«Cúmplelo»
Dt 30, 10-14: El mandamiento está muy cerca de ti; cúmplelo
Sal 68, 14 – 37: Buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón
Col 1,15-20: Todo fue creado por él y para él
Lc 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo?
I. LA PALABRA DE DIOS
La carta a los Colosenses es una de las «cartas de la cautividad» escrita por S. Pablo en una de sus frecuentes detenciones en prisión. El tema fundamental: la primacía absoluta de Cristo en el universo y en la Iglesia.
Los principales, mandamientos del Señor inscritos en el corazón del hombre son los que se recuerdan en el Decálogo. Hacen felices al hombre.
Jesús no vino a anular la Ley del Decálogo, la amplió y espiritualizó. Los mandamientos de Dios, expresión de su voluntad, están muy cerca, inscritos en el corazón humano, escritos en el decálogo, llevados a plenitud en su vida y predicación por Jesús…y sin embargo hay que meditarlos y profundizar sobre ellos.
La parábola del Buen Samaritano invita a plantearse con seriedad el amor al prójimo. Cumplir la voluntad de Dios es la vida cristiana y el centro de la oración. En el mandamiento doble del amor a Dios y al prójimo se resume todo. Pero no para cumplirlo externamente. Es tan conocido este mandamiento del amor que puede darse fácilmente por cumplido. Hoy se nos llama la atención para no caer en esa actitud conformista, pasiva y farisaica.
«Dio un rodeo y pasó de largo». Hay muchas formas de pasar de largo… Y lo peor es cuando además las enmascaramos con justificaciones «razonables»: «No tengo tiempo», «los pobres engañan», «ya he hecho todo lo que podía…» O peor aún: «hoy día ya no hay pobres…» Es exactamente dar un rodeo –aunque sea muy elegante– y pasar de largo. Lo que hicieron el sacerdote y el levita de la parábola. Y, sin embargo, el pobre es Cristo, que nos espera ahí, que nos sale al encuentro bajo el ropaje del mendigo: «tuve hambre… estuve enfermo… estuve en la cárcel…»
«Se compadeció de él». Este es el secreto. El verdadero cristiano tiene entrañas de misericordia. No sólo ayuda: se compadece, se duele del mal del otro, sufre con él, comparte su suerte… Y, porque tiene entrañas de misericordia, llega hasta el final, no se conforma con los «primeros auxilios»; lo toma a su cargo, como cosa propia; y eso que era un desconocido, un extranjero –incluso de un país enemigo, pues «los judíos no se trataban con los samaritanos»–. «Señor, danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana».
El buen samaritano es Cristo. Es Él quien «siente compasión, pues andaban como ovejas sin pastor». Es Él quien no sólo nos ha encontrado «medio muertos», sino completamente «muertos por nuestros pecados» (Ef 2,1). Es Él quien se nos ha acercado y nos ha vendado las heridas derramando sobre nosotros el vino de su sangre. Es Él quien nos ha liberado de las manos de los bandidos… «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?»: «Anda, haz tú lo mismo».
II. LA FE DE LA IGLESIA
Los Diez mandamientos
(2052 – 2082)
Por su modo de actuar y su predicación, Jesús ha atestiguado el valor perenne del Decálogo. La Ley no es abolida por Cristo, sino que el hombre es invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro, que es quien le da la plenitud perfecta.
Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la «justicia que sobrepasa la de los escribas y fariseos», así como la de los paganos. Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: «han oído que se dijo a los antepasados: No matarás… Pues yo les digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal».
Cuando le hacen la pregunta: «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?», Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas». El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley: El apóstol S. Pablo lo recuerda: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robaras, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 8‑10).
La palabra «Decálogo» significa literalmente «diez palabras». Estas «diez palabras» Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Pero su pleno sentido será revelado en la nueva Alianza en Jesucristo. Las «diez palabras», indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida.
Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordiales.
Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo.
El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las «diez palabras» remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre.
Los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la «ley natural».
Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación. Conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la conciencia moral.
Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos están grabados por Dios en el corazón del ser humano.
Dios hace posible por su gracia lo que manda. Jesús dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada». El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. «Este es el mandamiento mío: que se amen los unos a los otros como yo les he amado».
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo» (S. Ireneo).
«En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del obscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad» (S. Buenaventura).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Sólo desde el amor
la libertad germina,
sólo desde la fe
van creciéndole alas
Desde el cimiento mismo
del corazón despierto,
desde la fuente clara
de las verdades últimas
Ver al hombre y al mundo
con la mirada limpia
y el corazón cercano,
desde el solar del alma
Tarea y aventura:
entregarme del todo,
ofrecer lo que llevo,
gozo y misericordia
Aceite derramado
para que el carro ruede
sin quejas egoístas,
chirriando desajustes
Soñar, amar, servir,
y esperar que me llames,
tú, Señor, que me miras,
tú que sabes mi nombre
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Amén