Archivo por meses: enero 2012

DOMINGO III ORDINARIO “B”



«Creer en la conversión del corazón es confiar en que es Dios mismo quien cambia nuestra vida»

Jon 3,1-5.10: «Los ninivitas se convirtieron de su mala vida«
Sal 24, 4-9: «Señor, instrúyeme en tus sendas»
1 Co 7,29-31: «La representación de este mundo se termina«

Mc 1,14-20: «Convertíos y creed en el Evangelio«


I. LA PALABRA DE DIOS

El domingo tercero del Tiempo Ordinario nos presenta la predicación inicial de la buena nueva de Jesús, anunciando la llegada del reino y urgiendo a la conversión, y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús –«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos, manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que Jonás son enviados a convertir a los hombres a Cristo: «conviértanse y crean».

La frase de san Pablo en la segunda lectura –«el momento es apremiante»– está en dependencia de la del mismo Jesús en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra existencia un tono de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente mayor de lo que imaginamos. 

Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). Con la venida de Cristo en la Navidad entramos en la plenitud de los tiempos. El Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla. Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «¡Cuántos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!». La presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por eso, Jesús añade a continuación: «Conviértanse». La presencia de Cristo exige una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo que haga falta, para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se instaure en nosotros.

«El Reino». Esta expresión (el reinado, el señorío, la soberanía) indica el dominio universal de Dios, que va realizándose en la tierra y que se consumará en el cielo. Dicho brevemente, el Reino de Dios son las relaciones de Dios con la humanidad. Ese reino empezó con los hechos salvadores del Antiguo Testamento, llegó al mundo con Jesús, avanza mediante la Iglesia –instrumento del que Dios se vale para «reinar»–, hasta que definitivamente sean destruidos el pecado y el mal al fin del mundo. El Nuevo Testamento habla de ese Reino como de una situación o estado (que llega, se manifiesta, se da, se recibe, se posee, en el que se puede ser grande o pequeño), y como un lugar (al que se entra o no se entra, que se hereda, que hay que buscar). En su predicación inicial, Jesús parece aludir a la soberanía de Dios al final de los tiempos; como si dijera: «La etapa final de la historia ya ha comenzado».

«Crean la Buena Nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». Jesús es el predicador y, a la vez, el contenido de «su» Evangelio. La presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una «buena noticia». La llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia molesta? Cada vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación? ¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda, me advierte o me aconseja?

«Vengan conmigo». Al comienzo eligió Jesús a sus inmediatos seguidores: de ellos, poco después, eligió un grupo especial de «Doce»; estos hechos muestran la intención de Jesús de ir formando un núcleo de continuadores de su obra. Para cualquier judío. Un Mesías sin una comunidad mesiánica hubiera sido impensable.

San Marcos nos presenta la llamada de Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros; sin embargo, ellos le siguen, «inmediatamente fueron con Él», dejando todo, incluso el trabajo y el propio padre. El modo de narrar esquemáticamente estás escenas de vocación tiene también una enseñanza: la síntesis de una vocación cristiana es: 1º) Jesús ve; 2º) Jesús llama; 3º) el llamado lo sigue sin condiciones. Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él, fiarse de Él, seguirle. 

La conversión que pide Jesús al principio del evangelio de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo por Él!


II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia sigue llamando a la conversión
(1427 – 1429).

Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva». En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en toda la vida del cristiano. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia, que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia, a responder al amor misericordioso de Dios, que nos ha amado primero.

De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia Él. La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16). San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia«.

La penitencia interior
(1430 – 1433. 1489)

Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores, «el saco y la ceniza», los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron «aflicción del espíritu», «arrepentimiento del corazón».

El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo. La conversión es primeramente  una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos». Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron. «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (S. Clemente).

Después de Pascua, el Espíritu Santo «convence al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión.

Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para uno mismo y para los demás.


EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho. Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz» (San Agustín).


LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Por la lanza en su costado
brotó el río de pureza,
para lavar la bajeza
a que nos bajó el pecado.

Cristo, herida y manantial,
tu muerte nos da la vida,
gracia de sangre nacida
en tu fuente bautismal.

Sangre y agua del abismo
de un corazón en tormento:
un Jordán de sacramento
nos baña con el bautismo.

Y, mientras dura la cruz
y en ella el Crucificado,
bajará de su costado
un río de gracia y luz.

El Padre nos da la vida,
el Espíritu el amor,
y Jesucristo, el Señor,
nos da la gracia perdida. 
Amén.

LECTIO DIVINA: Domingo II, tiempo ordinario, ciclo B, 15 de enero de 2012


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Lectio Divina DOMINGO II ORDINARIO B
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J. S. Bach Harpsichord Concerto No. 1 in D minor (or for 2 oboes & organ or for violin) BWV 1052_ Adagio

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO

Domingo III, tiempo ordinario, ciclo B

Jon 3,1-5.10

Sal 24, 4-9

1 Co 7,29-31

Mc 1,14-20

DOMINGO II ORDINARIO “B”



«¿Dónde vives? Vengan y lo verán.» 

1 S 3,3b-10.19: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha»
Sal 39: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad»
1 Co 6,13c-15a.17-20: «Sus cuerpos son miembros de Cristo»
Jn 1,35-42: «Vieron dónde vivía y se quedaron con él»


I. LA PALABRA DE DIOS

Todo el tiempo de Navidad, la liturgia subrayaba el aspecto de manifestación de Jesucristo. Y en el tiempo de Epifanía se ha intensificado este aspecto. El Hijo de Dios se ha manifestado al mundo y al mismo tiempo nos manifiesta al Padre. La lectura del Evangelio de este domingo prolonga la manifestación de Jesús en la Epifanía y en la Fiesta del Bautismo. Esto es lo que subrayaba la liturgia del Bautismo del Señor: una verdadera teofanía (manifestación de Dios) de la Trinidad. El cielo rasgado pone al descubierto el misterio de Dios. Jesús se revela como Hijo del Padre y Ungido del Espíritu. El Padre manifiesta su complacencia en el Hijo muy amado.

Más significativo todavía es que toda esta grandeza de Cristo se manifiesta en su humillación. A Jesús el bautismo no le hace Hijo de Dios, porque lo es desde toda la eternidad como Verbo, y como hombre desde el instante de su concepción. Al bautizarse se pone en situación de profunda humillación: pasa por un pecador más que busca purificación. Pero es precisamente en esa situación objetiva de humillación donde se revela lo más alto de su divinidad: un aspecto que no deberíamos olvidar del misterio de Navidad, que tiene consecuencias incalculables para nuestra vida. No brillamos más por el brillo humano o por el aplauso de los hombres, sino por participar del camino de humillación de Cristo.

En la celebración eucarística se hace presente para nosotros el misterio que celebramos. Tocamos el misterio y el misterio nos transforma. Si vivimos la liturgia, si la celebramos con fe profunda, va creciendo en nosotros el conocimiento de Dios, Él va irradiando en nosotros la luz de su gloria (2Co 4,6) y vamos siendo transformados en su imagen, vamos reflejando su gloria (2Co 3,18). Si de veras vivimos la liturgia, vamos siendo transfigurados, vamos siendo convertidos en teofanía también nosotros…

«Este es el Cordero de Dios». El evangelista Juan es el único evangelista que indica que los primeros seguidores de Jesús habían pertenecido al grupo de discípulos de Juan el bautista. Todo empieza con un testimonio. La fe de sus discípulos y el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y sobre todo con la vida.

«Vengan y lo verán». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por Jesús; sienten una fuerte atracción por Él. Por eso le siguen. Jesús no les da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día entero; y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«hacia las cuatro de la tarde»–. También nosotros somos invitados a hacer esta experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. –Vengan y lo verán. «Gusten y vean qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).

«¡Hemos encontrado al Mesías! …  Lo llevó a Jesús» La expresión usada («hemos encontrado») en griego se dice Eurékamen, que recuerda el famoso grito de Arquímedes (¡Eureka!, ¡lo encontre!) cuando descubrió su famoso principio hidrostático. Pero, en la historia humana, el descubrimiento de cualquier persona por otra siempre es de más valor que descubrir un principio de la física; más aún, si la persona encontrada es Cristo.

La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado con Cristo se convierte también él en testigo. Y no pretende que los demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol: «Hemos encontrado al Mesías… Y lo llevó a Jesús».


II. LA FE DE LA IGLESIA

Las llaves del Reino
(551)

Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad «y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia.

El apostolado
(863, 864, 1998)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, el alma de todo apostolado.

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios», que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él «santos e inmaculados» en presencia de Dios en el Amor, serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero», «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap 21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez curados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin Él no podemos hacer nada» (San Agustín).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Muchas veces, Señor, a la hora décima
-sobremesa en sosiego-,
recuerdo que, a esa hora, a Juan y a Andrés
les saliste al encuentro.
Ansiosos caminaron tras de tí…
«¿Qué buscáis…?» Les miraste. Hubo silencio.

El cielo de las cuatro de la tarde
halló en las aguas del Jordán su espejo,
y el río se hizo más azul de pronto,
¡el río se hizo cielo!
«Rabbí -hablaron los dos-, ¿en dónde moras?»
«Venid, y lo veréis». Fueron, y vieron…

«Señor, ¿en dónde vives?»
«Ven, y verás». Y yo te sigo y siento
que estás… ¡en todas parte!,
¡Y que es tan fácil ser tu compañero!

Al sol de la hora décima, lo mismo,
que a Juan y a Andrés
-es Juan quien da fe de ello-,
lo mismo, cada vez que yo te busco,
Señor, ¡sal a mi encuentro!

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

 Amén.