DOMINGO XXXIV ORDINARIO “A”


 
JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO 
 
 «Volverá el Señor, Rey del universo, y separará a unos de otros»
 
Ez 34,11s.15-17: «A ustedes, ovejas mías, las voy a juzgar«
Sal 22, 1-6: «El Señor es mi pastor, nada me falta«
1Co 15,20-26a.28: «Devolverá el Reino a Dios Padre para que Dios sea todo en todo«

Mt 25,31-46: «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros«

 

I. LA PALABRA DE DIOS

En este Domingo, el anuncio evangélico tiene dos perspectivas destacadas: la contemplación de Cristo Rey y el retorno del Señor con el juicio final, que remata el tema escatológico de los Domingos anteriores.

La contemplación de Cristo Rey coloca en primer plano a la persona de Jesucristo, por la acumulación de títulos cristológicos en este pasaje: Hijo del hombre, Pastor, Rey, Hijo del Padre, Hermano de los hombres, Señor, Juez de todas las vidas humanas.

El retorno del Señor pone en primer plano, en el juicio final, la caridad con los más necesitados. Se completan las parábolas anteriores: En la vigilancia y el quehacer cristiano, la caridad ocupa el centro. Y la caridad ha de completarse con la vigilancia y el quehacer cristianos.

«Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies». Esta fiesta nos sitúa ante un aspecto central de nuestra fe: Cristo es Rey del universo, es Señor de todo. Este es el plan de Dios: someter todo bajo sus pies, bajo su dominio. Así lo confesaron y proclamaron los apóstoles desde el día mismo de Pentecostés: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado». Toda la realidad creada ha de ser sometida a este poder salvífico de Cristo el Señor. Su influjo poderoso va destruyendo el mal, el pecado, la muerte hasta que sean sometidos todos sus enemigos, que lo son también del hombre.

«Yo mismo apacentaré mis ovejas». Todas las imágenes humanas aplicadas a Cristo se quedan cortas. Por eso, la imagen del Rey es matizada en la primera lectura con la del pastor. Cristo reina pastoreando a todos, cuidando con delicadeza y amor de cada hombre, más aún, buscando al perdido, sanando al pecador, haciendo volver al descarriado… Su dominio, su realeza, su señorío van dirigidos exclusivamente a la salvación y al bien del hombre. Y además este dominio y señorío no son al modo de los reyes humanos: es un influjo en el corazón del hombre, que ha de ser aceptado libremente. Él es Señor, pero cada uno debe reconocerle como Señor, como su Señor, dejándose gobernar por Él en todo. Él apacienta, pero cada uno debe dejarse guiar y apacentar: «El Señor es mi pastor».

El evangelio subraya otro aspecto de la realeza de Cristo: Si ahora ejercita su señorío salvando, al final lo ejercitará juzgando. Y juzgando acerca de la caridad. Por tanto, si no queremos al final ser rechazados «al castigo eterno», es preciso acoger ahora, sin límites ni condiciones, el señorío y la realeza de Cristo. Si nos sometemos ahora a Él y le dejamos infundir en nosotros su amor a todos los necesitados, tendremos garantía de estar también al final bajo su dominio e ir con Él «a la vida eterna».

En continuidad con el evangelio del domingo pasado, en este relato –sin paralelos en todo el Nuevo Testamento– Jesucristo es presentado hoy como «Rey» que viene a juzgar a «todas las naciones», los pueblos del mundo. En esta venida de Cristo al final de la historia habrá un discernimiento –separará a los unos de los otros–. Éste será un juicio perfectamente justo y definitivo. El juicio de Dios quita importancia a los juicios que los hombres puedan hacer de nosotros. El verdadero creyente sabe que no es mejor ni peor porque los hombres le tengan por tal; lo que de verdad somos es lo que somos a los ojos de Dios. En un mundo en que tantas veces triunfa la injusticia y la incomprensión, consuela saber que todo se pondrá en claro y en su sitio, y para siempre y cada uno recibirá su merecido. 

Pero Cristo no es sólo el Juez; es también el centro y el punto de referencia por el que se juzga: «a mí me lo hicieron»; «conmigo dejaron de hacerlo». Él ha de ser siempre el fin de todas nuestras acciones. El verdadero amor a Dios es inseparable del amor activo al prójimo; aunque no captemos el sentido profundo de nuestros gestos de caridad, Jesús dice que se considera amado y servido cuando amamos y servimos incondicionalmente a los demás. Por lo demás, ¡qué fácil amar a cada persona cuando en ella se ve a Cristo! ¡Señor, auméntanos la fe!

Este evangelio insiste en otro aspecto que ya aparecía en la parábola de los talentos. El siervo era condenado por guardar su talento sin hacerlo fructificar. A los que son condenados no se les imputan asesinatos, robos…, sino omisiones: no me dieron de comer, no me vistieron… Se les condena porque han «dejado de hacer». No se trata sólo de no matar al hermano, sino de ayudarle a vivir dando la vida por él. El que no da a su hermano lo que necesita, en realidad le mata. El texto nos hace entender la enorme gravedad de todo pecado de omisión, que realmente mata, pues deja de producir la vida que debía producir y que el hermano necesitaba para vivir.

Que la sentencia sea irreversible, y totalmente diversa según las «obras» de cada uno –o bien «la vida eterna», o bien «el castigo eterno» (no la aniquilación física de los condenados)–, es una verdad de fe definida solemnemente por la Iglesia. El «castigo eterno» está en nivel de igualdad, en cuanto a la duración, con «la vida eterna»; el Nuevo Testamento no dice, ni supone, que acabará el infierno, ni que su «fuego» tenga carácter meramente purificador. El infierno existe y es eterno, y no tiene nada de divertido.

 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo reina ya mediante la Iglesia
(668 – 669, 450).

Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos. La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas». Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación, encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente.

La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura, el silencio respetuoso en presencia de Dios «siempre mayor».

La Iglesia manifiesta la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas. Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor». La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro.

Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia. La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra. 

Para juzgar a vivos y  muertos
(678 – 679)

Siguiendo a los profetas y a Juan Bautista, Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La  actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino. Jesús dirá en el último día: «Cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron» (Mt 25, 40).

Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado «todo juicio al Hijo». Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar y para dar la vida que hay en Él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo; es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor.

 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables, no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo… es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno). 

«No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles» (S. Juan Crisóstomo).

 

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh Príncipe absoluto de los siglos,
oh Jesucristo, Rey de las naciones:
te confesamos árbitro supremo
de las mentes y de los corazones.

Oh Jesucristo, Príncipe pacífico,
somete a los espíritus rebeldes,
y haz que encuentren rumbo los perdidos,
y que en un solo aprisco se congreguen.

Para eso pendes de una cruz sangrienta
y abres en ella tus divinos brazos;
para eso muestras en tu pecho herido
tu ardiente corazón atravesado.

Glorificado seas, Jesucristo,
que repartes los cetros de la tierra;
y que contigo y con tu eterno Padre
glorificado el Espíritu sea. 

Amén.

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