DOMINGO DE RAMOS “C”



«Murió por nuestros pecados, según las Escrituras»
Lc 19,28-40 (Procesión): Bendito el que viene en nombre del Señor
Is 50,4-7: No oculté el rostro a insultos; y sé que no quedaré avergonzado
Sal 21,8-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Flp. 2,6-11: Se rebajó a sí mismo; por eso Dios lo levantó sobre todo

Lc 22,14-23,56: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas

I. LA PALABRA DE DIOS

La lectura de la Pasión según san Lucas –que hemos de releer y meditar abundantemente en estos días– quiere llevarnos a mirar a Jesús, para aprender de Él a ser verdaderos discípulos. El relato comienza en la última Cena, como invitándonos a interpretar los dos acontecimientos en mutua referencia. San Lucas subraya el carácter sacrificial de la Cena: sacrificio expiatorio, sacrificio de la Nueva Alianza y sacrificio memorial de la Nueva Pascua. La traición de Judas, uno de los Doce, nos pone en guardia frente a nosotros mismos, que también podemos traicionar al Señor. Y lo mismo ocurre con la negación de Pedro, que desenmascara la tentación que aparece en cada corazón: no querer cuentas con un Maestro que se abaja hasta ese punto. Sin embargo, la mirada de Jesús, que se vuelve hacia él, alcanza su conversión, y las lágrimas de Pedro, pecador arrepentido, indican la manera como el discípulo debe participar en la pasión del Salvador.

San Lucas insiste más que ningún otro evangelista en la inocencia de Jesús, para sacar así la lección de que los discípulos no deben extrañarse de que sean arrastrados a los tribunales por su fidelidad a la voluntad de Dios. Más aún, siendo inocente, Jesús muere perdonando a sus asesinos y confiando en el Padre, en cuyas manos se abandona totalmente. También los cristianos deberán seguir este doble ejemplo, asociándose de cerca a la pasión de su Salvador.

Finalmente, san Lucas subraya la eficacia del sacrificio de Cristo: la cruz de Jesús transforma el mundo produciendo la conversión de los corazones y abriendo a los hombres el Paraíso. Junto al buen ladrón, cada uno de nosotros es invitado a considerar los sufrimientos de Jesús y a hacer examen de conciencia –«lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada »– para poder oír de labios del mismo Jesús: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

II. LA FE DE LA IGLESIA

La subida a Jerusalén y la entrada mesiánica
(557 – 562)

La entera vida de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación total del sacrificio en la cruz por la salvación del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación.

Los discípulos de Cristo deben asemejarse a Él hasta que Él crezca y se forme en ellos. Por eso somos integrados en los misterios de su vida: con él estamos identificados, muertos y resucitados hasta que reinemos con él.

En el tiempo establecido, Jesús decide subir a Jerusalén para sufrir su Pasión, morir y resucitar. Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su Padre». Como Rey-Mesías, entra en la ciudad montado sobre un asno, no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad; y es acogido por los pequeños, cuya aclamación es recogida por el “Santo” de la Misa para introducir al memorial de la Pascua del Señor: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! (¡Sálvanos!)». Con la entrada en Jerusalén, Jesús manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.

La muerte de Jesús, designio divino de salvación
(599 – 605)

Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio del Siervo doliente (Is 53,7-8), la muerte redentora de Jesús tuvo lugar según las Escrituras.

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios. Pero esto no significa que los que entregaron a Jesús fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano. Dios, para quien todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad, establece su designio eterno de salvación incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia.

A fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa, que precede a todo mérito por nuestra parte, de enviar a su Hijo, en la condición de esclavo –la condición de la humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado–, para que se entregara a la muerte por los pecadores. Dios «a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). Es decir, Jesús no conoció la reprobación, como si él mismo hubiese pecado, sino que, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió –desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado– hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8). Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción. La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles, enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo.

La ofrenda de Cristo por nuestros pecados
(606 – 618)

Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora. Su Pasión es la razón de ser de su Encarnación. Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su designio de salvación. Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, con su sufrimiento y su muerte, manifiesta cómo su humanidad fue el instrumento libre y perfecto del Amor divino, que quiere la salvación de todos los hombres. Aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y por amor –hasta el extremo– a los hombres que el Padre quiere salvar.

Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la Cena tomada con los Doce Apóstoles la víspera de su Pasión. En la última Cena Jesús anticipa, es decir, significa y realiza anticipadamente, la oblación libre de sí mismo al Padre, por la salvación de todos los hombres: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros», «ésta es mi sangre que será derramadapara remisión de los pecados …haced esto en memoria mía». De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la Eucaristía como «memorial» de su sacrificio, y a sus Apóstoles como sacerdotes de la nueva Alianza.

El cáliz de la Nueva Alianza, que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní, haciéndose obediente hasta la muerte. En el huerto de Getsemaní –a pesar del horror que suponía la muerte para la humanidad absolutamente santa de Aquél que es el autor de la vida– la voluntad humana del Hijo de Dios se adhiere a la voluntad del Padre; acepta su muerte como redentora: para salvarnos, acepta llevar nuestros pecados en su cuerpo hasta la cruz.

El sacrificio de Cristo es ante todo un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos con él. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.

La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual –que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres– y el sacrificio de la Nueva Alianza –que devuelve al hombre a la comunión con Dios–. Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo del Hijo de Dios –que nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida– es el que confiere su valor al sacrificio de Cristo –Cabeza de toda la humanidad– y reconcilia a la humanidad entera con el Padre, sustituyéndonos –reemplazando nuestra desobediencia con su obediencia– y satisfaciendo por nuestros pecados. Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y les abre a la comunión con Dios.

Nuestra participación constante en el sacrificio de Cristo
(2028 – 2029; 618)

«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Todos los fieles son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Al llamar a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle, Jesús quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios.

Participación sacramental
(1227; 1362-1372)

Según el apóstol S. Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo, es sepultado y resucita con él.

La Eucaristía es memorial del sacrificio de Cristo, en el sentido de que hace presente y actual el sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez por todas, sobre la cruz en favor de la humanidad. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las mismas palabras de la institución: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros» y «Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre, que se derrama por vosotros». El sacrificio de la cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse: de manera cruenta en la cruz, incruenta en la Eucaristía.

El misterio de Cristo es celebrado por la Iglesia en la Eucaristía; y el Espíritu Santo lo hace vivir en la contemplación para que sea manifestado por medio de la caridad en acto.

Participación contemplativa
(2718-2719)

La contemplación es silencio. En este silencio, insoportable para el hombre «exterior», el Padre nos da a conocer a su Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos hace partícipes de la oración de Jesús. La contemplación es una comunión de amor portadora de vida para la multitud, en la medida en que se acepta vivir en la noche de la fe. La noche pascual de la resurrección pasa por la de la agonía y la del sepulcro. Son tres tiempos fuertes de la Hora de Jesús que su Espíritu (y no la «carne que es débil») hace vivir en la contemplación. Es necesario consentir en «velar una hora con él».

Participación en la muerte
(1005-1014)

Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios, sin pecado mortal. Así el creyente en Cristo, siguiendo su ejemplo, puede transformar la propia muerte en un acto de obediencia y de amor al Padre. «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él» (2 Tm 2, 11).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando se hizo hombre recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán… lo recuperamos en Cristo Jesús» (S. Ireneo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Dichosa cruz que con tus brazos firmes,
en que estuvo colgado nuestro precio,
fuiste balanza para el cuerpo santo
que arrebató su presa a los infiernos.

Ella sostuvo el sacrosanto cuerpo
que, al ser herido por la lanza dura,
derramó sangre y agua en abundancia
para lavar con ellas nuestras culpas.

A ti, que eres la única esperanza,
te ensalzamos, oh cruz, y te rogamos
que acrecientes la gracia de los justos
y borres los delitos de los malos.

Amén.

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