Mt 25,1-13: «Que llega el esposo, salgan a recibirlo».
I. LA PALABRA DE DIOS
En estas últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos presenta como la llegada del Esposo.
«No se aflijan como los hombres sin esperanza». Hay un dolor por la muerte de los seres queridos que es natural y totalmente normal. Pero también hay un tipo de tristeza que no tiene nada de cristiana y que sólo refleja falta de fe y de esperanza. El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los muertos resucitarán.
«A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». En esto se decide todo: en «morir en el Señor«. Para el cristiano, la verdadera tristeza no es la causada por el hecho de morir, sino por morir fuera de Jesús; porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte segunda», la muerte definitiva en los horrores del infierno por toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a «verdes praderas» para hacerlos descansar. El que muere en el Señor no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo, «se pierde a sí mismo».
El título de «Esposo», que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento, Jesús lo toma para sí. Sin entrar en mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de profunda intimidad amorosa que Cristo-esposo establece con la Iglesia, su esposa y —en ella— con cada cristiano. Mientras llega ese momento, cada cristiano, y toda la Iglesia, debe estar vigilante.
El cristiano –según esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo que brota del amor y que le hace obrar en consecuencia para tener suficiente aceite. Por tanto, es una espera amorosa y activa. Y no es una espera de estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara, sale al encuentro.
«Mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Esta respuesta sería egoísta si sólo se tratara de aceite material. Pero aquí tiene un sentido mucho más profundo: se trata de salvación o condenación, y nadie debe pensar que su respuesta personal a Cristo van a darla otros por él.
«Y se cerró la puerta». Es el dato más dramático de toda la parábola. Muchos de los invitados se quedarán fuera y para siempre. A un cristiano no lo salva automáticamente el hecho de pertenecer a la Iglesia por el bautismo, ni el estar invitado a las bodas del cielo, ni la sola fe en Jesús como su salvador personal («Señor, Señor, ábrenos»), sino el tener encendida la antorcha del amor en el momento de su muerte, a la llegada del Esposo.
Precisamente, la parábola pone el acento en esta atención vigilante (esperanza) a Cristo que viene, para estar preparado, con suficiente aceite de buenas obras de amor para que arda la lámpara de la fe. La lámpara sin aceite se apaga, «la fe sin obras está muerta».
Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea, como la esposa fiel desea la vuelta del esposo que marchó de viaje. Sólo la esposa infiel teme la llegada del esposo. El cristiano no se entristece por la muerte «como los hombres sin esperanza». La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que será despertado y experimentará la dicha de «estar siempre con el Señor». Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero creyente vive aguardando serenamente el momento del encuentro con el divino Esposo, la vuelta de Jesús desde el cielo.
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Señor Jesucristo»
(672)
El Reino de Cristo, está presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado. Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: «Ven, Señor Jesús.» Nosotros vivimos el entretiempo que media de la primera a la segunda venida del Señor. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tristeza» y la prueba del mal, que afecta también a la Iglesia, e inaugura los combates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia.
La espera en vigilia:
(2612; 2849; 2699)
«Vigilia» es un término clásico del lenguaje cristiano para designar un tiempo largo dedicado a la oración en las horas de la noche. Tiempo de silencio exterior y de riqueza interior, porque es espera del Señor y todo se mira desde su próxima venida (Parusía). Tiempo simbólico que remite a la venida del Señor en la muerte de cada uno y al fin de los tiempos.
Jesús –«el Reino de Dios está próximo»– llama a la conversión y a la fe, pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a aquél que «es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate; y velando en la oración es como no se cae en la tentación.
Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del «Tentador», desde el principio y en el último combate de su agonía. En la petición a nuestro Padre «no nos dejes caer en la tentación«, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es guarda del corazón, y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela».
El Señor conduce a cada persona por los caminos de la vida y de la manera que Él quiere. Cada fiel, a su vez, le responde según la determinación de su corazón y las expresiones personales de su oración. No obstante, la tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.
El retorno del Señor es gozoso: se compara a un banquete de bodas y, al mismo tiempo, abre un gran interrogante: decide la suerte eterna que cada uno se ha labrado durante la propia vida. El entretiempo actual es tiempo de oración vigilante. En su centro, la Plegaria eucarística y la comunión, esperando la venida del Señor.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes’» (Lumen gentium, 48).
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos» (Misal Romano).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen.
Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite.
¡Cómo golpearon las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!
Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen.
Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre.
Amén.