27 de febrero de 2022: DOMINGO VIII ORDINARIO «C»


«Cada árbol se conoce por su fruto»

Eclo 27, 4-7: No elogies a nadie antes de oírlo hablar.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
1 Cor 15, 54-58: Nos da la victoria por medio de Jesucristo. 
Lc 6, 39-45: De lo que rebosa el corazón habla la boca.

I LA PALABRA DE DIOS

La lectura del Eclesiástico ofrece sabios consejos que nos enseñan a no precipitarnos en los juicios sobre los demás hasta observar bien su coherencia y razonamientos.

La segunda lectura es la conclusión del penúltimo capítulo de la primera carta a los Corintios, sobre la resurrección de Cristo y la nuestra. El texto es un himno a la victoria de Cristo sobre la muerte.

En el Evangelio se nos recuerdan algunas de las exhortaciones morales de Jesús, dentro del «sermón de la llanura» que estamos oyendo en estos últimos domingos. Hoy se nos habla de la presunción, de los juicios sobre el prójimo y de la hipocresía. Jesús nos previene contra la hipocresía e ilustra con parábolas lo que ya nos había dicho antes sobre la prohibición de juzgar y criticar indebidamente.

«De lo que rebosa el corazón habla la boca». Esta frase proverbial vale sobre todo para el mismo Jesús: sus palabras nos revelan su corazón, el corazón de Dios. La maldad o la bondad provienen del corazón del hombre. La vida cristiana no se reduce a una serie de actos exteriores sin que se haya dado una auténtica conversión interior del corazón y de la mente. Si nuestros actos no sale de dentro, de un corazón recto, humilde y arrepentido, seremos como los fariseos hipócritas que exigían a los demás lo que ellos no estaban dispuestos a cumplir ni vivir. Cristo nos enseña la necesidad de la humildad y la caridad verdadera como fuentes de nuestras acciones, que deben ser expresión de un desbordamiento de nuestro amor a Dios y al prójimo. Por eso nos dice Jesús en el Evangelio que, antes de meternos a corregir a los demás, nos miremos y nos corrijamos a nosotros mismos, y «entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».

Tanto los sabios consejos del Antiguo Testamento como, sobre todo, la enseñanza de Jesús, nos exhortan a revisarnos. La hipocresía, la simulación y los juicios sobre el prójimo, son actitudes y actos que rebosan de un corazón presuntuoso que no conoce la Verdad. Cristo, el vencedor del pecado y de la muerte, es la Verdad y el testigo fiel. Camino, Verdad y Vida para el hombre.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Vivir en la Verdad. Dios es veraz.
Jesús es «la Verdad»
(2464 — 2470)

El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad.

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. El que cree en él, no permanece en las tinieblas. Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” que el Padre envía en su nombre y que conduce “a la verdad completa”. Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la verdad.

La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción.

Dar testimonio de la Verdad
(2471 — 2474)

El cristiano no debe “avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1, 8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad.

El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza.

Las ofensas a la verdad
(2475 — 2492)

Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio. Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado; comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.

El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto.

Peca de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo. Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo.

Peca de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran;

Peca de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. El honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

Debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u obtener ventajas legítimas.

La vanagloria o jactancia constituye una falta contra la verdad. Lo mismo sucede con la ironía que trata de ridiculizar a uno caricaturizando de manera malévola tal o cual aspecto de su comportamiento.

La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar. El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo […] porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44).

La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad. Aunque una mentira en sí sea leve, puede llegar a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad.

Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia.

El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad a quien la pide. La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla.

Se debe guardar la justa reserva respecto a la vida privada de la gente. Los responsables de la comunicación deben mantener un justo equilibrio entre las exigencias del bien común y el respeto de los derechos particulares. La injerencia de la información en la vida privada de personas comprometidas en una actividad política o pública, es condenable en la medida en que atenta contra su intimidad y libertad.

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien   entendiéndola, se salve» (S. Ignacio de Loyola).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Concédeme, Señor, que no desee nada que esté fuera de ti.
Dame, Señor, Dios mío, una inteligencia que te conozca, 
una atención que te busque, 
una sabiduría que te encuentre, 
una vida que te complazca, 
una perseverancia que te espere con confianza 
y una confianza que al fin te posea.

Concédeme, Señor, un corazón vigilante,
que no permita que ningún pensamiento de curiosidad me arrastre lejos de ti; 
un corazón noble, al que ningún afecto indigno rebaje; 
un corazón recto, al que ninguna intención equívoca desvíe; 
un corazón firme, que ninguna adversidad lo rompa;
un corazón libre, que ninguna pasión violenta lo domine;
un corazón compasivo, atento al sufrimiento de los demás;
un corazón limpio, que un día te pueda ver.

Haz que, a menudo, eleve mi corazón hacia ti 
y, si peco, haz que deteste mi falta con dolor,
con el firme propósito de corregirme.

Concédeme, Señor, a través de la penitencia,
contrición por lo que tú has padecido por mí,
poner al servicio de los demás 
los bienes que tú me has concedido por gracia, 
gozar de tus gozos en la patria de tu gloria. 

Jesús, manso y humilde de corazón,
haz mi corazón semejante al tuyo.

Tú, que, siendo Dios,
vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo
por los siglos de los siglos. 

Amén.

(Cf. Santo Tomás de Aquino. Oración diaria ante el crucifijo)

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