DOMINGO XXXIII ORDINARIO “B”



“Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas”

Dn 12,1-3: “Por aquel tiempo se salvará tu pueblo”
Sal 15,5 -11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”
Hb 10,11-14.18: “Con una sola ofrenda ha perfeccionado a los que van siendo consagrados”

Mc 13,24-32: “Reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos”

I. LA PALABRA DE DIOS

La expresión «los inscritos en el libro», de la primera lectura, podría referirse no sólo a los que soporten los malos tiempos próximos, sino también a todos aquellos que conozcan y acepten los nuevos tiempos, los mesiánicos. Además el texto sostiene que «los que enseñaron a muchos la justicia», esto es, el camino de Dios, «brillarán toda la eternidad».

El evangelio del domingo trigésimo tercero, ya al final del tiempo Ordinario y del año litúrgico, nos propone un fragmento del discurso escatológico (sobre el tiempo final) de Jesús. La afirmación fundamental es la aparición del «Hijo del hombre», que se dirige a los ángeles para que reúnan a «sus elegidos de los cuatro vientos». Nos invita a fijar nuestra mirada en las realidades últimas, en la intervención decisiva de Dios en la historia de la humanidad.

«Sabed que Él está cerca». Lo que se afirma es la certeza de la venida gloriosa de Cristo, al final de los tiempos, para reunir a los elegidos que le han permanecido fieles en medio de las tribulaciones. Nosotros tendemos a olvidarnos de esto, como si estuviéramos muy lejos, como si no fuera con nosotros. Sin embargo, la palabra de Dios considera las cosas de otra manera: «El tiempo es corto» y «la apariencia de este mundo pasa» (1Cor 7,29.31). El Señor está cerca –«a la puerta»– y no podemos hacernos los desentendidos. El que se olvida de esta venida decisiva de Cristo para pedirnos cuentas, es un necio.

«Está cerca, ya está a la puerta»: ¿el Hijo del Hombre?; ¿el final del mundo? Más que anunciar el fin de este mundo visible, antes de acabarse «esta generación» (la contemporánea de Jesús), se anuncia que la historia humana entra en la última etapa de la “Historia Sagrada”: la etapa que se extiende a lo largo de la Historia de la Iglesia.

«El día y la hora nadie lo sabe». Al contrario de muchas de las sectas actuales, que van poniendo fechas al fin del mundo, Jesús siempre se negó a dar la fecha de su segunda venida. Aquí afirma que la desconoce; puede ser un recurso pedagógico para poner de relieve una prerrogativa divina: sus oyentes sabían, y lo repetía la literatura de la época, que sólo Dios conoce el momento final. Como Dios que era, Jesús sabía el momento de la consumación de la historia; en cuanto hombre, podía saberlo, pero sin tener la misión de revelarlo (algo así como un “secreto profesional”), o podía no saberlo, lo mismo que ignoraba, por su verdadera limitación de criatura humana, otras cosas que no eran necesarias para llevar a cabo su misión. San Efrén decía: Jesús ocultó ese dato para que estemos vigilantes y cada uno de nosotros piense que ese acontecimiento sucederá durante su vida.

Jesús tiene conciencia de su ser eterno, que da valor único a toda su actividad. Jesús no da fechas, pero garantiza el cumplimiento infalible de su palabra e invita a la vigilancia, con la atención puesta en los signos que irán sucediendo. Este acontecimiento final y definitivo dará sentido a todo el caminar humano y a todas sus vicisitudes.

Dios ha ocultado el momento y también este hecho forma parte de su plan infinitamente sabio y amoroso. No es para cogernos de sorpresa, como si buscase nuestra perdición. Lo que busca es que estemos vigilantes, atentos, «para que ese día no nos sorprenda como un ladrón» (1Tes 5,4). No se trata de temor, sino de amor. Es una espera hecha de deseo, incluso impaciente. El verdadero cristiano es el que «anhela su venida» (2Tim 4,8).

A quienes viven con una mentalidad de disfrute y consumo les resulta verdaderamente incómodo plantearse la perspectiva del más allá. Lo que preocupa es lo inmediato. La mirada hacia el más allá, que para muchos ofrece incertidumbre e inseguridad, para el cristiano es de esperanza, de deseo confiado.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El glorioso advenimiento de Cristo
(673, 680)

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente, aun cuando a nosotros no nos toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad. Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios.

El triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal.

La última prueba de la Iglesia
(675 – 677)

Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne.

Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico.

La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el Cielo a su Esposa. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa.

El juicio final
(1038 – 1042)

La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores, precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles,… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31. 32. 46).

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena.

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación» (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la «bienaventurada esperanza» (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído» (2 Ts 1, 10).

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado. La Iglesia llegará a su perfección sólo en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo de la restauración universal, y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“Cristo, Dios nuestro e Hijo de Dios, la primera venida la hizo sin aparato; pero en la segunda vendrá de manifiesto. Cuando vino callando, no se dio a conocer más que a sus siervos; cuando venga de manifiesto, se mostrará a buenos y malos. Cuando vino de incógnito, vino a ser juzgado; cuando venga de manifiesto, ha de ser para juzgar. Cuando fue reo, guardó silencio, tal como anunció el profeta: «No abrió la boca como cordero llevado al matadero». Pero no ha de callar así cuando venga a juzgar. A decir verdad, ni ahora mismo está callado para quien quiera oírle” (San Agustín).

“Todo el mal que hacen los malos se registra –y ellos no lo saben–. El día en que «Dios no se callará» (Sal 50, 3) … Se volverá hacia los malos: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí»” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh Jesucristo, Redentor de todos,
que, antes de que la luz resplandeciera,
naciste de tu Padre soberano
con gloria semejante a la paterna.

Tú que eres luz y resplandor del Padre
y perpetua esperanza de los hombres,
escucha las palabras que tus siervos
elevan hasta ti de todo el orbe.

La tierra, el mar, el cielo y cuanto existe
bajo la muchedumbre de sus astros
rinden tributo con un canto nuevo
a quien la nueva salvación nos trajo.

Y nosotros, los hombres, los que fuimos
lavados con tu sangre sacratísima,
celebramos también, con nuestros cantos
y nuestras alabanzas, tu venida.

Gloria sea al divino Jesucristo,
que nació de tan puro y casto seno,
y gloria igual al Padre y al Espíritu
por infinitos e infinitos tiempos.

Amén.

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