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DOMINGO XII ORDINARIO “C”



Seguir a Cristo, cargar con su cruz

Za 12, 10-11: Mirarán al que traspasaron
Sal 62, 2.3-4.5-6.8-9: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío
Ga 3, 26-29: Los que habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo

Lc 9,18-24: Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho

I. LA PALABRA DE DIOS

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Después de una pregunta general («¿quién dice la gente que soy yo?»), Jesús encara directamente a los discípulos. Pedro así lo entiende, y responde personalmente a Jesús. También nosotros debemos dejarnos interpelar personalmente por Él, cara a cara, dejándonos mirar por Cristo y mirándole fijamente. Jesús te pregunta: «¿Quién soy yo realmente para ti?». No bastan respuestas aprendidas, sabidas. Es necesaria una respuesta personal.

«El Hijo del hombre tiene que padecer…» Tras la respuesta de Pedro, es Jesús mismo quien explica quién es Él. Sólo Él conoce su propio misterio, su verdadera identidad. Cristo en la cruz será el primogénito traspasado por la lanza, fuente de gracia y clemencia, como había anunciado el profeta Zacarías. Debemos dejarnos enseñar e instruir por Él. Ante Cristo somos siempre aprendices. Su misterio nos supera y nos desborda. No lo entendemos, y aun nos resistimos, sobre todo cuando se trata de la cruz…

«El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo…» Conocer a Jesús es seguirle. De nada sirve saber cosas sobre Él si eso no nos conduce a seguirle más de cerca por su mismo camino. El verdadero conocimiento lleva al seguimiento. Y sólo siguiéndole de cerca podemos conocerle de veras.

S. Pablo en la carta a los Gálatas recuerda que vivimos en el reino de la fe, al que se entra por el bautismo que borra toda diferencia. Por el bautismo hemos sido revestidos de Cristo y las virtudes teologales nos facultan a participar de su naturaleza divina, e informan y vivifican todas las virtudes humanas o morales para llevar una vida moralmente buena.

El alma sedienta de Dios (salmo) recibe de Dios su fuerza (virtudes).

El Evangelio nos ha señalado el itinerario de la vida cristiana: seguir a Jesucristo y llegar a vivir en Él con Dios. Para ello se nos ha infundido la virtud de la fe, como a Pedro, que nos hace capaces de confesar al Hijo de Dios; la virtud teologal de la esperanza que «protege del desaliento… y dilata el corazón» en el seguimiento de Cristo, esperando el encuentro con Dios; y la virtud de la caridad que nos capacita para amar como Él nos amó en la cruz.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El seguimiento de Cristo
(1694 – 1698)

Incorporados a Cristo por el bautismo, los cristianos están «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús», participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con Él, los cristianos pueden ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor», conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» y siguiendo sus ejemplos.

Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz», «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo.

El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición». La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. «Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia«.

Las virtudes
(1803 – 1845)

Al hombre herido por el pecado no le es fácil guardar el equilibrio moral. Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados y la perseverancia –mantenida siempre en el esfuerzo– son purificadas y elevadas por la gracia divina, así forjan el carácter y dan soltura en la práctica gozosa del bien.

La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.

Hay dos clases de virtudes: las virtudes humanas o naturales y las virtudes teologales o sobrenaturales.

Las virtudes teologales

Las virtudes teologales son hábitos sobrenaturales, constantes y firmes, infundidos por Dios en el alma de los bautizados para disponerlos y hacerlos capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por Él mismo. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Son tres: la fe, la esperanza y la caridad. Dan forma y vivifican todas las virtudes morales.

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y creemos todo lo que Él nos ha revelado y la Iglesia nos enseña.

La esperanza es la virtud teologal por la que de-seamos y esperamos de Dios, con una firme con-fianza, la vida eterna y las gracias para merecerla.

La caridad es la virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Las virtudes humanas

Las virtudes humanas son actitudes habituales y firmes del entendimiento y la voluntad, adquiridas mediante el esfuerzo humano, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe, dándonos facilidad, dominio y gozo para hacer libremente el bien y llevar una vida moralmente buena. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias de ser humano para armonizarse con el amor divino. Se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina. Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama «cardinales«; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Éstas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.

La prudencia es la virtud que nos dispone para discernir el verdadero bien y para elegir los medios rectos para realizarlo.

La justicia es la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.

La fortaleza es la virtud que asegura la firmeza ante las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien.

La templanza es la virtud que modera la atracción de los placeres y procura la moderación en el uso de los bienes creados.

Dones y frutos del Espíritu Santo

Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para obedecer con prontitud las inspiraciones divinas. Los dones completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: amor, alegría, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.

III. el testimonio cristiano

«El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (S. Gregorio de Nisa).

«La culminación de todas nuestras obras es el amor, este es el fin; para conseguirlo, corremos; una vez llegados, en él reposamos» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Dame, Señor, la firme voluntad,
compañera y sostén de la virtud;
la que sabe en el golfo hallar quietud
y, en medio de las sombras, claridad;

la que trueca en tesón la veleidad,
y el ocio en perennal solicitud,
y las ásperas fiebres en salud,
y los torpes engaños en verdad.

Y así conseguirá mi corazón
que los favores que a tu amor debí
le ofrezcan algún fruto en galardón.

Y aún tú, Señor, conseguirás así
que no llegue a romper mi confusión
la imagen tuya que pusiste en mí.

Amén.

LECTIO DIVINA: Evangelio del domingo XI ordinario, ciclo C, 16 de junio de 2013


Lc 7, 36-8,3

«La 
misericordia
vence 
al pecado»

Jesús en casa de Simón el fariseo (Albrecht Bouts)

Jesús en casa de Simón el fariseo (Albrecht Bouts)

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OL DOMINGO XI ORDINARIO C, PDF

Handel, Music for the Royal Fireworks, Overture (Adagio)

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO, 23 de junio,
Domingo XII Ordinario, ciclo C

Za 12, 10-11: Mirarán al que traspasaron

Sal 62, 2.3-4.5-6.8-9: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío

Ga 3, 26-29: Los que habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo

Lc 9,18-24: Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho

DOMINGO XI ORDINARIO “C”



La misericordia vence al pecado

2 S 12, 7-10. 13: El Señor perdona tu pecado. No morirás
Sal 31, 1-2.5.7.11: Perdona Señor, mi culpa y mi pecado
Ga 2, 16. 19-21: No soy yo, es Cristo quien vive en mí

Lc 7, 36-8,3: Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor

I. LA PALABRA DE DIOS

El pecado está en la vida de todo hombre. Pero la misericordia de Dios también es para todos. Entre una realidad y otra, la vida cristiana se desarrolla en el arrepentimiento y la confianza en la misericordia divina.

Dios está dispuesto a perdonar los mayores pecados, como el de David, cuando media el arrepentimiento.

La síntesis de la Buena Noticia anunciada por san Pablo es que el cristiano es justificado por la fe en Cristo, y no por cumplir los preceptos de la antigua ley de Moisés.

El Evangelio según san Lucas es conocido como el de la misericordia de Dios.

«Tus pecados están perdonados». Destaca en este relato la gratitud y la alegría por el perdón. Todos los gestos de esta mujer muestran que a Jesús le debe todo: «sus muchos pecados están perdonados». El gozo la inunda. Y la gratitud también. La mujer va a Jesús con fe en Él y con arrepentimiento perfecto, que obtiene de Dios el perdón aun antes de la absolución externa manifestada por Jesús. Sus lágrimas no son sólo de arrepentimiento, sino de alegría, de gozo agradecido por el perdón obtenido. Su amor a Jesús es la respuesta de quien se sabe amada generosamente, gratuitamente; es respuesta a aquel que la amó primero (cf. 1Jn 4,19). El verdadero arrepentimiento es el movido por el amor. No hay pecado que Jesús no perdone. Tiene el poder de Dios.

«Tu fe te ha salvado». Como buen discípulo de san Pablo, san Lucas sabe bien que sólo Jesús salva, y que esta salvación se acoge por la fe. Esta mujer se sabe sin méritos propios. No se ha salvado ella: ha sido salvada. Ella ha creído en Jesús, se ha fiado de Él; y Jesús ha volcado sobre ella todo su poder salvífico convirtiéndola en una mujer nueva.

«Has juzgado rectamente». Todo esto es lo que muestra claramente la parábola que Jesús propone a Simón el fariseo. La parábola es de una lógica aplastante. Sin embargo, Simón no es capaz de sacar sus consecuencias en el plano religioso. El fariseo que todos llevamos dentro se rebela ante el hecho de recibir la salvación como don gratuito. Quisiéramos poder exhibir derechos ante Dios, quisiéramos no depender de Él totalmente. La gratitud y el gozo son los mejores signos de que hemos sido salvados.

El arrepentimiento es una gracia divina que hay que pedir para descubrir el pecado y amar a Dios sobre todas las cosas por Él mismo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La misericordia y el pecado
(1846 – 1848)

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores. El ángel anuncia a José: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: «Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados».

Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. «Si decimos: “no tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia».

Como afirma san Pablo, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor». Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado.

La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Recibid el Espíritu Santo». Así, pues, en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una “doble dádiva”: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito.

La misericordia vence al pecado
(1849 – 1851)

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna».

El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal. El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios”. Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación.

En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo, el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

La contrición
(1451 – 1453)

La contrición es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar.

Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama “contrición perfecta” (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental.

La llamada “contrición imperfecta” (o “atrición”) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.

¿Uno podría pedir perdón directamente a Dios, sin confesarse con un hombre? Siempre se puede, y se debe, pedir perdón a Dios; pero Dios, el único que puede perdonar los pecado, ha querido conceder su perdón ordinariamente sólo por el ministerio de la Iglesia, en el Sacramento de la Penitencia, a través de la absolución del sacerdote. Cristo ha conferido este poder de perdonar pecados a los sacerdotes para que lo ejerzan en su nombre. Además, la reconciliación con la Iglesia, representada en el sacerdote, es inseparable de la reconciliación con Dios.

El Sacramento de la Penitencia produce una verdadera “resurrección espiritual”: nos reconcilia con Dios, nos reconcilia con la Iglesia, nos perdona la pena eterna contraída por los pecados mortales, nos perdona parte de la pena temporal merecida por nuestros pecados, nos devuelve la paz de la conciencia y nos aumenta las fuerzas espirituales para nuestra lucha cristiana contra el mal.

Conviene preparar la recepción del sacramento de la Penitencia mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6, etc.).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque “si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora» (S. Jerónimo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Señor mío Jesucristo,
Dios y hombre verdadero,
Creador, Padre y Redentor mío;
por ser Tú quién eres, Bondad infinita;
y porque te amo sobre todas las cosas;
me pesa de todo corazón haberte ofendido.

También me pesa
porque puedes castigarme
con las penas del infierno.

Ayudado por tu divina gracia,
propongo firmemente
nunca más pecar,
confesarme y cumplir la penitencia
que me fuera impuesta.

Amén.