“De la más alta rama del tronco de David suscitó el Señor un renuevo”
Ez 17,22-24: “Ensalzó los árboles humildes”
2 Co 5,6-10: “En destierro o en patria nos esforzamos en agradar al Señor”
Mc 4,26-34: “Era la semilla más pequeña, pero se hace más alta que las demás hortalizas”
I. LA PALABRA DE DIOS
Muchos judíos en tiempos de Jesús esperaban una implantación pronta del reino de Israel. Un Mesías que inmediatamente, y de una vez por todas, y si era preciso de manera violenta, arreglase las cosas. Esto chocaba con las palabras y las maneras de hacer las cosas de Cristo. Dadas las dificultades evidentes con que tropieza su palabra y su actuación, Jesús se ve obligado a explicar que la fuerza del Reino de Dios es imparable; que aunque a veces parezca que no pasa nada, el resultado final será espectacular. El reino de Dios, que va desarrollándose lenta y trabajosamente en la historia humana, acabará imponiéndose inexorablemente.
El domingo undécimo nos presenta las parábolas de la semilla que crece por sí sola y del grano de mostaza. La primera insiste en el dinamismo del Reino de Dios: la semilla depositada en tierra tiene vigor para crecer; a pesar de las dificultades del entorno, Dios mismo está actuando y su acción es invencible. La segunda pone más de relieve el resultado impresionante a que ha dado lugar una semilla insignificante. «La semilla germina y va creciendo sin que el labrador sepa cómo». El Reino de Dios no llega de repente, sino que va creciendo a partir de unos comienzos ocultos. Y siempre por obra divina.
Una vez más queda de relieve que en la persona de Jesús se cumplen las profecías. El profeta Ezequiel anuncia que Dios se ocupará de dejar una rama verde de la que brote el Mesías, plantada «en un monte elevado». Y todos los pueblos se reunirán en Jerusalén («aves de toda pluma»); y todas las naciones («todos los árboles silvestres») reconocerán que todo ha sido obra de Dios.
Dios es la fuente de la vida y sólo el que vive en Dios tiene vida. El hombre que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, que está siempre frondoso y no deja de dar fruto; en cambio, el que confía en sí mismo es como un cardo en el desierto, totalmente seco y estéril. Es preciso descubrir que todo nos viene de Dios, que todo es gracia. Toda la vitalidad personal y toda la fecundidad –el dar fruto– dependen de estar o no injertados en Cristo. Y ello, a pesar de las dificultades, a pesar de la sequía y hostilidad del entorno, o a pesar de la vejez. Las lecturas de hoy han de acrecentar en nosotros el deseo de echar raíces en Dios para germinar, ir creciendo, y dar fruto abundante. Así testimoniaremos que «el Señor es justo», que en Él no hay maldad y que hace florecer incluso los árboles secos, hasta en los desiertos.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El anuncio del Reino de Dios
(541, 543, 544)
Jesús proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos. Pues bien, la voluntad del Padre es elevar a los hombres a la participación de la vida divina. Y lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra el germen y el comienzo de este Reino.
Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús.
El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres”. Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos”; a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.
¡Venga a nosotros tú Reino!
(2816 – 2820, 2632)
Esta petición es el «Marana Tha«, el grito del Espíritu y de la Esposa: «Ven, Señor Jesús«.
El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre.
La oración de petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el Apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.
“El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre «la carne» y el Espíritu.
Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.
En la oración del Señor –el Padre nuestro–, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo. Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo”.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
“Solo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡Venga a nosotros tu Reino!» Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡Venga tu Reino!»” (San Cirilo de Jerusalén).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
cuando tengamos la alegría
con un seguro entendimiento
y el aire sea como una luz
para las almas y los cuerpos,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos
Cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo,
cuando, al mirar lo que quisimos,
lo veamos claro y perfecto
y sepamos que ha de durar,
sin pasión, sin aburrimiento,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos
Cuando vivamos en la plena
satisfacción de los deseos,
cuando el Rey nos ame y nos mire,
para que nosotros le amemos,
y podamos hablar con él
sin palabras, cuando gocemos
de la compañía feliz
de los que aquí tuvimos lejos,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos
Cuando un suspiro de alegría
nos llene, sin cesar, el pecho,
entonces -siempre, siempre-, entonces
seremos bien lo que seremos
Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo, que es su Verbo,
gloria al Espíritu divino,
gloria en la tierra y en el cielo.
Amén.