Domingo VII de Pascua «C»


La Ascensión del Señor

«La Ascensión de tu Hijo, es ya nuestra victoria»

Hch 1, 1-11: Se elevó a la vista de ellos

Sal 46, 2-3.6-7.8-9: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas

Ef 1, 17-23: Lo sentó a su derecha en el cielo

Lc 24, 46-53: Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo


I. LA PALABRA DE DIOS

El final del evangelio de San Lucas está redactado como si todo hubiera sucedido el mismo día, casi en el mismo ins­tante. La resurrección de Jesús, su exaltación a la derecha del Padre, su reconocimiento como Señor por la Iglesia na­ciente, el envío del Espíritu Santo, y la misión universal, son realidades teológicamente inseparables. En concreto la resurrección gloriosa es ya, esencialmente, ascensión; la as­cen­sión «visible» a los cuarenta días era el modo de hacer ver a los discípulos que terminaba la etapa de la comunicación con Cristo perceptible por los sentidos.

El texto de Efesios nos da la clave para entender el significado de la Ascensión: en Cristo, Dios Padre ha desplegado todo su poder, «sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo» y sometiéndoselo todo. La ascensión po­ne de relieve que Cristo es «Señor», que todo –absoluta­men­te todo– está bajo su dominio soberano. Y este domi­nio se traduce en influjo vital sobre la Iglesia, hasta el pun­to de que toda la vida de la Iglesia le viene de su Señor, de Cristo glorioso, al cual debe permanecer fielmente unida.

«Lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo». Cristo, cabeza del universo, ha sido dado a la Iglesia para que esta sea su cuerpo visible (Cristo ya no es visible en su cuerpo físico resucitado), para que por medio de su “cuerpo místico”, pueda visiblemente convertir en “acto” su derecho de sobe­ranía, su reino. Por eso la Iglesia tiene una doble finalidad: para consigo misma: llenarse plenamente de Cristo, llegar a ser “la plenitud de Cristo”; y para los que no pertenecen a la Iglesia: ser el medio visible gracias al cual Cristo actúe en el mundo.

«Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» En el momento de la ascensión, Cristo reitera su promesa: plenamente glorificado, derrama en su Iglesia el Espíritu Santo. Esta semana es semana de cenáculo. Toda la Iglesia sólo tiene esta tarea que realizar: permanecer con María a la espera del Espíritu, que viene con su fuerza poderosa para hacernos testigos de Cristo.

El evangelio nos subraya que, después de la ascensión, los discípulos «se volvieron a Jerusalén con gran alegría». Es la alegría de contemplar la victoria total y definitiva de Cristo; la alegría de entender el plan de Dios completo y de descubrir el sentido de la humillación, de los padecimientos y de la muerte de Cristo. Es la alegría de saber que Cristo glorioso sigue misteriosamente presente en su Iglesia, infundiéndole su propia vida.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Nuestra comunión en los misterios de Jesús
(516 – 521)

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre», y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadle». Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre, nos «manifestó el amor que nos tiene» con los rasgos más sencillos de sus misterios.

Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en su Encarnación, porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza; en su vida oculta, donde repara nuestra insumisión mediante su sometimiento; en su palabra, que purifica a sus oyentes; en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales «él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades»; en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica.

Toda la vida de Cristo es Misterio de Recapitulación. Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera: Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús, devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios.

Toda la riqueza de Cristo es para todo hombre y constituye el bien de cada uno. Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros. Jesús se muestra como nuestro modelo: Él es el «hombre perfecto» que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones. Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre. Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él.

El misterio de la Ascensión
(659 – 668)

Hay una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios.

Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo. «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre». Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre», a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre: ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino.

«Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor». Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros», es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En Él la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente.

Entre la Ascensión y el retorno glorioso de Cristo
(669 – 670)

Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia. Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia. La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra.

Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la «última hora». El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta.

El Tiempo de la misión y la prueba
(671 – 672)

El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido, y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios. Por esta razón los cristianos pedimos, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplicamos: «Ven, Señor Jesús».

La última prueba de la Iglesia
(675 – 677)

Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el «Misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad.

La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne. La Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, intrínsecamente perverso, falsificación de la redención de los humildes.

La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el Cielo a su Esposa.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia. Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus Misterios en nosotros y en toda su Iglesia por las gracias que Él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos Misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros» (S. Juan Eudes).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Contigo sube el mundo cuando subes,
y al son de tu alegría matutina
nos alzamos los muertos de las tumbas;
salvados respiramos vida pura,
bebiendo de tus labios el Espíritu.

Cuando la lengua a proferir no alcanza
tu cuerpo nos lo dice, ¡oh Traspasado!
Tu carne santa es luz de las estrellas,
victoria de los hombres, fuego y brisa,
y fuente bautismal, ¡oh Jesucristo!

Cuanto el amor humano sueña y quiere,
en tu pecho, en tu médula, en tus llagas
vivo está, ¡oh Jesús glorificado!
En ti, Dios fuerte, Hijo primogénito,
callando, el corazón lo gusta y siente.

Lo que fue, lo que existe, lo que viene,
lo que en el Padre es vida incorruptible,
tu cuerpo lo ha heredado y nos lo entrega.
Tú nos haces presente la esperanza,
tú que eres nuestro hermano para siempre. Amén.

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