La fe mueve montañas
Hab l,2-3; 2,2-4: El justo vivirá por su fe.
Sal 94, 1-9 Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».
2 Tm l,6-8.13-14: No tengan miedo de dar la cara por nuestro Señor.
Lc l7, 5-10: ¡Si tuvierais fe…!
I. LA PALABRA DE DIOS
San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, le recuerda el don del Espíritu que éste recibió en su ordenación como sucesor de los Apóstoles; espíritu de gobierno y de fortaleza para mantener con fidelidad el tesoro de la fe cristiana.
La frase del profeta Habacuc: «El justo vivirá por su fe», fue citada por S. Pablo como argumento fundamental en su carta a los Romanos. El Nuevo Testamento nos recuerda de múltiples maneras que la fe es el único camino para nuestra relación con Dios: «sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6). Por eso mismo es la raíz y fundamento de toda la vida del cristiano. En el judaísmo estaba extendida la idea de que el cumplimiento mecánico de la Ley confería derechos ante Dios, lo que supone prácticamente poder salvarse a sí mismo. Sin embargo, la vida cristiana no se apoya en nuestros propios méritos. El hombre es incapaz de salvarse por su propio esfuerzo, toda «recompensa» de parte del Señor es «gracia» suya (don gratuito).
El Evangelio recoge la enseñanza de Jesús a sus discípulos sobre lo que define al creyente: un hombre de fe, que busca sólo y siempre hacer la voluntad de Dios. ¿Quién tiene esta fe? La fe es un don de Dios necesario para salvarnos, un don que hay que reconocer y por el que tenemos que darle gracias. Un don que hay que pedir con humildad: ¡Señor, «auméntanos la fe»! Un don que hay que conservar y acrecentar por la oración y los sacramentos. En rigor, no «se tiene fe«, sino que «se es creyente» –y se progresa en la adhesión a Cristo–, o no se es –y se retrocede en esa adhesión–. El ejercicio de la fe asegura el crecimiento de la misma, que no se tiene –ni se pierde– toda de una vez.
Las palabras «si tuvierais fe» que Jesús dirige a los apóstoles, y a nosotros, sugieren que nuestra fe es prácticamente nula o sólo interesada en lo milagroso, ya que bastaría «un granito» para ver maravillas. Es grande el poder de la fe, pues cuenta con el poder infinito de Dios. El verdadero creyente no se apoya en sus limitadas capacidades humanas, sino en la ilimitada potencia de Dios, para el cual «nada hay imposible» (Lc 1,37). La fe es la única condición que Jesús pone a cada paso para obrar milagros, y es también la condición que espera encontrar hoy en nosotros para seguir realizando sus maravillas y llevar adelante la historia de la salvación en nuestro mundo.
El texto evangélico quiere fijar nuestra atención en el poder de la auténtica fe en Dios. El ejemplo de la morera es una forma de ilustrar que el creyente –fiándose de Dios y esperándolo todo de Él– es capaz de realizar lo humanamente imposible. Por eso, lo decisivo no son las dificultades y los males que encontramos a nuestro paso. Lo decisivo es la fe, que espera todo de Dios, que no pone límites al poder de Dios. «Si crees verás la gloria de Dios» (Jn 11,40), es decir, a Dios mismo actuando y transformando la muerte en vida. A nosotros, pobres siervos, nos corresponde avivar el fuego de esta gracia de la fe que nos ha sido dada; esto es «lo que teníamos que hacer».
II. LA FE DE LA IGLESIA
La fe, virtud teologal
(1814 – 1816)
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma.
Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios. La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios y a toda la verdad que Dios ha revelado. Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla.
Las características de la fe
(153 – 165)
La fe es don de Dios y respuesta libre del hombre: en la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia.
La fe es una gracia. La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad.
La fe es un acto humano. Creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas.
La fe es racional, trata de comprender. El creyente desea conocer mejor a Aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor.
La fe es libre, no se puede imponer. El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza.
La fe es necesaria para salvarse. Creer en Cristo Jesús, y en Aquel que lo envió para salvarnos, es necesario para obtener esa salvación; y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin, obtendrá la vida eterna.
La fe tiene que cuidarse, defenderse y alimentarse. La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1, 18‑19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe actuar por la caridad –la fe sin obras está muerta–, ser sostenida por la esperanza y debe estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe luminosa, por Aquel en quién se cree, con frecuencia es vivida en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación. «Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12, 1‑2).
Los pecados contra la fe
(2087 – 2089)
El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe:
La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer.
La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.
La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento.
La herejía es la negación pertinaz de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma.
El cisma es el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.
La apostasía es el rechazo total, después de haber recibido el bautismo, de la fe cristiana.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio».
Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven». Gracias a esta «fe poderosa», Abraham vino a ser «el padre de todos los creyentes».
La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Isabel la saludó como: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!». Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada.
Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Mis ojos, mis pobres ojos
que acaban de despertar
los hiciste para ver,
no sólo para llorar.
Haz que sepa adivinar
entre las sombras la luz,
que nunca me ciegue el mal
ni olvide que existes tú.
Que, cuando llegue el dolor,
que yo sé que llegará,
no se me enturbie el amor,
ni se me nuble la paz.
Sostén ahora mi fe,
pues, cuando llegue a tu hogar,
con mis ojos te veré
y mi llanto cesará.
Amén.