Domingo de Pentecostés C


«¡Ven, Espíritu Santo!»

Hch 2, 1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar

Sal 103, 1. 24-34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra

1 Co 12, 3b-7. 12-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo

Jn 20, 19-23: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.

I. LA PALABRA DE DIOS

«Exhaló su aliento sobre ellos». Como en una nueva creación, es necesario “el aliento” (el espíritu) de Dios.

«Recibid el Espíritu Santo». El Espíritu Santo es el aliento divino, dador de vida sobrenatural, como el soplo que infundió vida al primer hombre. Jesús les comunica el Espíritu Santo, primeramente para suscitar y reafirmar en ellos la fe en su resurrección (para que “vean”, es decir, para que crean); y luego, para hacer que otros vean, quitando la ceguera del pecado.

«A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Es verdad de fe definida que las palabras de Jesús en estos versículos hay que entenderlas de la potestad de perdonar y de retener los pecados en el sacramento de la penitencia.

En la primera lectura, el significado que san Lucas atribuye a la lista de pueblos y al acontecimiento de que «cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua», es “la universalidad” de la predicación, la caída de barreras lingüísticas y raciales ante la invasión del Espíritu de Jesús resucitado; lo contrario de lo que sucedió en Babel. La Iglesia de Cristo nació universal.

La segunda lectura nos habla de los dones espirituales: «Hay diversidad de dones … En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común». La palabra “carismas” (dones) tiene varios significados en el Nuevo Testamento. En sentido técnico es: don gratuito concedido al hombre, por la presencia en él del Espíritu Santo, con una finalidad social: la santificación de los demás, la edificación de la Iglesia. Un carisma auténtico no pretende ser el único, ni el mejor; conoce su propia tarea (la que le corresponde para el bien de los demás), y acepta sus propios límites; respeta y aprecia los otros carismas; no se opone a ellos ni se compara con ellos, no los acapara ni destruye; se somete gozosamente al carisma de gobierno. Existe un orden, una jerarquía, en los carismas, pues su finalidad es el provecho común, la construcción del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ese orden entre los carismas tiene una norma suprema: ante todo, y sobre todo, la caridad.

La maravilla primera y fundamental de Pentecostés es una Iglesia viva, llena de vitalidad y de empuje. Ya ese mismo día se convierten tres mil personas con la predicación y el testimonio de Pedro. Y todo el libro de los Hechos no es más que la descripción de una explosión de vida producida precisamente por el Espíritu Santo. A lo largo de él encontramos una Iglesia joven, entusiasmada y capaz de entusiasmar, llena del Espíritu Santo que impulsa a la oración, al testimonio, al apostolado, a darlo todo: una Iglesia llena de la alegría del Espíritu, pobre y desprendida, que anuncia con gozo y convicción a Cristo y que está dispuesta a perderlo todo y dejarse matar por Él.

Esto nos debe llevar a hacer examen de conciencia a todos, pastores y fieles. ¿Tiene nuestra Iglesia de hoy esa vitalidad entusiasmante? Y, sin embargo, el Espíritu Santo es el mismo, no ha perdido fuerza desde entonces. Si hoy no se producen aquellas maravillas, ¿no será que estamos resistiendo al Espíritu Santo?

Dios quiere renovar entre nosotros el prodigio de Pentecostés, realizando las mismas «maravillas» de aquel día. Pecaríamos si esperásemos menos de lo que Dios nos promete.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Espíritu y la Iglesia en los últimos tiempos
(731 – 732)

El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu.

En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

El Espíritu Santo, El Don de Dios
(733 – 736)

«Dios es Amor» y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado».

Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.

El nos da entonces las «arras» o las «primicias» de nuestra herencia: la Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar «como Él nos ha amado». Este amor (la caridad de 1 Cor 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos «recibido una fuerza, la del Espíritu Santo».

Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza». El Espíritu es nuestra Vida: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más «obramos también según el Espíritu».

El Espíritu Santo y la Iglesia
(737 – 741)

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den «mucho fruto».

Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad.

Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo.

Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.

La Iglesia, Templo del Espíritu Santo
(770, 771, 797-801)

La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente con los ojos de la fe se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina. La Iglesia es a la vez: sociedad dotada de órganos jerárquicos y Cuerpo Místico de Cristo; grupo visible y comunidad espiritual; la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo. Estas dimensiones juntas constituyen una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano.

Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia” (San Agustín). A este Espíritu de Cristo, como principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo Él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros. El Espíritu Santo hace de la Iglesia «el Templo del Dios vivo».

El Espíritu Santo es el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo. Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio», por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por “la gracia concedida a los apóstoles” que entre estos dones destaca, por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales (llamadas «carismas«) mediante las cuales los fieles quedan preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el Don de Dios. Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo).

«Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna» (San Basilio).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén

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