. LA PALABRA DE DIOS

El libro de los Hechos de los Apóstoles revela que lo que hacían las primeras comunidades no pasaba inadvertido: «los miraban todos con mucho agrado». Su manera de vivir se convertía en testimonio: la gente se fijaba en su actitud y se sentía atraída por su novedad u originalidad. Por sus obras eran misioneros, testigos.

El pasaje del Evangelio de San Juan muestra la conexión entre la Resurrección y el envío del Espíritu Santo. Por el Espíritu reúne Jesús a su Iglesia, anuncia un nuevo modo de presencia, le garantiza que estará en y con la comunidad.

«Paz a ustedes». La paz es simple y llanamente don del resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte «para la vida del mundo». La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús por su victoria definitiva sobre el pecado.

«Les mostró las manos y el costado». El resucitado es el mismo que murió en la cruz. Por eso les muestra las manos y el costado. Las heridas de Jesús se convierten en sus señas de identidad. El Cristo resucitado y glorificado no ha borrado de su personalidad la historia terrena de sus padecimientos. Está marcado por ella de una vez para siempre.

«Reciban el Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había prometido. «No les dejaré huérfanos», ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba», se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo. Cristo les comunica el Espíritu Santo, primeramente para suscitar y reafirmar en ellos la fe en su resurrección; y luego, para hacer que otros crean, quitando la ceguera del pecado. La misión tiene como fin transmitir al mundo entero la paz lograda por Jesús.

«A los que perdonen los pecados…». Las palabras de Jesús en este pasaje hay que entenderlas de la potestad de perdonar y de retener los pecados en el Sacramento de la Penitencia.

«Señor mío y Dios mío». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto»; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos. Y adoración, porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.

«Se llenaron de alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su promesa: «Volveré a verles y se alegrará su corazón y su alegría nadie se la podrá quitar». ¿Vivo mi relación con Cristo como la fuente única del gozo autentico y duradero?

Desde las perspectivas anteriores, la segunda lectura adquiere su verdadera dimensión. La victoria de la fe se «ve», se «palpa» en quienes han creído. Desde la fe, el derrotado es el mundo y el pecado, lo viejo del hombre, lo que ha quedado clavado con Cristo en la cruz.

Las convicciones de las personas se notan en sus obras. Las palabras pueden ser fachada de lo que no se cree, porque no se vive. El cristiano, como hombre de la verdad, muestra su fe en las obras, en lo que su modo de vivir confirma.


II. LA FE DE LA IGLESIA

Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
(651-655).

«Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe» (1Co 15,14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy». La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos … así también  nosotros vivamos una nueva vida». Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Vayan, avisen a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron; del mismo modo que en Adán murieron todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.

El amor a los pobres
(2443; cf. 2444-2447).

Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: «a quien te pide dale, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5,42). «Gratis lo recibieron, denlo gratis» (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva «anunciada a los pobres» (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Les dijo: «Reciban el Espíritu Santo». Se nos ocurre preguntar: ¿Cómo es que Nuestro Señor dio el Espíritu Santo una vez cuando estaba en la tierra y otra cuando ya estaba en el cielo?… Porque dos son los preceptos de la caridad, a saber, el amor de Dios y del prójimo. Fue dado el Espíritu Santo en la tierra para que sea amado el prójimo; es dado desde el cielo para que sea amado Dios. Así como es una la caridad y dos los preceptos, así también es uno el Espíritu y dos las dádivas» (San Gregorio Magno).

«No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyo» (S. Juan Crisóstomo).

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensa-bles no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Porque anochece ya,
porque es tarde, Dios mío,
porque temo perder
las huellas del camino,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo

Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo

Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
bendice el pan y el vino.
¡Qué aprisa cae la tarde!
¡Quédate al fin conmigo! 

Amén.

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