DOMINGO IV DE CUARESMA “A”



«Los bautizados estamos iluminados por Cristo para no caminar a ciegas ni en tinieblas»

1S 16,1b.6-7; 10-13a: «David es ungido rey de Israel»
Sal 22,1-6 «El Señor es mi pastor, nada me falta»
Ef 5,8-14: «Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz»

Jn 9,1-41: «Fue, se lavó, y volvió con vista»


I. LA PALABRA DE DIOS

En los domingos de Cuaresma, de forma muy particular en este año litúrgico del ciclo A, somos introducidos a vivir un itinerario bautismal, casi a recorrer el camino de los catecúmenos, de aquellos que se preparan a recibir el Bautismo, para reavivar en nosotros este don y para hacer que nuestra vida recupere las exigencias y los compromisos de este Sacramento, que está en la base de nuestra vida cristiana.

La curación del ciego de nacimiento es un «milagro-signo revelador», típico del evangelio de Juan: Jesús se revela con palabras y con hechos que las confirman; en este caso, la revelación es: «Yo soy la luz del mundo», soy «la Vida que es la luz de los hombres».

«¿Quién pecó?». La pregunta de los discípulos parte de la creencia en una relación causa–efecto entre pecado y enfermedad física. «Ni éste pecó ni sus padres». Jesús distingue el pecado del mal físico. El sentido de la respuesta de Jesús sería: «ni pecó este ni sus padres, pero dejad que se manifiesten en él las señales de Dios a favor mío».

«Hizo barro con la saliva y se lo untó en los ojos». Todo el relato describe, por una parte, el itinerario hacia la fe (el ciego llega a ver); y, por otra, el itinerario inverso, el del endurecimiento (la ceguera de los fariseos es mayor al final): El primer paso para la fe resulta paradójico: cegar más; pero es que «la fe, cegando, da luz» (san Juan de la Cruz). Le abrió los ojos, cuando parecía se los tapaba con el barro. Ni en el gesto de la aplicación de la saliva –a pesar de que los antiguos le atribuían poderes curativos– ni en la purificación en el estanque, hay relación de causa a efecto, sino una significación sacramental más profunda (bautismo, eucaristía, y los demás sacramentos).

«Empecatado naciste». Queda claro el influjo de la voluntad en la fe y en la negativa a creer. Se acaba insultando al ciego–vidente que, con ironía popular, da una lección a sus jueces malintencionados. Mientras que Jesús había afirmado que no se trataba de un pecado personal del ciego, la actitud orgullosa de los fariseos hace que se erijan en jueces absolutos y lo condenen como pecador.

«Y lo expulsaron» … «¿Tú crees en el Hijo del Hombre?». Jesús acoge al rechazado por Israel y hace que su conocimiento de fe crezca hasta la plena luz: desde pensar que Jesús es un cualquiera («ese hombre que se llama Jesús»), a reconocer que es un profeta, aceptar luego que es santo y enviado de Dios; hasta, finalmente, confesar y adorar al Hijo del Hombre como Señor y Dios («Creo, Señor. Y se postró»).

«Para un juicio he venido»: para provocar en los hombres un discernimiento y una elección, una decisión a favor o en contra. Ésta es la clave de porqué el ciego llega a la luz mientras que los judíos se vuelven ciegos.

Éste ciego somos nosotros. Ciegos de nacimiento, e incapaces de curarnos nuestra propia ceguera. Hemos entrado en la Cuaresma para ser iluminados por Cristo, para que Él sane nuestra ceguera. ¡Qué poquito conocemos a Dios! ¡Qué poco entendemos sus planes! De Dios es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Somos incapaces de reconocer a Cristo, que se acerca a nosotros bajo tantos disfraces. Nuestra fe es demasiado corta. El mejor fruto de Cuaresma es que salgamos de ella con la fe acrecentada, lúcida, potente, en sintonía con el misterio de Dios y sus planes, capaces de discernir la voluntad de Dios, que quiere «arrancarnos del dominio de las tinieblas» para que vivamos en la luz de Cristo, iluminados por su presencia.

La primera condición es reconocer que somos ciegos y dejar entrar en nuestra vida a Cristo, «la luz del mundo». El ciego reconoce su ceguera y además de la vista recibe la fe. Creer en Jesús es dejar atrás la oscuridad del pecado, y tener comunión de vida con Dios. Los fariseos, en cambio, se creen lúcidos «nosotros sabemos» y rechazan a Jesús, se cierran a la luz de la fe y quedan ciegos. La soberbia es el mayor obstáculo para acoger a Cristo y ser iluminados.

La sanación es un testimonio potente del paso de Cristo por la vida de este ciego. Él no sabe dar explicaciones de quién es Jesús. Simplemente confiesa: «sólo sé que yo era ciego y ahora veo». Pero con ello está proclamando que Cristo es la luz del mundo. No se trata de ideas, sino de un acontecimiento: estaba muerto y he vuelto a la vida, era esclavo del pecado y he sido liberado. Esto es nuestra Cuaresma y nuestra Pascua: el acontecimiento de Cristo que pasa por nuestra vida sanando, iluminando, resucitando, comunicando vida nueva.

En el Bautismo somos liberados de las tinieblas del mal y recibimos la luz de Cristo para vivir como hijos de la luz. También nosotros debemos aprender a ver la presencia de Dios en el rostro de Cristo y así la luz.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, revelación del Padre
y misterio de Redención
(516, 517) 

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre», y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escúchenle». Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre, nos «manifestó el amor que nos tiene» con los menores rasgos de sus misterios.

Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza; en su vida oculta donde repara nuestra insumisión mediante su sometimiento; en su palabra que purifica a sus oyentes; en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales «él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades»; en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica.

Cristo, luz de los pueblos
(748)

Cristo es la luz de los pueblos. La luz de Cristo, resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.

El Bautismo, baño de iluminación
(1216)

Este baño, el Bautismo, es llamado «iluminación» porque quienes reciben esta enseñanza en la catequesis su espíritu es iluminado. Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre», el bautizado, «tras haber sido iluminado«, se convierte en «hijo de la luz», y en «luz» él mismo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son «la luz del mundo».

El Bautismo nos da la luz de la fe

La fe es una virtud sobrenatural infusa por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, no por la evidencia de esas verdades, sino por la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Los cristianos creemos las verdades contenidas en la Palabra de Dios, escrita en la Biblia o transmitida por la Tradición, y que son propuestas por el Magisterio de la Iglesia como divinamente reveladas. Las principales verdades de nuestra fe se encuentran resumidas en el Credo. El hombre necesita para creer la gracia del Espíritu Santo, pues la fe es un don sobrenatural. La fe es necesaria para la salvación, pues, como afirmó el Señor, «el que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer se condenará».

El Bautismo es el sacramento de la fe. Pero la fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. La fe debe crecer después del Bautismo.

La duda en la fe puede llevar a
la ceguera del espíritu
(2088)

El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe: La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer; La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta –si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu–; La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento; Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; Apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; Cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.

Los pecados más graves y comunes contra la fe son los siguientes: Creer alguna cosa contra la fe o fomentar dudas sobre ella; Desconfiar de la misericordia paternal de Dios; La idolatría o adoración de dioses falsos; La superstición, o sea, creer en fuerzas ocultas y ridículas; La adivinación y la magia, o sea, el recurso a medios ilícitos que equivocadamente se supone «desvelan» el porvenir; La irreligión, o sea, tentar a Dios o cometer sacrilegios; Leer, retener o propagar escritos contrarios a la fe; El ateísmo o negación de Dios.

Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.

La sexta bienaventuranza proclama «bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Los de «corazón puro» o limpio son los que, iluminados por el Espíritu Santo, han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor a la verdad y la ortodoxia de la fe. Hay un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe.

La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un prójimo; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Quedaremos iluminados, queridos hermanos, si tenemos el colirio de la fe. Porque fue necesaria la saliva de Cristo mezclada con tierra para ungir al ciego de nacimiento. También nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán, y necesitamos que el Señor nos ilumine… Piensa que también iluminó a los ciegos» (San Agustín).

«El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios… lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque, es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios» (San Gregorio Nacianceno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Porque, Señor, yo te he visto
y quiero volverte a ver,
quiero creer.

Te vi, sí, cuando era niño
y en agua me bauticé,
y, limpio de culpa vieja,
sin velos te pude ver.

Devuélveme aquellas puras
transparencias de aire fiel,
devuélveme aquellas niñas
de aquellos ojos de ayer.

Están mis ojos cansados
de tanto ver luz sin ver;
por la oscuridad del mundo,
voy como un ciego que ve.

Tú que diste vista al ciego
y a Nicodemo también,
filtra en mis secas pupilas
dos gotas frescas de fe.

Amén.

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