DOMINGO V DE CUARESMA “C”


«Mujer, tampoco yo te condeno,
anda y no peques más»

Is 43, 16-21: Mirad que realizo algo nuevo y daré bebida a mi pueblo
Sal 125, 1-6: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres
Fl 3,8-14: Todo lo estimo pérdida, comparado con Cristo, configurado,
como estoy, con su muerte

Jn 8, 1-11: El que esté sin pecado que le tire la primera piedra

I. LA PALABRA DE DIOS

El pasaje evangélico de hoy se ha de examinar no sólo desde el caso concreto presentado por los acusadores, sino desde la oposición a Jesús y su mensaje cuestionados: pretendían «comprometerlo y poder acusarlo». Pero Jesús responde muy hábilmente. Se muestra fiel al mensaje de la misericordia y fiel a la Ley, que también viene del Padre.

El relato manifiesta toda la fuerza y la profundidad del perdón de Cristo, que no consiste en disimular el pecado, sino en perdonarlo y en dar la capacidad de emprender un camino nuevo exhortando al arrepentimiento: «Vete, y en adelante no peques más». La grandeza del perdón de Cristo se manifiesta en el impulso para vencer el pecado y vivir sin pecar.

Los acusadores de esta mujer desaparecen uno tras otro cuando Jesús les hace ver que son tan pecadores como ella. El reconocimiento del propio pecado es lo que nos hace radicalmente humildes. La presente Cuaresma quiere dejarnos más instalados en la verdadera humildad, la que brota de la conciencia de la propia miseria y no juzga ni desprecia a los demás.

Si el evangelio del domingo pasado nos revelaba el pecado como ruptura con el Padre, hoy nos lo presenta como infidelidad al Esposo. La mujer adúltera somos cada uno de nosotros que, en lugar de ser fieles al amor de Cristo, le hemos fallado en multitud de ocasiones. Ahí radica la gravedad de nuestros pecados: el amor de Cristo traicionado.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Sólo Dios puede perdonar pecados
(587 – 589, 594)

Jesús realizó obras, como el perdón de los pecados, que lo revelaron como Dios Salvador. Algunos judíos, que no le reconocían como Dios hecho hombre, veían en Él a un hombre que se hace Dios, y lo juzgaron como un blasfemo.

Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos. Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema –porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios– o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios.

La misericordia de Dios
y la confesión de los pecados
(1846 – 1848)

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores. “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos: «no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia”.

La conversión exige el reconocimiento del pecado. Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor”. Es una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención.

Sacramento de la penitencia
y de la reconciliación
(1440 – 1446, 1449, 1484)

El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia.

Sólo Dios perdona los pecados. Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” y ejerce ese poder divino: “Tus pecados están perdonados” (Mc 2,5; Lc 7,48).

En virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf. Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre. Confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18).

Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

La fórmula de absolución expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión. Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: “Hijo, tus pecados están perdonados”; es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de Él para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna.

Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.

Los dones del sacramento
(1468 — 1470, 1496)

Los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia; la reconciliación con la Iglesia; la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales; la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual; el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano.

En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Los hombros traigo cargados
de graves culpas, mi Dios:
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Yo soy quien ha de llorar,
por ser acto de flaqueza;
que no hay en naturaleza
más flaqueza que el pecar.

Y, pues andamos trocados,
que yo peco y lloráis vos,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Vos sois quien cargar se puede
estas mis culpas mortales,
que la menor destas tales
a cualquier peso excede;

y, pues que son tan pesados
aquestos yerros, mi Dios,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Amén.

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