DOMINGO XVI ORDINARIO “A”



 «Iglesia, santa y necesitada de purificación»
Sb 12,13.16-19: «En el pecado das lugar al arrepentimiento»
Sal 85,5-16a: «Tú, Señor, eres bueno y clemente»
Rm 8, 26-27: «El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables»

Mt 13, 24-43: «Dejadlos crecer juntos hasta la siega»

I. LA PALABRA DE DIOS

Las expresiones de la primera lectura: «Tú no juzgas injustamente», «Tu soberanía universal te hace perdonar a todos», enseñan que el juicio de Dios sobre el mundo y los hombres es de justicia misericordiosa e indulgente.

El término «indulgencia» no tiene en nuestro tiempo el verdadero sentido que encierra. A veces, la indulgencia se confunde con la pura y simple permisividad o el «a mí qué me importa«. Tampoco puede ser llamado indulgente el que acaba condescendiendo con el mal de manera que se hace cómplice de la injusticia. A veces, la indulgencia también es sinónimo de relativismo, es decir, de una actitud meramente pasiva ante el ataque a una verdad, simplemente, porque no se cree que existan verdades absolutas. La verdadera indulgencia es una actitud propia de inteligentes, pero no de cobardes.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad» (2ª Lect.). Por el amor que Dios nos tiene convierte nuestra debilidad egoísta en comprensión y acogida hacia todo hombre.

El origen del mal en el mundo no está en Dios, sino en el «enemigo que … es el diablo», por él entró el pecado en el mundo y con él la muerte, el dolor, la violencia. Designio de Dios es la coexistencia en este mundo del bien y del mal, de los buenos y de los malos. La justa separación de buenos y malos se hará al final, y la hará Dios. No nos toca hacerlo aquí a nosotros. (Ev.).

La parábola de hoy es como un pequeño tratado de eclesiología: 1º) El reino definitivo de Dios tiene un primer estadio en la tierra: la Iglesia, compuesta no solamente de justos y predestinados, sino de buenos y malos, de trigo y cizaña. 2º) El reino de Dios en la Iglesia incluye elementos internos y espirituales y elementos externos y visibles, como el trigo y la cizaña, que se ven externamente y se aprecian sus diferencias. 3º) La perennidad de la Iglesia: la coexistencia trigo-cizaña será la «economía» que durará hasta la segunda venida del Señor; esa perennidad exige una continuación de los sucesores de los apóstoles, que no se cumple sólo por la mera continuidad de sus escritos.

¡En la Iglesia hay cizaña! En el campo de Cristo también brota el mal. Sin embargo, eso no es para rasgarnos las vestiduras. El amo del sembrado lo sabe, pero quiere dejarlo así. Frente a la buena intención precipitada de los siervos, está la paciencia respetuosa del dueño del campo, ejemplo para nosotros. No hemos de asustarnos ni escandalizarnos por los males reales que vemos en la Iglesia. Eso, sabemos, no es obra de Cristo, sino del Maligno y de los que pertenecen al Maligno, aunque parezcan pertenecer a Cristo. Si Cristo lo permite es para que ante el mal reaccionemos con el bien con mucho mayor entusiasmo. Lo que tendremos que preguntarnos y examinar es si no estaremos siendo nosotros, en algo o en algún momento, cizaña dentro de la Iglesia en lugar de semilla buena que da fruto: «Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de aquel que los ocasiona!».

La semilla buena tiene fuerza para crecer y desarrollarse ilimitadamente como el grano de mostaza o la masa que fermenta. ¿Creemos de verdad en la fuerza de la Palabra de Dios y en la eficacia de la gracia de Cristo? ¿Acaso Cristo no es el mismo ayer, hoy y siempre? Entonces, ¿qué es lo que esteriliza la palabra de Cristo?

La parábola de la cizaña nos sitúa también ante el Juicio. Es absurdo engañarnos a nosotros mismos y pretender engañar a los demás, porque a Dios no se le engaña. Al final todo se pondrá en claro y la cizaña será arrancada y echada al fuego. ¡Cuántas cosas serían muy distintas en nuestra vida si viviésemos y actuásemos como si hubiéramos de ser juzgados esta misma noche!

II. LA FE DE LA IGLESIA

El bien y el mal en nosotros
(1706-1709)

Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo.

El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia. Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Quedó inclinado al mal y sujeto al error.

De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura lo que el pecado había deteriorado en nosotros.

El que cree en Cristo se hace hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.

El pecado junto a la buena semilla
hasta el fin de los tiempos:
 (823-829).

Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo; la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación. Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores. En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos. La Iglesia, pues, congrega a pecadores, alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación.

La Iglesia es santa, aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden  que la santidad de ella se difunda radiante.

La fe confiesa que la Iglesia no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama «el solo santo», amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios. La Iglesia es, pues, «el Pueblo santo de Dios», y sus miembros son llamados «santos» (cf Hch 9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).

La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y en Él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. En la Iglesia es en donde está depositada la plenitud total de los medios de salvación. Es en ella donde conseguimos la santidad por la gracia de Dios.

La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre.

La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María: en ella, la Iglesia es ya enteramente santa.

Líbranos del mal
 (2850).

La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno». Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el «nosotros», en comunión con toda la Iglesia y para salvación de toda la familia humana. La Oración del Señor no cesa de abrirnos a las dimensiones de la Economía de la salvación. Nuestra interdependencia en el drama del pecado y de la muerte se vuelve solidaridad en el Cuerpo de Cristo, en comunión con los santos. 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos leves hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión» (S. Agustín).

«Si sois buenos, soportad con ecuanimidad a los malos; porque el que no soporta a los malos, él mismo, por su intolerancia, testifica que no es bueno, pues renuncia a ser Abel quien no es probado por la malicia de Caín. Así, en la era, durante la trilla, el grano se ve oprimido por la paja; así nacen las flores entre las espinas, y la rosa, que da su aroma, crece con la espina que hiere» (San Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

No es lo que está roto, no,
el agua que el vaso tiene;
lo que está roto es el vaso,
y el agua al suelo se vierte.

No es lo que está roto, no,
la luz que sujeta el día;
lo que está roto es su tiempo,
y en sombra se desliza.

No es lo que está roto, no,
la caja del pensamiento;
lo que está roto es la idea
que la lleva a lo soberbio.

No es lo que está roto Dios
ni el campo que él ha creado;
lo que está roto es el hombre
que no ve a Dios en su campo.

Gloria al Padre, gloria al Hijo,
gloria al Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.

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