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DOMINGO XI ORDINARIO “C”


La misericordia vence al pecado

2 S 12, 7-10. 13: El Señor perdona tu pecado. No morirás

Sal 31, 1-2.5.7.11: Perdona Señor, mi culpa y mi pecado

Ga 2, 16. 19-21: No soy yo, es Cristo quien vive en mí

Lc 7, 36-8,3: Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor

I. LA PALABRA DE DIOS

El pecado está en la vida de todo hombre. Pero la misericordia de Dios es para todos. Entre una realidad y otra, la vida cristiana se desarrolla en el arrepentimiento y la confianza en la misericordia divina.

Dios está dispuesto a perdonar los mayores pecados, como el de David, cuando media el arrepentimiento.

La síntesis de la buena noticia anunciada por Pablo es que el cristiano es justificado por la fe en Cristo y no por cumplir los preceptos mosaicos.

El Evangelio según S. Lucas es conocido como el de la misericordia de Dios.

«Tus pecados están perdonados». Destaca en este relato la gratitud y la alegría por el perdón. Todos los gestos de esta mujer muestran que a Jesús le debe todo: «sus muchos pecados están perdonados». El gozo la inunda. Y la gratitud también. La mujer va a Jesús con fe en Él y con arrepentimiento perfecto, que obtiene de Dios el perdón aun antes de la absolución externa manifestada por Jesús. Sus lágrimas no son sólo de arrepentimiento, sino de alegría, de gozo agradecido por el perdón obtenido. Su amor a Jesús es la respuesta de quien se sabe amada generosamente, gratuitamente; es respuesta a aquel que la amó primero (cf. 1Jn 4,19). El verdadero arrepentimiento es el movido por el amor. No hay pecado que Jesús no perdone. Tiene el poder de Dios.

«Tu fe te ha salvado». Como buen discípulo de Pablo, Lucas sabe bien que sólo Jesús salva, y que esta salvación se acoge por la fe. Esta mujer se sabe sin méritos propios. No se ha salvado ella: ha sido salvada. Ella ha creído en Jesús, se ha fiado de Él; y Jesús ha volcado sobre ella todo su poder salvífico convirtiéndola en una mujer nueva.

«Has juzgado rectamente». Todo esto es lo que muestra claramente la parábola que Jesús propone a Simón el fariseo. La parábola es de una lógica aplastante. Sin embargo, Simón no es capaz de sacar sus consecuencias en el plano religioso. El fariseo que todos llevamos dentro se rebela ante el hecho de recibir la salvación como don gratuito. Quisiéramos poder exhibir derechos ante Dios, quisiéramos no depender de Él totalmente. La gratitud y el gozo son los mejores signos de que hemos sido salvados.

El arrepentimiento es una gracia divina que hay que pedir para descubrir el pecado y amar a Dios sobre todas las cosas por Él mismo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La misericordia y el pecado
(1846 – 1848)

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores. El ángel anuncia a José: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: «Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados».

«Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros» (S. Agustín). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. «Si decimos: «no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia».

Como afirma san Pablo, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor». Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado.

La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Recibid el Espíritu Santo». Así, pues, en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito.

La misericordia vence al pecado
(1849 – 1851)

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna».

El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse «como dioses», pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal. El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios». Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación.

En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo, el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

La contrición
(1451 – 1453)

La contrición es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar.

Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «contrición perfecta» (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental.

La llamada «contrición imperfecta» (o «atrición») es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.

¿Uno podría pedir perdón directamente a Dios, sin confesarse con un hombre? Siempre se puede, y se debe, pedir perdón a Dios; pero Dios, el único que perdona los pecado, ha querido conceder su perdón ordinariamente sólo por el ministerio de la Iglesia, en el Sacramento de la Penitencia, a través de la absolución del sacerdote. Cristo ha conferido este poder de perdonar pecados a los sacerdotes para que lo ejerzan en su nombre. Además, la reconciliación con la Iglesia, representada en el sacerdote, es inseparable de la reconciliación con Dios.

El Sacramento de la Penitencia produce una verdadera «resurrección espiritual«: nos reconcilia con Dios, nos reconcilia con la Iglesia, nos perdona la pena eterna contraída por los pecados mortales, nos perdona parte de la pena temporal merecida por nuestros pecados, nos devuelve la paz de la conciencia y nos aumenta las fuerzas espirituales para nuestra lucha cristiana contra el mal.

Conviene preparar la recepción del sacramento de la Penitencia mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6, etc.).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque «si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora» (S. Jerónimo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Señor mío Jesucristo,
Dios y hombre verdadero,
Creador, Padre y Redentor mío;
por ser Tú quién eres, Bondad infinita;
y porque te amo sobre todas las cosas;
me pesa de todo corazón haberte ofendido.

También me pesa
porque puedes castigarme
con las penas del infierno.

Ayudado por tu divina gracia,
propongo firmemente
nunca más pecar,
confesarme y cumplir la penitencia
que me fuera impuesta.

Amén.

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI “C”


«Sagrado Banquete»

Gn 14, 18-20: Melquisedec ofreció pan y vino

Sal 109, 1-4: Tu eres sacerdote eterno, según el rito de  Melquisedec

1 Co 11, 23-26: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis  la muerte del Señor

Lc 9, 11-17: Comieron todos y se saciaron

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, Melquisedec ofrece el pan y el vino como elementos para un sacrificio incruento agradable a Dios. Es un signo anunciador del sacramento eucarístico.

La segunda lectura recoge el testimonio de San Pablo sobre el Memorial de la institución eucarística en la última cena, anticipo de la muerte de Jesús. Es una «tradición» que se remonta hasta el Señor. «Esto es mi cuerpo»: Categóricamente, sin metáforas, se afirma lo que llamamos «presencia real» y sustancial de Cristo (para la que se requiere una «transustanciación»); por eso, quien coma indignamente el «pan» y el «vino» se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor. En la Eucaristía, Cristo «se entrega por vosotros», en una «alianza nueva» sellada con su sangre; por tanto la Eucaristía es también el «sacrificio» de Cristo. Es «memorial» de la muerte de Cristo, renovación y actualización de su presencia, que ha de repetirse constantemente en la Iglesia por mano de los sacerdotes. Y esto, «hasta que vuelva», hasta su segunda venida.

Otro anuncio de la Eucaristía es la multiplicación de los panes como signo del banquete eucarístico que Cristo preside y distribuye por medio de los apóstoles y sus sucesores. Banquete que es el Memorial actualizado del Sacrificio de la Cruz en el que el sacerdote, la víctima y el Altar es el mismo Señor que se da como Alimento para la vida eterna.

«Dadles vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor».

Pero las palabras «dadles vosotros de comer» sugieren también otra aplicación. El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.

«Comieron todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn 6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser querido, la búsqueda de la felicidad… ¿No es completamente insensato apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que, al fin, sólo producen dolor?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Sacramento de la Eu­caristía (1322-1419)

La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Jesu­cristo, realmente presente bajo las especies de pan y de vino, memorial del sacrificio de la cruz, banquete pascual de la comunión en su amor y prenda de la gloria futura. Es la fuente, el corazón y la cumbre de toda la vida cristiana. En ella se contiene todo el bien espi­ritual de la Iglesia: Jesucristo, que asocia a su Iglesia, y a todos sus miembros, a su sacrificio pascual, ofrecido una vez por todas en la cruz al Padre; y, por medio de este sacrificio, derrama la gracia de la salvación sobre su Cuerpo que es la Iglesia.

Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena con los apóstoles la víspera de su pasión. En ella tomó el pan y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros»; y luego, tomó el cáliz con el vino y dijo: «Esta es mi Sangre, que será derramada por vosotros»; y ordenó celebrarla a sus apóstoles hasta su retorno –«Hagan esto en me­moria mía»–, como memorial de su muerte y de su resurrección, para dejar a los suyos una prenda de su amor, para no alejarse nunca de ellos y para hacerles partícipes de su Pascua. De esta manera, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena, realizada en el Calvario y celebrada «hasta que Él vuelva» en la Eucaristía.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es un verdadero sacrificio porque representa –hace presente– el sacrificio de la cruz, ya que es su memorial y aplica su fruto.

La Santa Misa y el sacrificio de la Cruz son un único sacrifi­cio, pues se ofrece una y la misma víc­tima: Jesucristo. Sólo es diferente la manera de ofrecerse: Cristo se ofreció a sí mismo una vez en la cruz de manera cruenta –con derramamiento de sangre–, mientras en la Euca­ristía se ofrece por el ministerio de los sacerdotes de modo in­cruento –sin derramamiento de sangre–. Así, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual. Y cuantas veces se celebra la Eucaristía, se realiza la obra de nuestra redención.

La Eucaristía es también el sacrificio de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y participa del sacrificio de su Cabeza. Con Cristo, la Iglesia se ofrece totalmente y se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. Cada fiel, miembro de su Cuerpo, tiene la oportunidad de unir en la Eucaristía su vida, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo a los de Cristo y a su total ofrenda. A esta ofrenda también se unen la Virgen María y los santos que están ya en la gloria del cielo y es ofrecido también por las almas del purgatorio para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo.

La Santa Misa es la celebración de la Eucaristía. Se llama así porque la celebración termina con el envío («missio» en latín) de los fieles, a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida de cada día.

Sólo los sacerdotes válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero, en la celebración de la Eucaristía participan todos los fieles que acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarís­tica. A su cabeza está Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza, que es el actor principal que preside invisiblemente toda ce­lebración eucarística. Como re­presentante suyo, la celebra el obispo o el sacerdote –actuando «en per­sona de Cristo-cabeza»– que preside la asamblea, predica la homilía, recibe las ofrendas, dice la plegaria eucarís­tica, consagra y reparte la comu­nión. Todos los fieles tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores y monitores, los cantores, los que presentan las ofrendas, los que ayudan a dar la comunión, y el pueblo entero, cuyo «Amén» manifiesta su participación.

Después de la consagración, Jesús está realmente presente en la Eucaristía: lo que sigue pare­ciendo pan y vino es realmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. El cambio de las especies euca­rísticas de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que ocurre en la Consagración se llama «transubstanciación«, que significa «cambio de substancia». El pan y el vino, dejan de ser pan y vino y se convierten el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aunque siguen pareciendo pan y vino.

Cristo está presente en la Eucaris­tía verdadera, real y substancialmente con todo su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad. Esta presencia se llama «real» porque es «substancial», y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente. Cristo está todo entero en cada una de las especies y en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo, que está real y permanentemente presente en la eucaristía mientras duren sin corromperse las especies eucarísticas.

En la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente durante la consagración en señal de adoración al Señor; y fuera de la misa, conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas en el sagrario, presentándolas a la adoración de los fieles en la exposición del Santísimo y llevándolas en procesión.

El cristiano, al entrar y salir del templo manifiesta su fe y saluda a Jesucristo presente en el Sagrario con una genuflexión, hincando la rodilla derecha, en señal de respeto y adoración. Lo mismo cada vez que se pasa por delante de Él. La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor.

Porque la misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial del sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La celebración del sacrificio eucarístico se hace para que los fieles se unan íntimamente con Cristo por medio de la comunión.

Por eso, los fieles, con las debidas disposiciones, deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». No obstante, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

Para recibir bien la Sagrada Comunión son necesarias tres cosas: saber a quién vamos a recibir, estar en gracia de Dios y guardar el ayuno eucarístico, que consiste en no comer ni beber nada desde una hora antes de recibir la Comunión. También es importante la actitud corporal (gestos, vestido…) que manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis «Amén» a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero» (S. Agustín).

«A nadie le es lícito participar de la Eucaristía sino al que crea que son verdad las cosas que enseñamos, y se haya lavado en aquel baño que da el perdón de los pecados y la nueva vida, y lleve una vida tal como Cristo enseñó» (San Justino).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Que la lengua humana
cante este misterio:
la Preciosa Sangre
y el Precioso Cuerpo.
Quien nació de Virgen,
Rey del Universo,
por salvar al mundo
dio su Sangre en precio.  

Se entregó a nosotros,
se nos dio naciendo
de una casta Virgen;
y, acabado el tiempo,
tras haber sembrado
la Palabra al pueblo,
coronó su obra
con prodigio excelso.  

Adorad postrados
este Sacramento,
cesa el viejo rito,
se establece el nuevo;
dudan los sentidos
y el entendimiento;
que la fe los supla
con asentimiento.  

Himnos de alabanza,
bendición y obsequio;
por igual la gloria
y el poder y el reino
al eterno Padre
con el Hijo eterno,
y al divino Espíritu
que procede de ellos. Amén.

 

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD “C”


En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo
Pr 8,22-31:      Antes de comenzar la tierra, la Sabiduría ya había sido engendrada
Sal 8, 4-9:        ¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Rm 5,1-5:        Caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor … por el Espíritu

Jn 16, 12-15:   Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu recibirá de lo mío y os lo anunciará

I. LA PALABRA DE DIOS

El misterio de la Santísima Trinidad no consiste en números. Es el misterio de un Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos desborda por completo. Por eso, el único guía que nos introduce eficazmente en ese misterio y nos lo ilumina es el Espíritu Santo, que «ha sido derramado en nuestros corazones». Él es quien nos conduce a la verdad plena del conocimiento y trato familiar con Cristo y con el Padre. Él es el que, viniendo en ayuda de nuestra debilidad, «intercede por nosotros con gemidos inefables», pues «no sabemos orar como conviene».

El misterio central de la fe nos sitúa ante el único que nos basta: Dios. Tal como Él ha querido revelarse en su Hijo. Toda la liturgia, la oración y la vida del cristiano gira en torno de Dios que es Uno en la Trinidad.

Dios no nos puede resultar extraño. Por el bautismo estamos familiarizados y connaturalizados con el misterio de la Trinidad, pues hemos sido bautizados precisamente «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas. Más aún, tenemos el impulso y hasta la necesidad. Para eso hemos sido creados. Vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, somos templo del Espíritu. No, no somos extraños ni forasteros, sino «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios».

Con este misterio de la Trinidad, entramos en comunión sobre todo por la Eucaristía. En ella nos hacemos una sola cosa con Cristo. En ella Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu. En ella nos hacemos más hijos del Padre al recibir al Hijo en la comunión y al acoger al Espíritu que nos hace clamar «Abba, Padre». En la Eucaristía tocamos el misterio y participamos de él. Y el misterio nos transforma.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El dogma de la Santísima Trinidad
(261 – 267; 253 – 256)

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios.

Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo.

La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios.

La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo y por el Hijo «de junto al Padre», revela que Él es con ellos el mismo Dios único: «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria».

La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial». Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza. Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina.

Las personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario». «Padre», «Hijo», «Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son real­mente distintos entre sí: El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo. Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede. La Unidad divina es Trina.

Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia. En efecto, todo es uno en ellos donde no existe oposición de relación. A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo.

La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad.

Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

Las obras divinas y las misiones trinitarias
(257 – 260)

Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el designio benevolente que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en Él», es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» gracias al «Espíritu de adopción filial». Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos», nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia.

Toda la economía divina (el designio benevolente, libre y amoroso, concebido por Dios antes de la creación del mundo) es la obra común de las tres Personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (la naturaleza es el principio de operaciones). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio. Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento: uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, uno solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas. Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las Personas divinas.

Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las Personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae y el Espíritu lo mueve.

El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama –dice el Señor– guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él».

Por la gracia del bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje. Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero. Dios los Tres considerados en conjunto. No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo» (S. Gregorio Nacianceno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo
para establecerme en ti, inmóvil y apacible
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu Misterio.

Pacifica mi alma.
Haz de ella tu cielo,
tu morada amada
y el lugar de tu reposo.

Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierto en mi fe,
en adoración,
entregado sin reservas
a tu acción creadora. Amén