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DOMINGO II DE PASCUA “B”



«¡Señor mío y Dios mío!» Sólo desde la fe se puede adorar así.»

Hch 4,32-35: «Todos pensaban y sentían lo mismo»
Sal 117: «La misericordia del Señor es eterna»
1 Jn 5,1-6: «Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo»

Jn 20,19-31: «A los ocho días llegó Jesús»


I. LA PALABRA DE DIOS

El libro de los Hechos de los Apóstoles revela que lo que hacían las primeras comunidades no pasaba inadvertido: «los miraban todos con mucho agrado». Su manera de vivir se convertía en testimonio: la gente se fijaba en su actitud y se sentía atraída por su novedad u originalidad. Por sus obras eran misioneros, testigos.

El pasaje del Evangelio de San Juan muestra la conexión entre la Resurrección y el envío del Espíritu Santo. Por el Espíritu reúne Jesús a su Iglesia, anuncia un nuevo modo de presencia, le garantiza que estará en y con la comunidad.

«Paz a ustedes». La paz es simple y llanamente don del resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte «para la vida del mundo». La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús por su victoria definitiva sobre el pecado.

«Les mostró las manos y el costado». El resucitado es el mismo que murió en la cruz. Por eso les muestra las manos y el costado. Las heridas de Jesús se convierten en sus señas de identidad. El Cristo resucitado y glorificado no ha borrado de su personalidad la historia terrena de sus padecimientos. Está marcado por ella de una vez para siempre.

«Reciban el Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había prometido. «No les dejaré huérfanos», ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba», se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo. Cristo les comunica el Espíritu Santo, primeramente para suscitar y reafirmar en ellos la fe en su resurrección; y luego, para hacer que otros crean, quitando la ceguera del pecado. La misión tiene como fin transmitir al mundo entero la paz lograda por Jesús.

«A los que perdonen los pecados…». Las palabras de Jesús en este pasaje hay que entenderlas de la potestad de perdonar y de retener los pecados en el Sacramento de la Penitencia.

«Señor mío y Dios mío». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto»; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos. Y adoración, porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.

«Se llenaron de alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su promesa: «Volveré a verles y se alegrará su corazón y su alegría nadie se la podrá quitar». ¿Vivo mi relación con Cristo como la fuente única del gozo autentico y duradero?

Desde las perspectivas anteriores, la segunda lectura adquiere su verdadera dimensión. La victoria de la fe se «ve», se «palpa» en quienes han creído. Desde la fe, el derrotado es el mundo y el pecado, lo viejo del hombre, lo que ha quedado clavado con Cristo en la cruz.

Las convicciones de las personas se notan en sus obras. Las palabras pueden ser fachada de lo que no se cree, porque no se vive. El cristiano, como hombre de la verdad, muestra su fe en las obras, en lo que su modo de vivir confirma.


II. LA FE DE LA IGLESIA

Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
(651-655).

«Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe» (1Co 15,14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy». La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos … así también  nosotros vivamos una nueva vida». Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Vayan, avisen a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron; del mismo modo que en Adán murieron todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.

El amor a los pobres
(2443; cf. 2444-2447).

Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: «a quien te pide dale, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5,42). «Gratis lo recibieron, denlo gratis» (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva «anunciada a los pobres» (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Les dijo: «Reciban el Espíritu Santo». Se nos ocurre preguntar: ¿Cómo es que Nuestro Señor dio el Espíritu Santo una vez cuando estaba en la tierra y otra cuando ya estaba en el cielo?… Porque dos son los preceptos de la caridad, a saber, el amor de Dios y del prójimo. Fue dado el Espíritu Santo en la tierra para que sea amado el prójimo; es dado desde el cielo para que sea amado Dios. Así como es una la caridad y dos los preceptos, así también es uno el Espíritu y dos las dádivas» (San Gregorio Magno).

«No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyo» (S. Juan Crisóstomo).

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensa-bles no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Porque anochece ya,
porque es tarde, Dios mío,
porque temo perder
las huellas del camino,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo

Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo

Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
bendice el pan y el vino.
¡Qué aprisa cae la tarde!
¡Quédate al fin conmigo! 

Amén.

DOMINGO DE PASCUA “B”



«Celebramos al verdadero Cordero, 
que muriendo destruyó nuestra muerte,
y resucitando restauró la vida»

Hch 10,34a.37-43: «Hemos comido y bebido con Él después de su resurrección»
Sal 117: «Este es el día en que actuó el Señor, Aleluya»
Col 3,1-4: «Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo»

Jn 20,1-9: «Él había de resucitar de entre los muertos»


I. LA PALABRA DE DIOS

El Salmo 117 canta «No he de morir, viviré». Podemos escuchar de labios de Jesús resucitado estas palabras del salmo. Cristo resucitado es «el que vive», el viviente por excelencia, el que posee la vida y la comunica a su alrededor.

Vive en su Iglesia. Y vive «para contar las hazañas del Señor». Para toda la eternidad Cristo es el Testigo más perfecto de las hazañas del Señor, del poder y del amor que el Padre ha derrochado en Él resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha.

«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». El despreciado, el humillado, el crucificado es ahora la clave que da consistencia a todo. Cristo resucitado es y será para siempre el que da sentido a la vida del hombre, al sufrimiento, al esfuerzo, y a la Historia entera. Sólo en Él la vida cobra consistencia y valor, pues «no se nos ha dado otro Nombre en el que podamos salvarnos». Todo lo construido al margen de esta piedra angular se desmorona, se hunde. Ser cristiano es vivir apuntalado en Cristo, apoyado total y exclusivamente en Él.

«Este es el día en que actuó el Señor». La resurrección de Cristo es la gran obra de Dios, la «maravilla» por excelencia. Mayor que la creación y que todos los prodigios realizados en la antigüedad. Hemos de aprender a admirarnos de ella: «sea nuestra alegría y nuestro gozo». La resurrección de Cristo es un acontecimiento que sigue presente y activo en la Iglesia. Hoy sigue siendo el día en el que el Señor actúa.

En el Evangelio, lo mismo que a las mujeres la mañana de Pascua –«el primer día después del sábado», desde entonces: «el día del Señor», el primer domingo de la historia–, la Iglesia nos sorprende hoy, y cada domingo del año, con la gran noticia: ¡el sepulcro está vacío! ¡Cristo ha resucitado! ¡El Señor está vivo! El mismo que colgó de la cruz el viernes santo. El mismo que fue encerrado en el sepulcro. ¿Soy capaz de dejarme entusiasmar con esta noticia?

Los dos discípulos «corrían juntos». Este apresuramiento significa mucho. Es, ante todo, el deseo de ver al Señor, a quien tanto aman. Es el deseo de comprobar con sus propios ojos que, efectivamente, el sepulcro está vacío, que la muerte ha sido vencida y no tiene la última palabra. Es el entusiasmo de quien sabe que la historia ha cambiado, que la vida tiene sentido. Es la alegría de quien tiene algo que decir, de quien quiere transmitir una gran noticia a los demás. Es la noticia que nos sacude y nos pone en movimiento. Nos hace testigos y mensajeros: «Nosotros somos testigos» y «nos encargó predicar al pueblo».

«Los lienzos puestos en el suelo» –»yaciendo», allanados suavemente; es decir, sin el volumen que habían tenido al envolver el cadáver, como «desinflados» al quedar vaciados del cuerpo que envolvían– indicaban que el cadáver de Jesús había desaparecido, pero que no había habido violencia y, por tanto, no había sido robado. Por eso Juan, cuando entró y vio los lienzos caídos de esa manera, creyó.

«Vio y creyó». La resurrección de Cristo es el centro de nuestra fe. Nosotros no creemos en una idea, por bonita que sea. Nuestra fe se basa en un acontecimiento realmente histórico: Cristo ha resucitado. Nuestra fe es adhesión a una persona viva, real, concreta: Cristo el Señor. Y la Pascua nos ofrece la posibilidad de un encuentro real con el Resucitado y de la experiencia de su presencia en nuestra vida. 


II. LA FE DE LA IGLESIA

Al tercer día resucitó de entre los muertos
(638)

La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz.

La Resurrección,
acontecimiento histórico y transcendente
(639)

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: «Porque les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión.

El sepulcro vacío
(640)

«¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado». En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo. A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. «El discípulo que Jesús amaba» afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir «las vendas en el suelo», «vio y creyó». Eso supone que constató, en el estado del sepulcro vacío (las vendas como «deshinchadas»), que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana.

Las apariciones del Resucitado
(641 – 644)

María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús, enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado, fueron las primeras en encontrar al Resucitado. Así, las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!».

Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su  Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de unos hombres concretos, conocidos de los primeros cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos «testigos de la Resurrección de Cristo» son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles.

Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano. La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. 

Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía: creen ver un espíritu. «No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados». Tomás conocerá la misma prueba de la duda y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, «algunos sin  embargo dudaron». Por esto, la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació –bajo la acción de la gracia divina– de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Los Padres de la Iglesia contemplan la Resurrección a partir de la Persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo, separados entre sí por la muerte: «Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre (el alma y el cuerpo), éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas» (San Gregorio Niceno).

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

La noche y el alba, con su estrella fiel,
se gozan con Cristo, Señor de Israel,
con Cristo aliviado en el amanecer

La vida y la muerte luchándose están.
Oh, qué maravilla de juego mortal,
Señor Jesucristo, qué buen capitán

En él se redimen todos los pecados,
el árbol caído devuelve su flor,
oh santa mañana de resurrección

Qué gozo de tierra, de aire y de mar,
qué muerte, qué vida,
qué fiel despertar,
qué gran romería de la cristiandad. 

Amén.

DOMINGO DE RAMOS “B”



«Lo aclamamos como Rey porque entrega su vida como Siervo»
Procesión:
Mc 11,1-10: «Bendito el que viene en nombre del Señor»

Misa:
Is 50,4-7: «No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaré defraudado»
Flp 2,6-11: «Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo»

Mc 14,1-15,47: «Era media mañana cuando lo crucificaron» 


I. LA PALABRA DE DIOS

En el pórtico de la Semana Santa, el Domingo de Ramos presenta la Entrada Mesiánica de Jesús en Jerusalén. El texto muestra a un Jesús que prevé y domina los acontecimientos, precisamente cuando emprende el camino de la pasión. San Marcos, que había custodiado cuidadosamente en silencio la identidad de Jesús  para evitar confusiones –el «secreto mesiánico»–, manifiesta ahora a Jesús aclamado abiertamente como Mesías –«bendito el reino que llega, el de nuestro padre David»–. Sin embargo, no es un Mesías guerrero que aplasta a sus enemigos por la fuerza de las armas, sino el Mesías humilde que trae el gozo de la salvación en la debilidad –montado en un borrico: ver Zac 9,9s–.

El profeta Isaías destacó del Siervo sufriente la perfecta docilidad y entrega a la voluntad de Dios, y cómo todo eso se revela como proyecto de Dios. El Siervo resiste, pese a todo, porque sabe que el Señor está a su lado.

El himno de la Carta a los Filipenses resume todo el misterio de Cristo que vamos a celebrar en estos días de la Semana Santa:

«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Estas son las disposiciones más profundas del Hijo de Dios hecho hombre. Justamente lo contrario de Adán, que siendo una simple criatura quiso ávidamente hacerse igual a Dios. Justamente lo contrario de nuestras tendencias egoístas, que nos llevan a enaltecernos a nosotros mismos y a dominar a los demás. Pero Jesús se despojó. 

La fe católica nos dice que el Hijo de Dios no se despojó de su naturaleza divina, no renunció a su divinidad –cosa imposible–, sino que, al hacerse verdaderamente criatura humana, renunció durante su vida mortal al esplendor (= gloria divina) al que tenía derecho. Prefirió recibir como un don la gloria a la que tenía derecho por ser el Hijo. Prefirió hacerse esclavo de todos, siendo el Señor de todos. En su resurrección y ascensión, la humanidad de Cristo recibió del Padre esa gloria, como premio a su obediencia.

«Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Una obediencia que significaba morir a sí mismo y que le llevó hasta la muerte de cruz. Es preciso contemplar detenidamente esta tendencia de Cristo a la humillación. Lo menos es el sufrimiento físico, aun siendo atroz. Lo más impresionante es el sufrimiento moral, la humillación: Jesús es ajusticiado como culpable, pasa a los ojos de la gente como un malhechor. Más aún, pasa a los ojos de la gente piadosa como un maldito, uno que ha sido rechazado por Dios, pues dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3,13).

«Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre», precisamente «por eso»: por humillarse, por obedecer. Jesús no buscó ni su voluntad, ni su gloria. No trató de defenderse ni de justificarse. Lo dejó todo en manos del Padre. El Padre se encargará de demostrar su inocencia. El Padre mismo le glorificará en la resurrección. He aquí el resultado de su obediencia: el universo entero se le somete, toda la humanidad le reconoce como Señor (= Kyrios, el Yahveh del Antiguo Testamento). La soberbia de Adán –y la nuestra–, el querer ser como Dios, acaba en el absoluto fracaso. La humillación voluntaria de Cristo acaba en su exaltación gloriosa. En Él, antes que en ningún otro, se cumplen sus propias palabras: «el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Este año, en el domingo de Ramos se proclama el relato de la Pasión según San Marcos, el más sobrio y realista. El evangelista no disimula los contrastes de un acontecimiento que resulta desconcertante: la cruz es escándalo al tiempo que revela perfectamente al Hijo de Dios. Jesús ha aceptado plenamente el plan del Padre en una obediencia absolutamente dócil y filial («Abba»: 14,36). En la escena central del relato –al ser interrogado por el Sumo Sacerdote– Jesús confiesa su verdadera identidad: es el Mesías, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre –es decir, el Juez escatológico–. A diferencia de Pedro, que reniega de Jesús para salvar su piel, Jesús confiesa, en absoluta fidelidad, ser el Hijo de Dios –«Yo soy»– sabiendo que esta confesión le va a llevar a la cruz. Paradójicamente, en el momento de mayor humillación –cuando agoniza y expira– es cuando manifestará plenamente quién es. Pero para conocerle y aceptarle como Hijo de Dios en el colmo de su humillación es necesaria la fe que se somete al misterio: frente a la reacción de los discípulos –que huyen abandonando a Jesús– la única actitud válida, a pesar de lo chocante y desconcertante de la Pasión, es el acto de fe del centurión romano: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios». En medio de las tinieblas, brota la luz por la confesión de fe de un militar pagano, auténtica confesión de fe en la filiación divina de Jesús.

Frente al relato de la Pasión, hemos de evitar ante todo la impresión de algo «sabido». Es preciso considerar, uno por uno, los indecibles sufrimientos de Cristo. En primer lugar, los sufrimientos físicos: latigazos, corona de espinas, golpes, crucifixión, desangramiento, sed, descoyuntamiento… Pero más todavía los interiores: humillación, burlas y desprecios, incluso de los discípulos y amigos, contradicciones, injusticia clamorosa… Basta pensar en nuestro propio sufrimiento ante cualquiera de estas situaciones. Y, lo más duro de todo, la sensación de abandono por parte del Padre; aunque Jesús sabía que el Padre estaba con Él, quiso experimentar en su alma ese abandono de Dios que siente el hombre pecador.

San Marcos nos sitúa ante la Pasión como frente a un misterio desconcertante. El que así sufre y es humillado es el mismo Hijo de Dios. Esto es algo que sobrepasa nuestro entendimiento y choca contra la lógica humana. Al considerar los sufrimientos de Cristo, hemos de evitar quedarnos en la mera conmoción sensible e ir más allá, contemplando en «este hombre» al Hijo eterno de Dios. Para ello es necesaria la fe del centurión, la única que nos capacita para penetrar en el misterio, oscuro y luminoso a la vez, del crucificado.

La meditación de la pasión desde la fe arroja un gran chorro de luz sobre nuestra vida de cada día. El sufrimiento no es una muralla que nos separa de Dios, sino una puerta de entrada al misterio de su amor. Cristo no ha venido a eliminar nuestros sufrimientos, lo mismo que Él no se ha bajado de la cruz cuando se lo pedían; ha venido a darles sentido, transfigurándolos por amor en fuente de fecundidad y de gloria. Por eso, el cristiano no rehúye el sufrimiento ni se evade de él, sino que lo asume con fe; la prueba no destruye su confianza y su ánimo, sino que les proporciona un fundamento más firme. Para quien ve la pasión con fe, la cruz deja de ser locura y escándalo y se convierte en sabiduría y fuerza.


II. LA FE DE LA IGLESIA

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
(559, 560, 570)

¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su Padre». Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación («Hosanna» quiere decir «¡sálvanos!», «¡Danos la salvación!»). Pues bien, el «Rey de la Gloria» entra en su ciudad «montado en un asno»: no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad. Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores. Su aclamación «Bendito el que viene en el nombre del Señor», ha sido recogida por la Iglesia en el «Santo» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima).

«La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo –Hombre, Hijo de María, Hijo putativo de José de Nazaret– deja este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación  de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo Espíritu de Verdad»  (Juan Pablo II).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

¿Quién es éste que viene,
recién atardecido,
cubierto con su sangre
como varón que pisa los racimos?

Este es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.

¿Quién es este que vuelve,
glorioso y malherido,
y, a precio de su muerte,
compra la paz y libra a los cautivos?

Este es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.

Se durmió con los muertos,
y reina entre los vivos;
no le venció la fosa,
porque el Señor sostuvo a su Elegido.

Este es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.

Anunciad a los pueblos
qué habéis visto y oído;
aclamad al que viene
como la paz, bajo un clamor de olivos. 

Amén.