DOMINGO XXI ORDINARIO “B”


Visite la nueva página: http://oranslectio.com

«Si eres el Pan de vida eterna;
si sólo tú tienes palabras de vida eterna,
¿quién no acudirá a ti, Señor?»

Jos 24,1-2a.15-17.18b: «Nosotros serviremos al Señor: ¡es nuestro Dios!»
Sal 33: «Gusten y vean qué bueno es el Señor».
Ef 5,21-32: «Es éste un gran misterio; y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia»
Jn 6,60-69: «¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna»

I. LA PALABRA DE DIOS

En la lectura de Josué, el pueblo renueva su Alianza con Dios. La resolución de servirle no admite dudas. Lo mucho que ha hecho Dios por su pueblo era el motivo de la fidelidad en la respuesta.

«¿También ustedes quieren marcharse?» La fe es una opción libre, una decisión personal de seguir a Cristo y de entregarse a Él. Nada tiene que ver con la inercia, los sentimientos, las tradiciones o la rutina. Por eso, ante las críticas de «muchos discípulos», Jesús no se retracta ni rebaja su exigencia de fe, sino que se reafirma en lo dicho y hasta parece extremar su postura; y explica: Él se dará en alimento y bebida, aunque en la forma de existencia propia de su dimensión divina-humana de resucitado. De este modo, empuja a realizar una elección: «O conmigo o contra mí» (Mt 12,30).

«¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…?». Falta la terminación de la frase. La frase completa podría ser: «Si descubrieran la gloria del Hijo, si comprendieran que se trata de la carne glorificada del Hijo, ¿qué pensarían, o … qué dificultad habría?» ¿Qué harán todos aquellos discípulos ante lo mucho que les queda por oír acerca de los misterios de Jesús y el Padre? Si no son capaces de asimilar estas verdades, ¿qué sucederá en el futuro?

Jesús recordará que «el Espíritu es quien da vida» y que, como ya le dijo a Nicodemo, aquí «la carne no sirve de nada». La Eucaristía recibida con fe —que, gracias al Espíritu nos hace captar las realidades «espirituales», no como la «carne» (el conocimiento meramente natural)— nos hace compartir la vida del Hijo. Sus palabras son «espíritu y vida». No hay contradicción con el realismo de las palabras de los versículos anteriores, ya que precisamente «las palabras de Cristo» son las que transforman el pan eucarístico en «su carne» glorificada.

Ante el desafío de Jesús, los Doce reaccionaron como debían: «Tú tienes palabras de vida eterna». Lo mismo que los israelitas proclamaron «¡lejos de nosotros abandonar al Señor!», ahora los Doce harán lo propio.

«Nosotros creemos». Las palabras de Pedro indican precisamente esa elección. Una decisión que implica toda la vida. Como en la primera lectura: «Serviremos al Señor». Como en las promesas bautismales: «Renuncio a Satanás. Creo en Jesucristo«. Es necesario optar. Y, después, mantener esa decisión, renovando la opción por Cristo cada día, y aun varias veces al día: en la oración, ante las dificultades, frente a las tentaciones…

«Creemos y sabemos». Creemos y por eso sabemos. La fe nos introduce en el verdadero conocimiento. No se trata de entender para luego creer, sino de creer para poder entender (San Agustín). La fe nos abre a la verdad de Dios, a la luz de Dios. La fe es fuente de certeza: «sabemos que Tú eres el Santo, consagrado por Dios».

II. LA DOCTRINA DE LA IGLESIA

El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: «Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6,67): esta pregunta del Señor, resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.

La presencia de Cristo
por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo
(1373 – 1381)

Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros, está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, «allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre», en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas.

El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos. En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia se denomina «real«, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen «reales», sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente.

Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: «Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación«.

La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.

El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. «La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión«.

El Sagrario (o tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas.

Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. En su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración«. (Juan Pablo II).

La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, no se conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. «No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Señor, porque Él, que es la Verdad, no miente» (S. Cirilo)

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas (pan y vino) se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas» (S. Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Te adoro con devoción, Dios escondido,
oculto verdaderamente bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.

Al juzgar de ti se equivocan la vista,
el tacto, el gusto,
pero basta con el oído para creer con firmeza;
creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios;
nada es más verdadero que esta palabra de verdad.

En la cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad;
creo y confieso ambas cosas,
y pido lo que pidió el ladrón arrepentido.

No veo las llagas como las vio Tomás,
pero confieso que eres mi Dios;
haz que yo crea más y más en ti,
que en ti espere, que te ame.

¡Oh memorial de la muerte del Señor!
Pan vivo que da la vida al hombre;
concédele a mi alma que de ti viva,
y que siempre saboree tu dulzura.

Señor Jesús, bondadoso pelícano,
límpiame, a mí, inmundo, con tu sangre,
de la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.

Jesús, a quien ahora veo escondido,
te ruego que se cumpla lo que tanto ansío:
que al mirar tu rostro ya no oculto,
sea yo feliz viendo tu gloria.

Amén.

¿Quiere hacernos un comentario? Gracias.

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s