DOMINGO II DE PASCUA “C”



«¡Dichosos los que crean sin haber visto!»

Hch 5, 12-16: Crecía el número de los creyentes
Sal 117,2-4. 22-27a: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia
Ap 1, 9-11. 12s. 17-19: Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos

Jn 20, 19-31: A los ocho días, se les apareció Jesús

I. LA PALABRA DE DIOS

«Señor mío y Dios mío». Jesús condesciende con las exigencias de Tomás, sin forzarlo a convencerse. La fe sigue siendo libre. La actitud final de Tomás en el evangelio –su espléndida confesión de fe en la divinidad de Jesús– nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto» –El Señor «se deja encontrar por quienes no le exigen pruebas, se revela a los que no desconfían de él» (Sb 1,2); fe, a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos. Y adoración, porque Cristo es, en cuanto hombre, «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.

«Un domingo caí en éxtasis…» Ya desde los primeros tiempos del cristianismo, el día del Señor es momento privilegiado para hacer experiencia de Cristo Resucitado. El misterio divino-humano cristaliza en un Día, en el que todo eso sucede, «el primero de la semana» y «a los ochos días».También hoy el domingo es el día por excelencia en que Cristo se comunica y actúa. Estamos llamados, sobre todo en este tiempo de Pascua, a vivir el día del Señor como día de gracia, a experimentar la presencia y la potencia del Resucitado. El domingo es sacramento del Resucitado. El domingo marca la identidad del cristiano. Nos hemos dejado robar el domingo por la sociedad secularizada y consumista, y hay que recuperarlo.

«…en medio de las siete lámparas de oro». Es en la celebración litúrgica, y especialmente en la Eucaristía, donde Cristo se manifiesta y actúa. La liturgia no son ritos vacíos, sino la presencia viva y eficaz del Resucitado. Si descubriéramos –y experimentásemos– esta presencia y esta acción, nos sería mucho más fácil vivir las celebraciones; y, sobre todo, recibiríamos su gracia abundante transformando nuestra vida, pues la liturgia es el cielo en la tierra.

«Soy el primero y el último». Cristo resucitado se nos manifiesta como Señor absoluto de la historia y de los acontecimientos. Todo está bajo su control, de principio a fin. Tiene las llaves de la muerte y del infierno. Es el Señor, sin límites ni condicionamientos. ¿Cómo no vivir gozoso bajo su dominio? ¿Cómo ser pesimistas?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Las apariciones del Resucitado
(641 – 647)

La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena, como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es «el hombre celestial».

Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto y el compartir la comida. Les invita así a reconocer que Él no es un espíritu, pero sobre todo a que comprueben que su cuerpo resucitado es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión. Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere.

La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos testigos de la Resurrección de Cristo son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: están las santas mujeres y Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles.

Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos y asustados. Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y sus palabras les parecían como desatinos. Cuando se manifiesta a los once en la tarde de Pascua Jesús les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Por esto no tiene consistencia la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles.

El Domingo: el Día del Señor
(1163 – 1167; 2174 – 2179)

La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón “día del Señor” o domingo. Cada semana, la Iglesia conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Al conmemorar así los misterios de la redención, la Iglesia abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes, en cierto modo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación durante todo el tiempo.

El domingo es por excelencia el día de la Asamblea litúrgica, en que los fieles deben reunirse para –escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía– recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios. El «banquete del Señor» –la Eucaristía– es el centro del domingo, porque es aquí donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete. La carta a los Hebreos dice: «No abandonéis vuestra asamblea, como algunos acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente» (Hb 10, 25).

El Domingo, día de precepto y descanso
para el encuentro con el Señor y con los hermanos
(2180 – 2188)

La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños…) o dispensados por su pastor propio (el obispo o el párroco). Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave.

La participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo.

Así como Dios «cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho», así también la vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso y de solaz suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa.

El domingo se distingue expresamente del sábado, al que sucede cronológicamente cada semana, y cuya prescripción litúrgica reemplaza para los cristianos. Realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios.

Durante el domingo, y las otras fiestas de precepto, los fieles se abstendrán de entregarse a trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de misericordia, el descanso necesario del espíritu y del cuerpo. Los cristianos que disponen de tiempo de descanso deben acordarse de sus hermanos que tienen las mismas necesidades y los mismos derechos y no pueden descansar a causa de la pobreza y la miseria.

El domingo está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos. Los cristianos deben santificar también el domingo dedicando a su familia el tiempo y los cuidados difíciles de prestar los otros días de la semana. El domingo es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana.

Las necesidades familiares o una gran utilidad social constituyen excusas legítimas respecto al precepto del descanso dominical. Los fieles deben cuidar de que legítimas excusas no introduzcan hábitos perjudiciales a la religión, a la vida de familia y a la salud. Cada cristiano debe evitar imponer sin necesidad a otro lo que le impediría guardar el día del Señor. Cuando las costumbres (deportes, restaurantes, etc.) y los compromisos sociales (servicios públicos, etc.) requieren de algunos un trabajo dominical, cada uno tiene la responsabilidad de dedicar un tiempo suficiente al descanso. A pesar de las presiones económicas, los poderes públicos deben asegurar un tiempo destinado al descanso y al culto divino. Los patronos tienen una obligación análoga con respecto a sus empleados.

Los cristianos deben esforzarse por obtener el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales en el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos. Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana. Si la legislación del país u otras razones obligan a trabajar el domingo, este día debe ser al menos vivido como el día de nuestra liberación que nos hace participar en esta «reunión de fiesta», en esta «asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos» (Hb 12, 22-23).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por Él y por su muerte» (San Ignacio de Antioquía).

«Ir temprano a la iglesia, acercarse al Señor y confesar los pecados, arrepentirse en la oración, asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la despedida. Lo hemos dicho con frecuencia: este día nos es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En Él exultamos y nos gozamos» (Antiguo autor anónimo).

«No puedes orar en casa como en la iglesia, donde son muchos los reunidos, donde el grito de todos se eleva a Dios como desde un solo corazón. Hay en ella algo más: la unión de los espíritus, la armonía de las almas, el vínculo de la caridad, las oraciones de los sacerdotes» (S. Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Es domingo; la alegría
del mensaje de la Pascua
es la noticia que llega
siempre y que nunca se gasta

Es domingo; la presencia
de Cristo llena la casa:
la Iglesia, misterio y fiesta,
por El y en El convocada

Es domingo; «este es el día
que hizo el Señor», es la Pascua,
día de la creación
nueva y siempre renovada

Es domingo; de su hoguera
brilla toda la semana
y vence oscuras tinieblas
en jornadas de esperanza

Es domingo; un canto nuevo
toda la tierra le canta
al Padre, al Hijo, al Espíritu,
único Dios que nos salva.

Amén

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