«Marta le recibió en su casa»
Gn 18,1-10a: Señor, no pases de largo junto a tu siervo.
Sal 14, 2-5: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
Col 1,24-28: El misterio que Dios ha tenido escondido, lo ha revelado ahora a su pueblo santo.
Lc 10,38-42: Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor.
I. LA PALABRA DE DIOS
El deber de la hospitalidad está fuertemente arraigado entre los pueblos de Oriente Medio desde la antigüedad; Abraham en el episodio de Mambré, recibió a Dios al acoger a esos tres misteriosos huéspedes.
El Apóstol completa en su carne los dolores de Cristo a medida que va anunciando el Evangelio y surgen contradicciones y divisiones. La buena noticia, escondida antes, es la plena incorporación de los gentiles a la Iglesia.
Jesús era recibido con frecuencia en la casa de Marta y de María. Allí enseñó a preferir sobre todas las cosas la escucha de su Palabra y la amistosa cercanía a su Persona.
«Sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra». La actitud de María resume perfectamente la postura de todo discípulo de Jesús. «A los pies del Señor», es decir, humildemente, en obediencia, en sometimiento amoroso a Cristo, consciente de que Él es el Señor; no como quien toma apuntes para preparar sus propias palabras, sino como quien se deja instruir dócilmente, más aún, se deja modelar por la Palabra de Cristo. Y ello en atención permanente al Maestro, en una escucha amorosa y continua, pendiente de sus labios, como quien vive de «toda palabra que sale de la boca de Dios».
«Sólo una cosa es necesaria». Son palabras para todos, no las dijo Jesús sólo para las monjas de clausura. Y, si sólo una cosa es necesaria, quiere decir que las demás no lo son. Pero, por desgracia, ¡nos enredamos en tantas cosas que nos hacen olvidarnos de la única necesaria y nos tienen inquietos y nerviosos! Y lo peor es que, como en el caso de Marta, muchas veces se trata de cosas buenas. Las palabras de Jesús sugieren que nada debe inquietarnos ni distraernos de su presencia y que, en medio de las tareas que Dios mismo nos encomienda, hemos de permanecer a sus pies, atentos a Él y pendientes de su palabra.
Esta actitud de María, la hermana de Marta, se realiza admirablemente en la otra María, la Madre de Jesús. Ella es la perfecta discípula de Jesús, siempre pendiente de los labios de su Maestro, totalmente dócil a su palabra, flechada hacia lo único necesario.
El primer mandamiento de Dios es amarle sobre todas las cosas. Él es el único importante. Este es el mandamiento más combatido actualmente en una sociedad que quiere implantar el agnosticismo y el laicismo: pensar, actuar y legislar como si Dios no existiera.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El primer mandamiento:
Adorarás al Señor tu Dios, y le servirás
(2086-2094).
El primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad. En efecto, quien dice Dios, dice un ser constante, inmutable, siempre el mismo, fiel, perfectamente justo. De ahí se sigue que nosotros debemos necesariamente aceptar sus Palabras y tener en Él una fe y una confianza completas. Él es todopoderoso, clemente, infinitamente inclinado a hacer el bien. ¿Quién podría no poner en Él todas sus esperanzas? ¿Y quién podrá no amarlo contemplando todos los tesoros de bondad y de ternura que ha derramado en nosotros? De ahí esa fórmula que Dios emplea en la Sagrada Escritura tanto al comienzo como al final de sus preceptos: «Yo soy el Señor».
Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la «obediencia de la fe» como de la primera obligación. Hace ver en el «desconocimiento de Dios» el principio y la explicación de todas las desviaciones morales. Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él.
El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella.
Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor de ofender el amor de Dios y de provocar su castigo.
Un grave pecado contra la esperanza es la «presunción«: o bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).
La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de Él.
A Él sólo darás culto
(2095 – 2105, 2135).
Las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, informan y vivifican las virtudes morales. Así, la caridad nos lleva a dar a Dios lo que en toda justicia le debemos en cuanto criaturas. La virtud de la religión nos dispone a esta actitud.
Adorar a Dios, orar a Él, ofrecerle el culto que le corresponde, cumplir las promesas y los votos que se le han hecho, son todos ellos actos de la virtud de la religión que constituye la obediencia al primer mandamiento.
La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso.
Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la nada de la criatura, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo.
La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.
La oración: Los actos de fe, esperanza y caridad que ordena el primer mandamiento se realizan en la oración. La elevación del espíritu hacia Dios es una expresión de nuestra adoración a Dios: oración de alabanza y de acción de gracias, de intercesión y de súplica.
La oración es una condición indispensable para poder obedecer los mandamientos de Dios.
El sacrificio: Es justo ofrecer a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de comunión.
El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior o sin relación con el amor al prójimo. Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: «Misericordia quiero, que no sacrificio».
El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación. Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios.
Promesas y votos: En varias circunstancias, el cristiano es llamado a hacer promesas a Dios. El bautismo y la confirmación, el matrimonio y la ordenación las exigen siempre. Por devoción personal, el cristiano puede también prometer a Dios un acto, una oración, una limosna, una peregrinación, etc. La fidelidad a las promesas hechas a Dios es una manifestación de respeto a la Majestad divina y de amor hacia el Dios fiel.
El voto, es decir, la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor, debe cumplirse por la virtud de la religión. El voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una obra buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos entrega a Dios lo que le ha prometido y consagrado.
La Iglesia reconoce un valor ejemplar a los votos de practicar los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia). La santa Iglesia se alegra de que haya en su seno muchos hombres y mujeres que siguen más de cerca y muestran más claramente el anonadamiento de Cristo, escogiendo la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su voluntad propia. Estos, pues, se someten a los hombres por Dios en la búsqueda de la perfección más allá de lo que está mandado, para parecerse más a Cristo obediente.
El derecho a la libertad religiosa
(2005 – 2006)
El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo. Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive. Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica. Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo. La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas.
En materia religiosa, ni se puede obligar a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le puede impedir que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros. Este derecho se funda en la naturaleza misma de la persona humana, cuya dignidad le hace adherirse libremente a la verdad divina, que trasciende el orden temporal.
El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error, ni un supuesto derecho al error, sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa por parte del poder político. Este derecho natural debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de manera que constituya un derecho civil.
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Un alma abrasada de amor no puede permanecer inactiva. Ciertamente, a imitación de María Magdalena, permanece a los pies de Jesús escuchando su dulce e inflamada palabra. Y aunque parece no dar nada, da mucho más que Marta… Todos los santos lo entendieron así» (Sta. Teresa de Lisieux).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.
Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizá con gotas de sangre.
Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.
Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro valle!
Amén.