DOMINGO XXXI ORDINARIO “C”



«Cristiano, reconoce tu dignidad»

Sb 11, 23-12,2: Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres.
Sal 144, 1-14: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
2 Ts 1, 11-2,2: Que Jesús nuestro Señor sea su gloria y ustedes sean la gloria de Él.
Lc 19, 1-10: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

I. LA PALABRA DE DIOS

El libro de la Sabiduría describe la infinita misericordia y bondad de Dios Padre sobre los hombres.

Comenzamos la lectura de la segunda carta a los Tesalonicenses que trata sobre el fin de los tiempos.

En el Evangelio, antes de llegar Jesús a Jerusalén pasó por Jericó; allí mostró una vez más su misericordia acercándose al pecador más marginado, el jefe de los recaudadores, Zaqueo, llamándolo y propiciando su conversión.

Zaqueo es presentado con discretas pinceladas humorísticas: «era bajo de estatura», fracasa en sus intentos y queda ahogado entre «la gente» “normal”, pero su deseo de ver a Jesús –no precisamente de ser visto por Él– es más fuerte que el respeto humano: corre aparatosamente para adelantarse al gentío y sube gateando al primer árbol.

«Trataba de distinguir quién era Jesús, … Jesús levantó los ojos». Aquí hay un juego de miradas: Zaqueo intentaba ver a Jesús; y «para verlo» trepó al árbol; no sospechaba que la iniciativa de ver la tiene el Señor. Y hay también un juego de subir y de bajar, físico y espiritual: Zaqueo ha subido para ver, Jesús le manda bajar; se repite el estilo salvador de Dios, proclamado treinta años antes por María.

«Hoy tengo que alojarme en tu casa». Sorprende la actitud de Jesús que toma la iniciativa. Zaqueo no le ha pedido nada, simplemente tenía curiosidad por conocer a ese Jesús de quien probablemente había oído hablar. Pero Jesús se le adelanta, se autoinvita. Él también quiere vivir contigo, entrar en tu casa, permanecer en ella. ¿Le dejas? «Estoy a la puerta llamando; si alguno me oye y abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Jesús desea ante todo la intimidad contigo. Precisamente «hoy», ahora.

«…en casa de un pecador». Una vez más Jesús rompe todas las barreras. Los fariseos –los más cumplidores y los maestros espirituales del pueblo judío– no osaban juntarse con los publicanos, pecadores públicos; cuánto menos entrar en sus casas: se contaminarían. Pero Jesús se acerca sin prejuicios, a pesar de las murmuraciones.

«Restituiré cuatro veces más». La Misná (explicación de la Ley antigua judía) decía: “la regla de restituir el doble (Cf. Ex 22,6) se aplica más frecuentemente que la de restituir el cuádruplo o el quíntuplo” (Cf. Ex 21,37). Pero la ley antigua quedaba corta para el alma bien dispuesta de Zaqueo, hombre de muy buena estatura espiritual.

«Hoy ha sido la salvación de esta casa». La entrada de Jesús no le contamina; por el contrario, Jesús «contagia» a Zaqueo la salvación, porque donde entra el Salvador entra la salvación. Por eso Zaqueo, sorprendido por este amor gratuito e incondicional, le recibe «muy contento». Y promete cambiar de vida. Sin que Jesús le exija –ni tan siquiera le insinúe– nada. Ha sido convencido por la fuerza del amor. El que los fariseos daban por perdido –hasta el punto de no acercarse a él– ha sido salvado. Pues Jesús ha venido precisamente para eso: «a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Su sola presencia transforma; también a ti. En la medida en que le dejes entrar en tu vida irás viendo cómo toda ella se renueva.

A partir del episodio de la conversión de Zaqueo descubrimos: 1º.- a Cristo, imagen perfecta del amor misericordioso de Dios, proclamado en la primera lectura; 2º.- al pecador, que recibe el abrazo del perdón y la conversión; 3º.- la vocación del convertido: ser –como el Señor que le ha perdonado– compasivo y misericordioso.

La vida en Cristo o vida moral tiene estos mismos principios: ser perfectos como el Padre celestial es perfecto; en Cristo está el Camino, la Verdad y la vida; el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, nos da la dignidad de participar de la misma naturaleza divina y vivir como Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La vida en Cristo
(1691 – 1696)

En el Símbolo de la fe (el Credo) profesamos la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su Creación, y más aún, por la Redención y la Santificación. Lo que confesamos por la fe, los sacramentos nos lo comunican: por los sacramentos que nos han hecho renacer, hemos llegado a ser hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Los cristianos, reconociendo en la fe nuestra nueva dignidad, somos llamados a llevar en adelante una vida digna del Evangelio de Cristo. Por los sacramentos y la oración recibimos la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que nos capacitan para ello.

Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre. Vivió siempre en perfecta comunión con Él. De igual modo sus discípulos somos invitados a vivir bajo la mirada del Padre «que ve en lo secreto» para ser «perfectos como el Padre celestial es perfecto».

Incorporados a Cristo por el bautismo, estamos «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús», participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con Él, los cristianos podemos ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor», conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» y siguiendo sus ejemplos.

«Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios», «santificados y llamados a ser santos», los cristianos se convierten en «el templo del Espíritu Santo». Este «Espíritu del Hijo» nos enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en nosotros, nos hace obrar para dar «los frutos del Espíritu» por la Caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz», «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo.

Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia. El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición». La parábola evangélica de “los dos caminos” está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación.

La vida moral o vida según Cristo
(1697 – 1698)

Es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo.

La “vida nueva” en Él será:

– una vida en el Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida;

– una vida en gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna;

– una vida según las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre;

– una vida que reconoce y rechaza el pecado y recibe el perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar esta verdad;

– una vida de virtudes humanas (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) que haga experimentar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien;

– una vida de virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el ejemplo de los santos;

– una vida en del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo (los Diez Mandamientos);

– una vida eclesial, pues en los múltiples intercambios de los “bienes espirituales” en la “comunión de los santos” es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse.

La referencia primera y última de esta nueva forma de vida será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida». Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo podemos esperar que Él realice en nosotros sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicemos las obras que corresponden a nuestra dignidad de cristianos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Les ruego que piensen que Jesucristo, Nuestro Señor, es su verdadera Cabeza, y que ustedes son uno de sus miembros. Él es con relación a ustedes lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es de ustedes, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y deben usar de ellos como de cosas que son de ustedes, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Ustedes son de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en ustedes, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él» (S. Juan Eudes).

«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del reino de Dios» (S. León Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu Cuerpo, Señor, y tu Palabra
en el desierto de mi corazón.

Amén

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