«Si el sembrador siembra y la semilla es fecunda, ¿por qué no hay fruto?«
Mt 13, 1-23: Salió el sembrador a sembrar
I. LA PALABRA DE DIOS
La Palabra, como la semilla, es por sí misma eficaz. La Palabra de Dios que anunciaba a Israel el fin de la cautividad de Babilonia se cumpliría: «hará mi voluntad, cumplirá mi encargo» (1ª Lect.).
El Espíritu que habita en nosotros nos introduce en la Palabra para que produzca el fruto de la esperanza, de la «libertad gloriosa de los hijos de Dios».
Cristo es el sembrador que siembra su palabra en nosotros. Y la semilla tiene fuerza para dar fruto abundante –¡el ciento por uno! Por malo que venga el año, la semilla da fruto…, a no ser que algo ajeno lo impida.
Si nosotros estamos recibiendo continuamente la semilla de la palabra de Cristo, ¿a qué se debe que no demos fruto, o que no demos todo lo que teníamos que dar? La culpa no es del sembrador –Cristo no puede fallar al sembrar–, ni de la semilla –que tiene poder de germinar–, sino de la tierra en que cae esa semilla. ¿Qué hay en nosotros que nos impide dar fruto? Jesús mismo lo explica claramente. La Palabra necesita de la cooperación humana como la semilla necesita de la tierra. Su eficacia está condicionada a la libre respuesta del hombre.
Con la imagen de la tierra, el evangelista señala cuatro actitudes:
1) La tierra dura del borde del camino: El corazón duro, orgulloso, autosuficiente; es el no abrirnos a la Palabra, el no detenernos a asimilarla, a meditarla, a orarla. La soberbia hace que el Maligno, siempre activo, se lleve lo que ese tal ha despreciado.
2) La tierra pedregosa: Es el corazón superficial, veleidoso, inconstante, caprichoso; el tener miedo a los desprecios y burlas; el que busca quedar bien ante todos y ser aceptado por todos y no está dispuesto a ser despreciado por causa de Cristo y de su Evangelio, ese tal no puede agradar a Cristo ni acoger su Palabra. Y este no tener raíces hondas hace también que cualquier dificultad acabe con todo.
3) La tierra llena de maleza: Los esclavizados por las riquezas, las comodidades, la búsqueda del placer, los honores, las vanidades; el apego a las cosas de este mundo. Sin un mínimo de sosiego para escuchar a Cristo y sin un mínimo de desprendimiento, de autodominio, de austeridad y de pobreza, la palabra sembrada se ahoga y queda estéril.
4) La tierra buena: Los que acogen la Palabra con buena voluntad y perseverando dan fruto.
El que no da fruto es el único responsable de su propia esterilidad. Al que no quiere escuchar, porque endurece su corazón, Jesús no se molesta en explicarle. En el pecado lleva la penitencia. El que voluntariamente se cierra a Dios tiene el castigo de su propia obcecación: Dios no podrá curar la ceguera ni la sordera de ese «corazón embotado». Es inútil intentar aclarar al que no es dócil, pues oye sin querer entender: «El que tenga oídos que oiga».
II. LA FE DE LA IGLESIA
Cristo, Palabra única
de la Sagrada Escritura
(65; 104; 108)
En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas. A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien Él se dice en plenitud:
«Recuerden que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo» (S. Agustín).
Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.
En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios. En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos.
«De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta ya pronunciada.
Sin embargo, la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (S. Bernardo). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas.
La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones».
A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia.
Fecundidad de la Palabra divina
(1724; 2654)
El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica, nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ello avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.
Los Padres espirituales, parafraseando Mt 7,7 («pidan, y se les dará; busquen, y hallarán; llamen, y se les abrirá»), resumen así las disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración: «Busca leyendo, y encontrarás meditando; llama orando, y se te abrirá por la contemplación» (El Cartujano).
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra… porque lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (S. Juan de la Cruz).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Dame, Señor, la firme voluntad,
compañera y sostén de la virtud;
la que sabe en el golfo hallar quietud
y, en medio de las sombras, claridad;
la que trueca en tesón la veleidad,
y el ocio en perennal solicitud,
y las ásperas fiebres en salud,
y los torpes engaños en verdad.
Y así conseguirá mi corazón
que los favores que a tu amor debí
le ofrezcan algún fruto en galardón…
Y aún tú, Señor, conseguirás así
que no llegue a romper mi confusión
la imagen tuya que pusiste en mí.
Amén.