Archivo del Autor: P. Antonio Diufaín Mora

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Acerca de P. Antonio Diufaín Mora

Sacerdote católico de la Diócesis de Cádiz y Ceuta (España). http://antoniodiufain.com

LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA



«Vino un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan»

Isaías 49,1-6: Te hago luz de las naciones.
Salmo 138: Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.
Hechos 13,22-26: Antes de que llegara Cristo, Juan predicó a todo Israel un bautismo de penitencia.
Lucas 1,57-66.80: El nacimiento de Juan Bautista. Juan es su nombre.

I. LA PALABRA DE DIOS

El nacimiento de Juan está envuelto en alegría. Isabel se alegra, y los vecinos y parientes «se regocijaron con ella». Es la alegría de haber nacido un niño, y de una madre que era tenida por estéril y era además de edad avanzada. Esta alegría preanuncia la hora de la historia de la salvación que ha sonado con este nacimiento.

«Querían ponerle el nombre de su padre: Zacarías». La circuncisión se llevaba a cabo al octavo día del nacimiento. Así lo exigía la ley. Y a la circuncisión va ligada la elección y la imposición del nombre, derecho que corresponde al padre y a la madre, aunque también los parientes y vecinos podían tomar parte en la deliberación. Todos querían que el niño se llamase Zacarías, como su padre; esa era la tradición. Pero siendo muy importante conservar las tradiciones y costumbres religiosas y culturales, la cuestión decisiva es ésta: ¿Qué es lo que Dios quiere? Y no siempre es voluntad de Dios lo tradicional, la vieja usanza, el camino trillado.

«Se ha de llamar Juan». Isabel y Zacarías están de acuerdo en la elección del nombre. Al pueblo le extraña la decisión y se admiran. La voluntad y la palabra de Dios sitúa a los que ha elegido ante la necesidad de salirse de lo acostumbrado, así les había sucedido a Abraham, a Moisés, a los profetas… Y ahora alborea un tiempo nuevo, y esto se hace extraño a los que están completamente enraizados en lo antiguo. El espíritu va por nuevos caminos, que no siempre son fáciles de comprender. El nombre elegido por Dios revela el misterio de la misión del niño que acaba de nacer; en efecto, Juan significa: «Dios es misericordioso». El tiempo del castigo ha terminado para Zacarías. En el nacimiento del Precursor se anuncia –todavía en un círculo reducido– el tiempo de la salvación.

«Y todas estas cosas se comentaban por toda la región». Del pequeño círculo de los vecinos y parientes sale y se extiende por toda la montaña de Judea la noticia de los acontecimientos extraordinarios. La noticia y el mensaje de salvación pugna por extenderse a espacios cada vez más amplios. Tiene el destino y la fuerza de conquistar el mundo. Y el que es alcanzado por ella se convierte también en su heraldo.

«Todos se preguntaban impresionados: ¿qué va a ser de este niño?». No basta, sin embargo, con haber experimentado y oído los hechos portadores de la salvación. Deben además impresionar –grabarse– en el corazón. El que los percibe tiene que enfrentarse con ellos en su interior. En el niño Juan se revela el poder, la guía y la dirección de Dios. Quien tome esto en serio y lo considere en su interior se asombrará y se preguntará: ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué acompaña a este niño la poderosa mano de Dios? ¿Quién da solución a estas preguntas?

Juan pasó toda su vida señalando al Cordero que quita los pecados del mundo. Todo él es una pura referencia a Cristo: cada una de sus palabras, de sus acciones, su ser entero, su vida, no se explica ni se entiende sin Cristo. ¿Y nosotros? A veces parece que si no fuéramos cristianos seguiríamos pensando igual, haciendo las mismas cosas, planteando todo de la misma manera, deseando las mismas cosas, temiendo las mismas cosas… ¿Qué influjo real tiene Cristo en mi vida?

«Y moraba en los desiertos hasta el momento de manifestarse a Israel». Israel tomó posesión de la tierra prometida después de su permanencia en el desierto, y del desierto era esperado el Mesías. Juan se fue al desierto de Judá, y en el desierto se prepara para recibir la investidura de su cargo. Lejos de los hombres, en la proximidad de Dios, se va armando para su quehacer futuro.

La entera vida de Juan está determinada por su ministerio. Antes de ser concebido es elegido, desde el seno de su madre salta de gozo anunciando la cercanía del Mesías, vive en el desierto bajo el impulso divino: Dios mismo le introduce en su ministerio. Todo esto tiene lugar delante de Israel; el Mesías y su pueblo llenan su vida. Dios lo había elegido para esto.

El nacimiento de Juan fue motivo de alegría para muchos, porque era el precursor del Salvador. ¿Soy yo motivo de alegría para la gente que me ve o me conoce? Viéndome vivir y actuar, ¿se sienten un poco más cerca de Dios? Ante mi manera de plantear las cosas, ¿experimentan el gozo de la salvación, de Cristo Salvador que se acerca a ellos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Juan, Precursor, Profeta y Bautista
(523. 717 – 720)

«Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan«. San Juan Bautista es el precursor inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino. «Profeta del Altísimo«, sobrepasa a todos los profetas, de los que es el último, e inaugura el Evangelio; desde el seno de su madre saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser «el amigo del esposo» a quien señala como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo«. Precediendo a Jesús «con el espíritu y el poder de Elías«, da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio.

Juan fue «lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La «visitación» de María a Isabel se convirtió así en «visita de Dios a su pueblo».

Juan es «Elías que debe venir«: El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante, como «precursor» del Señor que viene. En Juan, el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto«.

Juan es «más que un profeta«. En él, el Espíritu Santo consuma el «hablar por los profetas», que confesamos en el Credo. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías. Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la «voz» del Consolador que llega. Como lo hará el Espíritu de Verdad, «vino como testigo para dar testimonio de la luz«. Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las «indagaciones de los profetas» y la ansiedad de los ángeles (1Pe 1,10-12): «Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo … Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios … He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1, 33-36).

En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la «semejanza» divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«En tales espejos (los santos) se mire el sacerdote que va a consagrar, y entre ellos no olvide aquel tan principal que es San Juan Bautista, que, de solamente de echar agua en la cabeza de Cristo, se tenía por indigno, y con profundo temblor y reverencia decía: «–Yo necesito dejarme bautizar por ti, y ¿tú vienes a mí?» Y, a esta cuenta, mayor santidad ha menester un sacerdote y mayor espanto y admiración le ha de tomar, pues trata al Señor con trato más familiar que San Juan Baptista» … «¡Pobre de mí y de otros como yo, que tenemos el oficio de San Juan y no tenemos santidad!» (San Juan de Ávila).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pastor que, sin ser pastor,
al buen Cordero nos muestras,
precursor que, sin ser luz,
nos dices por dónde llega,
enséñanos a enseñar
la fe desde la pobreza

Tú que traes un bautismo
que es poco más que apariencia
y al que el Cordero más puro
baja buscando pureza,
enséñame a difundir
amor desde mi tibieza

Tú que sientes como yo
que la ignorancia no llega
ni a conocer al Señor
ni a desatar sus correas,
enséñame a propagar
la fe desde mi torpeza

Tú que sabes que no fuiste
la Palabra verdadera
y que sólo eras la voz
que en el desierto vocea,
enséñame, Juan, a ser
profeta sin ser profeta.

Amén


Publicado por P. Antonio Diufaín Mora para Catequesis Dominical el 6/11/2012 09:50:00 PM

LECTIO DIVINA: Evangelio del Domingo XI del tiempo ordinario, ciclo B, 17 de junio de 2012


Mc 4,26-34

“De la más alta rama
del tronco de David
suscitó el Señor un renuevo”


Les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender.

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OL DOMINGO XI ORDINARIO B PDF

Beethoven: Cello Sonata 2. Adagio con molto sentimento d’affetto – attacca

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO, 24 de junio
Domingo. SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Isaías 49, 1-6 Te hago luz de las naciones

Hechos 13, 22-26 Antes de que llegara Cristo, Juan predicó

Lucas 1, 57-66. 80 El nacimiento de Juan Bautista. Juan es su nombre


Domingo XI ordinario «B»


De la más alta rama del tronco de David suscitó el Señor un renuevo

Ez 17,22-24: “Ensalzó los árboles humildes”
2 Co 5,6-10: “En destierro o en patria nos esforzamos en agradar al Señor”
Mc 4,26-34: “Era la semilla más pequeña, pero se hace más alta que las demás hortalizas”

I. LA PALABRA DE DIOS

Muchos judíos en tiempos de Jesús esperaban una implantación pronta del reino de Israel. Un Mesías que inmediatamente, y de una vez por todas, y si era preciso de manera violenta, arreglase las cosas. Esto chocaba con las palabras y las maneras de hacer las cosas de Cristo. Dadas las dificultades evidentes con que tropieza su palabra y su actuación, Jesús se ve obligado a explicar que la fuerza del Reino de Dios es imparable; que aunque a veces parezca que no pasa nada, el resultado final será espectacular. El reino de Dios, que va desarrollándose lenta y trabajosamente en la historia humana, acabará imponiéndose inexorablemente.

El domingo undécimo nos presenta las parábolas de la semilla que crece por sí sola y del grano de mostaza. La primera insiste en el dinamismo del Reino de Dios: la semilla depositada en tierra tiene vigor para crecer; a pesar de las dificultades del entorno, Dios mismo está actuando y su acción es invencible. La segunda pone más de relieve el resultado impresionante a que ha dado lugar una semilla insignificante. «La semilla germina y va creciendo sin que el labrador sepa cómo». El Reino de Dios no llega de repente, sino que va creciendo a partir de unos comienzos ocultos. Y siempre por obra divina.

Una vez más queda de relieve que en la persona de Jesús se cumplen las profecías. El profeta Ezequiel anuncia que Dios se ocupará de dejar una rama verde de la que brote el Mesías, plantada «en un monte elevado». Y todos los pueblos se reunirán en Jerusalén («aves de toda pluma»); y todas las naciones («todos los árboles silvestres») reconocerán que todo ha sido obra de Dios.

Dios es la fuente de la vida y sólo el que vive en Dios tiene vida. El hombre que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, que está siempre frondoso y no deja de dar fruto; en cambio, el que confía en sí mismo es como un cardo en el desierto, totalmente seco y estéril. Es preciso descubrir que todo nos viene de Dios, que todo es gracia. Toda la vitalidad personal y toda la fecundidad –el dar fruto– dependen de estar o no injertados en Cristo. Y ello, a pesar de las dificultades, a pesar de la sequía y hostilidad del entorno, o a pesar de la vejez. Las lecturas de hoy han de acrecentar en nosotros el deseo de echar raíces en Dios para germinar, ir creciendo, y dar fruto abundante. Así testimoniaremos que «el Señor es justo», que en Él no hay maldad y que hace florecer incluso los árboles secos, hasta en los desiertos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El anuncio del Reino de Dios
(541, 543, 544)

Jesús proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos. Pues bien, la voluntad del Padre es elevar a los hombres a la participación de la vida divina. Y lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra el germen y el comienzo de este Reino.

Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús.

El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres”. Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos”; a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.

¡Venga a nosotros tú Reino!
(2816 – 2820, 2632)

Esta petición es el «Marana Tha«, el grito del Espíritu y de la Esposa: «Ven, Señor Jesús«.

El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre.

La oración de petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el Apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.

El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre «la carne» y el Espíritu.

Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.

En la oración del Señor –el Padre nuestro–, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo. Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo”.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Solo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡Venga a nosotros tu Reino!» Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡Venga tu Reino!»” (San Cirilo de Jerusalén).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
cuando tengamos la alegría
con un seguro entendimiento
y el aire sea como una luz
para las almas y los cuerpos,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos

Cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo,
cuando, al mirar lo que quisimos,
lo veamos claro y perfecto
y sepamos que ha de durar,
sin pasión, sin aburrimiento,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos

Cuando vivamos en la plena
satisfacción de los deseos,
cuando el Rey nos ame y nos mire,
para que nosotros le amemos,
y podamos hablar con él
sin palabras, cuando gocemos
de la compañía feliz
de los que aquí tuvimos lejos,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos

Cuando un suspiro de alegría
nos llene, sin cesar, el pecho,
entonces -siempre, siempre-, entonces
seremos bien lo que seremos

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo, que es su Verbo,
gloria al Espíritu divino,
gloria en la tierra y en el cielo.

Amén.