Domingo XVII ordinario «B»


“Los ojos de todos te están aguardando, Señor, Tú les das la comida a su tiempo”

2R 4,42-44: “Comerán y sobrará”
Sal 144: “Abres tú la mano, Señor, y nos sacias”
Ef 4,1-6: “Un solo Cuerpo, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”

Jn 6,1-15: “Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron”

I. LA PALABRA DE DIOS

En los próximos domingos (del 17º a 21º) se interrumpe la lectura continua del evangelio de san Marcos, para leer el capítulo 6 del de san Juan. El texto de san Juan narra el mismo hecho que venía inmediatamente a continuación en san Marcos –la multiplicación de los panes–, aunque desarrollándolo en una amplia catequesis eucarística, que se conoce como “el discurso del Pan de Vida”.

Jesús se manifiesta en el evangelio de hoy alimentando a la multitud. Pero al pronunciar la acción de gracias y repartir el alimento perecedero, Jesús está ya apuntando al «alimento que permanece para la vida eterna». También éste nos viene de su providencia amorosa que, más que la salud del cuerpo, quiere la santidad de los que el Padre le han confiado. Cuando san Juan dice que «estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos», no lo hace en vano, porque piensa en la Eucaristía. También usa el término «dijo la acción de gracias» en lugar de «alabó o bendijo» que emplean los otros evangelistas en la narración de la primera multiplicación de los panes.

El entusiasmo final de las gentes, fruto de «la señal milagrosa» que Jesús había hecho, aunque lejos de la verdadera profundidad de la misma, hace que se marche al monte Él solo. El Señor no ha venido a recoger aplausos populistas, ni a organizar ninguna revolución subversiva, sino a hacer la voluntad del Padre; a dar vida, entregándola.

Jesús captó muy bien lo que querían decir los judíos señalándole como «el profeta que había de venir»: “el enviado de Dios para librarnos del yugo extranjero”. Y huyó «a la montaña, Él sólo», por las connotaciones políticas del intento de los judíos. Su reino no era el deseado por los fariseos ni el buscado violentamente por los zelotes –aunque para el grupo de Los Doce no tuvo reparo en elegir a un zelote, Simón el cananeo (y, tal vez, también Judas, el traidor)–. Es que el judaísmo entendía la realeza del Mesías tal como se decía en la sinagoga: “ciñe sus lomos y sale contra sus enemigos y mata reyes y príncipes; enrojece los montes con la sangre de sus muertos y blanquea los collados con la grasa de sus guerreros; sus vestidos están envueltos en sangre”. Este era llamado por san Jerónimo el “error judaico”, presente en todos las formas de mesianismo terreno, desde entonces hasta hoy.

El Salmo 144 es un himno que canta a Dios como Señor del universo, alabando su señorío y su poder, su bondad y providencia, su misericordia y amor con todos. Aunque se recuerdan sus obras, es a Él mismo a quien se canta, como autor de todas ellas.

El versículo elegidos para salmo responsorial en la liturgia de hoy –«Abres tú la mano, Señor, y nos sacias»– nos hace caer en la cuenta del cuidado providente de Dios, que da el alimento necesario y sacia de favores a todas sus criaturas. Es un aspecto del pastoreo de Dios que contemplábamos el domingo pasado. El salmo insiste –repite varias veces el adjetivo «todo»– en la “totalidad”: “todas” las acciones de Dios en “todas” las épocas están marcadas por este amor providente; y no sólo los hombres, sino “todas” las criaturas: nada ni nadie queda excluido. Por eso, «los ojos de todos te están aguardando». ¿También los nuestros? Y su providencia nunca se equivoca –«les das la comida a su tiempo»–, ya que «el Señor es bondadoso en todas sus acciones». También cuando en nuestra vida aparece la necesidad o el dolor.

Al comprobar algunos males que aquejan al mundo de hoy (hambre, miseria, enfermedades, guerras, injusticias, incultura, ignorancia religiosa…) podemos sentir desaliento o impotencia. Creemos que tiene que haber una salida, pero no sabemos cuál. Hasta tenemos el peligro de desentendernos y no mirar porque pensamos que la solución a tan grandes problemas no depende de nosotros, tan limitados. Pero, en el Evangelio no se llama a nadie a hacer milagros. Los milagros los hace el Señor. Pero para hacerlos quiso requerir la colaboración generosa de «un hombre de Baal–Salisá» y de «un muchacho que tenía cinco panes y dos peces», que pusieron al servicio del Señor lo poco que tenían, e hicieron posible que el Señor realizara sus milagros.

Cristo multiplicó los panes, signo de la Eucaristía, para que nosotros compartamos su Reino y los bienes con los demás. Estamos llamados a ser colaboradores de la Providencia divina para nuestros hermanos los hombres, tanto en el alimento corporal, como en el espiritual. Y, como Él, sin buscar aplausos o reconocimientos humanos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los signos del pan y del vino en la Eucaristía (1333 – 1351)

En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ázimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios. Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El “cáliz de bendición”, al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén.

Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía.

Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre. El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor. Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento.

Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz. En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de él, hasta su retorno glorioso, lo que él hizo la víspera de su pasión. Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino, fruto “del trabajo del hombre”, pero antes, “fruto de la tierra” y “de la vid”, dones del Creador.

En la presentación de las ofrendas (el ofertorio) se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico, en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, “tomando pan y una copa”. “Sólo la Iglesia presenta esta oblación, pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene de su creación” (S. Ireneo). La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. Él es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios.

Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta, siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas” (San Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre

Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado

¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria.

Amén.

2 comentarios en “Domingo XVII ordinario «B»

  1. Daniel Coronel

    La dinamica de la lectio y de los comentarios acerca de la Palabra dominical son muy importantes y creo que ustedes saben llegar a la gente con sus relfexiones y puesta a la vida practica de neustra vivencia de la Fe. soy P. Daniel SDB peruano que trabajo con la comunidad latinoamericana en genova – Italia. gracias por su valioso apoyo pastoral.

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  2. María Constanza Reyes

    Tengo un largo caminar en la fe, cerca de 43 años y recién hace pocos meses tomé el valor de vivir en la gracia del Señor para poder comulgar en las Eucaristías porque no lo podía hacer porque convivía con hombre muy bueno, pero es separado y no nos podíamos casar,,,, pero Jesús permitió que lo prefiriera a Él, porque su pan, es el que me alimenta, el que me da la vida verdadera.

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