Lc 24, 35-48: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará al tercer día»
I. LA PALABRA DE DIOS
Lo fundamental del discurso de san Pedro, en la primera lectura, es que el llamamiento a la conversión se realiza sólo a partir del anuncio de la Resurrección. El asombro de quienes se preguntaban cómo san Pedro había hecho andar al paralítico, había servido de apoyo para invitar a la conversión.
La misma conversión continuada se pide en la segunda lectura. Del conocimiento de Jesucristo se desprende que el creyente se compromete a cumplir fielmente lo que Dios quiere.
El valor del testimonio está en darlo, es decir, en vivir de tal manera que los demás se sientan interpelados por una determinada manera de actuar. La diferencia con el «ejemplo» es que éste es ocasional y pretende enseñar algo. El testigo no pretende enseñar –y menos dar lecciones–. Se limita a ser consecuente siempre.
Evangelio: «Se presentó Jesús en medio de sus discípulos». Jesús resucitado se hace presente en medio de los suyos, en medio de su Iglesia. Está presente en los sacramentos: es Él quien bautiza, es Él quien perdona los pecados. Está presente de manera especialísima en la Eucaristía, entregándose por amor a cada uno con su poder infinito. Está presente en los hermanos, sobre todo en los más pobres y necesitados. Está presente en la autoridad de la Iglesia. La vida cristiana no consiste en vivir unas ideas, por bonitas que fueran. El cristiano vive de una presencia que lo llena todo: la presencia viva de Cristo resucitado. Y el tiempo de Pascua nos ofrece la gracia para captar más intensamente esta presencia, para acogerla sin condiciones, para vivir de ella.
«Creían ver un fantasma». Lo que menos esperaban los discípulos era ver a Jesús vivo; tan mal preparados estaban psicológicamente para las apariciones que, si aceptaron la verdad de la resurrección de Jesús, fue, como dice san León Magno, «no sin vacilar». Aun creyendo en la Resurrección del Señor, pueden asaltarnos las mismas dudas que a los discípulos. Como a Jesús resucitado no le vemos, podemos tener la impresión de que su cuerpo resucitado sea algo poco real, algo ilusorio, como si fuera un fantasma, una sombra. Pero también a nosotros nos repite: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona». Jesús no está ya sometido a las leyes del espacio, del tiempo ni del movimiento en el espacio. El modo de existir del Resucitado no es ya el modo de existir del Jesús terrestre, del Jesús del viernes santo; sin embargo, es Él mismo que resucitado se identifica ante los suyos por las heridas que los clavos de la crucifixión dejaron en su cuerpo. El resucitado nos remite a las huellas de su pasión. Verdaderamente padeció, verdaderamente murió, verdaderamente ha resucitado. Es Él en persona, en carne y hueso. El mismo que recorrió los caminos de Palestina, que predicó, que curó a los enfermos, que murió en la cruz. El Resucitado es real. Vive de veras. Y mantiene su realidad humana, eso sí, glorificada. El tiempo de Pascua conlleva la gracia para conocer con más hondura la belleza de la realidad humana del Señor a la vez que su grandeza divina.
«Soy yo en persona». La resurrección no es una teoría, sino una realidad histórica. Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos, sino porque Él mismo realmente vive. La resurrección no es un mito ni un sueño, no es una visión ni una utopía, no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible: Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes, después de ser crucificado, fue bajado de la cruz y sepultado, ha salido vencedor de la tumba. También a nosotros, como a los discípulos del evangelio, pueden surgirnos dudas y pensar que Cristo es una idea, un fantasma, algo irreal. Pero Él nos asegura: «Soy yo mismo». No hay motivo para la duda o la turbación. Como entonces, también hoy Cristo se pone en medio de nosotros para infundirnos la certeza de su presencia. Más aún, quiere hacernos tener experiencia de ella al comer con nosotros. La eucaristía es contacto real con el Resucitado.
«Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Sin la gracia de Cristo la Biblia es un libro sellado, imposible de entender. Como a los primeros discípulos, también a nosotros Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender. Él es el Maestro que sigue explicándonos las Escrituras. Pero lo hace como Maestro interior, porque nos enseña e ilumina por dentro. Sólo podemos entender la Escritura si la leemos en presencia del Resucitado y a su luz. Sólo escuchándole a Él en la oración, sólo invocando su Espíritu, la Biblia deja de ser letra muerta y se nos ilumina como palabra de vida y salvación.
Las Escrituras iluminan el sentido de la pasión y muerte de Cristo. También a nosotros Cristo Resucitado nos remite y nos lleva a las Escrituras; ellas dan testimonio de Él, pues ellas contienen el plan eterno de Dios. Y lo mismo que ilumina los sufrimientos de Cristo, la Palabra de Dios nos da el sentido de todos los acontecimientos dolorosos y a primera vista negativos de nuestra existencia. Es necesario acudir a ella en busca de luz. Pero también pedir a Cristo que –como a los apóstoles– abra nuestra mente para comprender las Escrituras.
«Ustedes son testigos». El encuentro con el Resucitado nos hace testigos, capaces de dar a conocer lo que hemos experimentado. Si de verdad nos hemos encontrado con el Resucitado, tendremos que repetir lo que los apóstoles: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hc 4,20). En cambio, si no tenemos experiencia de Cristo, nuestra palabra será trompeta que hace ruido, pero es inútil, sonará a hueco.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Ser testigo de Cristo
es serlo de su Resurrección
(995 – 996)
Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección»; «haber comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos». La esperanza cristiana en la Resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.
Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones. «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
Resucitados con Cristo
(1002 – 1004)
Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo.
Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece escondida con Cristo en Dios. Con Cristo Jesús nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos. Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos manifestaremos con Él llenos de gloria.
Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; ahí es donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo?… No se pertenecen… Glorifiquen, por tanto, a Dios con su cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (Tertuliano).
«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon).
«Para mí es mejor morir en Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima …Déjenme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Dejad que el grano se muera
y venga el tiempo oportuno:
dará cien granos por uno
la espiga de primavera.
Mirad que es dulce la espera
cuando los signos son ciertos;
tened los ojos abiertos
y el corazón consolado:
si Cristo ha resucitado,
¡resucitarán los muertos!
Amén.