DOMINGO XII ORDINARIO “A”



«No tengáis miedo»

Jr 20,10-13:             «Libró la vida del pobre de manos de los impíos»

Sal 68,8-35:             «Que me escuche tu gran bondad, Señor»

Rm 5,12-15:             «El don no se puede comparar con la caída»

Mt 10,26-33:             «No tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

En Jeremías, la audacia supera al temor. Pasa del «pavor en torno» a «el Señor está conmigo, mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo».

Gracias a un solo hombre, Jesucristo, «la gracia otorgada por Dios… sobró para la multitud». Merced a esta misericordia y don de Dios, la fuerza de Jesús está con los que creen en Él.

Ante evangelios como este uno se sorprende viendo lo cobardes que podemos llegar a ser los cristianos. Jesús nos dice que no tengamos miedo a los que matan el cuerpo, y sin embargo todo son temores ante el sufrimiento, ante la muerte, ante lo que los hombres puedan hacernos, ante lo que puedan opinar o decir de nosotros…

«Las azoteas» no son las sacristías, ni «la intimidad de la conciencia», ni el «ámbito privado», donde parece que nos quieren recluir a los cristianos en una sociedad laicista y anticatólica. La razón para no tener miedo es que Dios nos envía para dar a conocer el Evangelio a todos mediante nuestro testimonio público. El verdadero cristiano –es decir, el que tiene una fe viva– encuentra su seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones ¿cómo no va a cuidar de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle.

Lo que ocurre es que a veces llamamos malo a lo que en realidad no es malo. ¿Qué de malo puede tener que nos quiten la vida, o nos arranquen la piel a tiras, o nos crucifiquen en una televisión, si eso nos da la vida eterna? Ahí está el testimonio de tantos mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, que han ido gozosos y contentos al martirio en medio de terribles tormentos.

«Los que matan el cuerpo»: El discípulo no es más que el Maestro. Habrá persecución y martirio, pero el poder de los perseguidores es ridículo: todo lo que pueden hacer, lo hace también un simple microbio. Lo importante es la fidelidad a Dios con «santo temor» o respeto que es quien tiene poder sobre el alma.

El único mal real que el hombre debe temer es el pecado, que le llevaría a una condenación eterna –«temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo»–. Ante este evangelio, ¡cuántas maneras de pensar y de actuar tienen que cambiar en nuestra vida!.

Este evangelio de hoy nos invita a mirar al juicio –«nada hay escondido que no llegue a saberse»–. En ese momento se aclarará todo. Y en esa perspectiva, ante lo único que tenemos que temblar es ante la posibilidad de avergonzarnos de Cristo, pues en tal caso también Él se avergonzará de nosotros ese día ante el Padre.

Por otro lado, en los dos últimos versículos hay una nueva formulación implícita de la divinidad de Jesús; si decir que le pertenecemos, o negarlo, es afirmar nuestra salvación o condenación eternas, quien habla así es más que el simple «Jesús de Nazaret».

La sociedad humana, tantas veces tan hostil a principios irrenunciables para un cristiano, nos ofrece la oportunidad de defender valientemente nuestra fe. No se trata de crearse enemigos ni de suscitar polémicas inútiles para ejercer de héroes todos los días; pero viviendo sencillamente nuestras verdades suscitaremos interrogantes en muchos, especialmente entre quienes creen estar muy seguros «de su propia verdad».

Estamos llamados a la valentía de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad.

II. LA FE DE LA IGLESIA

¡Ánimo! Yo he vencido al mundo
(1808)

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso hasta la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. «Mi fuerza y mi cántico es el Señor». «En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo».

Dar testimonio de la verdad
(2471 – 2474, 1302, 2499)

Ante Pilato, Cristo proclama que había «venido al mundo: para dar testimonio de la verdad». El cristiano no debe «avergonzarse de dar testimonio del Señor». En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces. Debe guardar una «conciencia limpia ante Dios y ante los hombres».

El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad.

Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar, con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, al hombre nuevo de que se revistieron por el Bautismo. La fuerza del Espíritu Santo les ha fortalecido con la Confirmación para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz.

El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza.

Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre.

La moral cristiana denuncia la llaga de los estados totalitarios que falsifican sistemáticamente la verdad, ejercen mediante los medios de comunicación un dominio político de la opinión, manipulan a los acusados y a los testigos en los procesos públicos y tratan de asegurar su tiranía yugulando y reprimiendo todo lo que consideran «delitos de opinión».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir para unirme a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros» (S. Ignacio de Antioquía).

«Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a Él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza)» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Pléyade santa y noble de mártires insignes,
testigos inmortales del Cristo victimado;
dichosos, pues sufristeis la cruz de vuestro Amado
Señor, que a su dolor vuestro dolor ha unido.

Bebisteis por su amor el cáliz de la sangre,
dichosos cirineos, camino del Calvario,
seguisteis, no dejasteis a Jesús en solitario,
llevasteis vuestra cruz junto a su cruz unida.

Rebosa ya el rosal de rosas escarlatas,
y la luz del sol tiñe de rojo el alto cielo,
la muerte estupefacta contempla vuestro vuelo,
enjambre de profetas y justos perseguidos.

Vuestro valor intrépido deshaga cobardías
de cuantos en la vida persigue la injusticia;
siguiendo vuestras huellas, hagamos la milicia,
sirviendo con amor la paz de Jesucristo. Amén
.

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