DOMINGO XIX ORDINARIO “B”


«El Pan de los ángeles se hace pan de los hombres; y el pan celestial da fin a las antiguas figuras»

1R 19,4-8:                                                 «Con la fuerza de aquel alimento caminó hasta el monte de Dios»

Sal 33:                                                  «Gusten y vean qué bueno es el Señor»

Ef 4,30-5,2:                                                 «Vivan en el amor, como Cristo»

Jn 6,41-51:                                                 «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo»

I. LA PALABRA DE DIOS

La lectura del primer libro de los Reyes nos describe la huida de Elías que se siente fracasado en su obra, y pide a Dios que se lo lleve de este mundo. El milagroso alimento que recibe es señal de que Dios está con él.

«Los judíos murmuraban», como los israelitas contra Moisés en el desierto, con una murmuración que manifiesta la falta de fe y que, en realidad, iba dirigida contra Dios.

«¿No es este el hijo de José?» Los judíos murmuraban de Jesús, que se presentaba como «pan bajado del cielo». Se negaban a creer su palabra. No se fiaban de Él. Preferían permanecer encerrados en su razón, en su «experiencia», en sus sentidos… y en sus intereses. La fe exige de nosotros un salto, un abandono, una expropiación. La fe nos invita a ir siempre «más allá». La fe es «prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1).

«Jesús les respondió». Jesús no retira ni corrige sus afirmaciones anteriores; afirma que la fe es don de Dios, que la obra humana es «dejarse llevar» por ese atractivo con el que el Padre nos pone ante su Hijo. «Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe es respuesta a esa atracción del Padre, a la acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. La adhesión a Cristo es siempre respuesta a una acción previa de Dios en nosotros. Pero es necesario acogerla, secundarla. Por eso la fe es obediencia (Rom 1,5), es decir, sumisión a Dios, rendimiento, aceptación, acatamiento. Y por eso, la fe remata en adoración.

El único verdadero «padre» de Jesús es Dios, «el Padre» (con artículo determinado, corrigiendo a sus interlocutores, que acaban de nombrar a José como padre de Jesús).

«Yo soy el pan de la vida». Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida; no sólo en la euca­ristía, sino en todo momento. Y la fe nos permite «comulgar» –es decir, entrar en comunión con Cristo– en cualquier instante. La fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida. Por eso asevera Jesús: «Se lo aseguro, el que cree tiene vida eterna». Todo acto de fe acrecienta nuestra unión con Cristo y, por tanto, la vida.

«Mi carne»: mi naturaleza humana, mi humanidad. «Para que el mundo tenga vida»: en favor de la vida, para que los hombres tengan vida. El anuncio de la Eucaristía es claro y sin ambigüedades, hasta provocar el escándalo. El texto recuerda la fórmula de los otros evangelistas para la institución de la Eucaristía bajo la especie de pan, acentuando su aspecto redentor, de sacrificio. 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo revela el Espíritu
a través de la Euca­ristía
 (728)

Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que Él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo.

El memorial sacrificial de Cristo
y de su Cuerpo, que es la Iglesia
(1362 – 1371)

La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la misma sangre que derramó por todos para la remisión de los pecados.

La Eucaristía es un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica  su fruto. Cristo, nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para los hombres una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio, en la última Cena, la noche en que fue entregado, quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible –como lo reclama la naturaleza humana–, donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día.

El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Euca­ristía son, pues, un único sacrificio: Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se ofreció a si misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecerse. En la Misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento.

La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

En las catacumbas de Roma, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por Él, con Él y en Él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.

A la ofrenda de Cristo se unen, no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

Necesidad y frutos de la comunión eucarística
(1384 –1401)

Los fieles, con las debidas disposiciones, deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).

La Iglesia nos recomienda vivamente a los fieles que recibamos la sagrada comunión cada vez que participamos en la misa; nos manda participar los domingos y días de fiesta en la misa y comulgar al menos una vez al año, en Pascua de Resurrección. No obstante, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no rehusará ser invocado como Dios por aquellos que hayan mortificado en la tierra sus miembros, y, sin embargo, viven en Cristo. Además, Dios es Dios de vivos, no de muertos; más aún, vivifica a todo hombre por su Verbo vivo, el cual da a los santos para alimento y vida, como el mismo Señor dice: «Yo soy el pan de la vida». Los judíos, por tener el gusto enfermizo y los sentidos del espíritu no ejercitados en la virtud, no entendiendo rectamente la explicación de este pan, le contradecían porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo»» (San Atanasio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cantan tu gloria, Cristo Sacerdote,
los cielos y la tierra:
a ti que por amor te hiciste hombre
y al Padre como víctima te ofrendas.

Tu sacrificio nos abrió las puertas,
de par en par, del cielo;
ante el trono de Dios, es elocuente
tu holocausto en la cruz y tu silencio.

Todos los sacrificios de los hombres
quedaron abolidos:
todos eran figuras que anunciaban
al Sacerdote eterno, Jesucristo.

No te basta el morir, que quieres darnos
alimento de vida:
quedarte con nosotros y ofrecerte
sobre el altar: hacerte eucaristía.

Clavado en cruz nos miras, te miramos,
crece el amor, la entrega.
Al Padre, en el Espíritu, contigo,
eleva nuestro canto y nuestra ofrenda.

Amén.

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