DOMINGO V DE CUARESMA “A”



 «Morir al pecado es empezar a participar de la resurrección de Cristo»

Ez 37,12-14: «Os infundiré mi espíritu y viviréis»
Sal 129,1-8: «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa»
Rm 8,8-11: «El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros»
Jn 11,1-45: «Yo soy la resurrección y la vida»


I. LA PALABRA DE DIOS

El mensaje principal de la liturgia del domingo V de Cuaresma es el siguiente: En el Bautismo hemos pasado de la muerte a la vida y somos hechos capaces de gustar a Dios, de hacer morir el hombre viejo para vivir del Espíritu del Resucitado.

«Señor, tu amigo está enfermo… Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». El evangelista juega con dos verbos en el texto griego original: «phileîn» (querer) y «agapân» (amar). «Tu amigo», al que quieres (phileîn) con afecto de amistad: es la percepción de las hermanas (y también del resto de la gente cuando le ven llorar ante la tumba: «¡Cómo lo quería!»); pero el evangelista, desde la fe revelada, corrige esta percepción limitada de la calidad del amor de Jesús: «Jesús amaba…» con amor de caridad (agapân), que tiene exigencias superiores a lo que puede pedir una mera amistad. Cristo nos ama con un amor que va mucho más allá de lo que nosotros somos capaces de experimentar o desear. El problema es cuando nosotros concebimos el amor de Cristo como proyección de nuestra limitada forma de amar. ¿Será por eso que Jesús nos manda amar a los demás, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado?

«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Idénticas palabras repiten las dos hermanas, cada una por su cuenta. Palabras que son expresión de fe en Jesús, pero de una fe muy limitada, muy a la medida humana. Creen que Jesús puede curar a un enfermo, pero no creen que pueda llegar a resucitar a un muerto. ¿Y no es así también nuestra fe? Ponemos condiciones al poder del Señor. Y sin embargo su poder es incondicionado: «para Dios nada hay imposible».

 «Si crees, verás la gloria de Dios». Frente a esta fe tan corta, el evangelio nos impulsa a una fe «a la medida de Dios». Él quiere manifestar su grandeza divina, su poder infinito, su gloria. Deliberadamente, Jesús tarda en acudir a la llamada de Marta y Maria. Permite que Lázaro muera para resucitarle y manifestar de manera más potente su gloria: «Esta enfermedad… servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». No hay situación que no tenga remedio; cuanto más difícil, más fácil que Cristo «se luzca».

«El que cree en mí… vivirá… no morirá para siempre». Jesús es el único que da la vida eterna, y quien la recibe, la tiene precisamente por creer en Él. La amistad entre Jesús, Lázaro y sus hermanas era de sobra conocida. Pero no les hace el milagro por eso, sino porque creían en Él. La fe, más que carta de recomendación para el milagro, es requisito indispensable. 

El centro del relato lo constituye la revelación que Jesús hace de sí mismo: «Yo soy la resurrección y la vida»; afirmación lo suficientemente grave como para acreditarla con una victoria sobre la muerte, resucitando a Lázaro. Jesús, no sólo «posee» la vida, «es» la vida; no sólo resucitará a otros en el último día, Él mismo «es» la resurrección. La vida sobrenatural, que Jesús concede ya ahora a quienes creen en Él, contiene en germen la resurrección final. Si permite el mal es para que más se manifieste lo que Él es y lo que es capaz de realizar: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros… para que creáis». 

En la oración que hace Jesús, la acción de gracias precede al acontecimiento: «Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado», lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: «Yo sabía bien que tú siempre me escuchas», es decir, que Jesús, por su parte, ora de manera constante y es consciente de su especial relación con «su» Padre. Así, apoyada en la acción de gracias y en la confianza filial y amorosa, la oración de Jesús nos enseña cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a la voluntad de Aquel que da y que se da al darnos sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el «tesoro«, y en Él está el Corazón de su Hijo; el don solicitado se otorga como «por añadidura».

Porque Jesús es la Resurrección, ha roto las ataduras de Lázaro; y a nosotros nos libra de las ataduras del pecado y de la muerte. Esta cuaresma tiene que significar para nosotros y para toda la Iglesia, y todavía más, para todos los que por el pecado están muertos a la vida de gracia –verdaderos «muertos vivientes»– una auténtica resurrección a una vida nueva. Cristo es la resurrección, y lo típico de su acción es hacer brotar la vida donde sólo había muerte. Cristo puede, y quiere, resucitar al que está muerto por el pecado o por la carencia de fe. Lo suyo es hacer cosas grandes, maravillas divinas. Y nosotros no debemos esperar menos. No tenemos derecho a dar a nadie por perdido.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La fe en Jesús y la fe en la resurrección:
(994).

Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida». Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás«, del signo del Templo: anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.

Los signos del Reino de Dios:
(547. 548. 549. 550).

Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado.

Los signos (o milagros) que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. Invitan a creer. Jesús concede lo que le piden a los que acuden a Él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es Hijo de Dios. Pero también pueden ser «ocasión de escándalo«. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios.

Al liberar a algunos hombres de los males terrenos, del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: «Pero, si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a ustedes el Reino de Dios». Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios. Anticipan la gran victoria de Jesús sobre «el príncipe de este mundo». Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: «Dios reinó desde el madero de la Cruz«.

Libertad, necesidad y perseverancia en la fe:
(160. 161. 162).

El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza. Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados. Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús. En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él.

Creer en Cristo Jesús, y en Aquel que lo envió, es necesario para obtener la salvación. Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya «perseverado en ella hasta el fin», obtendrá la vida eterna.

La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo. S. Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe». Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe «actuar por la caridad», ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La conversión del corazón,
principio de una vida nueva:
(1848; cf 1888).

Como afirma S. Pablo, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor». Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado.

Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Reciban el Espíritu Santo». Así pues, en este convencer en lo «referente al pecado», descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El sueño, hermano de la muerte,
a su descanso nos convida;
guárdanos tú, Señor, de suerte
que despertemos a la vida.

Tu amor nos guía y nos reprende
y por nosotros se desvela,
del enemigo nos defiende
y, mientras dormimos, nos vela.

Te ofrecemos, humildemente,
dolor, trabajo y alegría;
nuestra plegaria balbuciente:
¡Gracias, Señor, por este día!

Recibe, Padre, la alabanza
del corazón que en ti confía
y alimenta nuestra esperanza
de amanecer a tu gran día.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo Salvador,
gloria al Espíritu divino:
tres Personas y un solo Dios. 

Amén.

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