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LECTIO DIVINA: Evangelio del Domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo B, 16 de septiembre de 2012


Mc 8,27-35

“Dios no perdonó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por nosotros”

El Greco, Cristo abrazado a la cruz (Museo de El Prado)

El Greco, Cristo abrazado a la cruz (Museo de El Prado)

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OL DOMINGO XXIV ORDINARIO B PDF

Beethoven, Missa Solemnis Op 123 07 Adagio

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO, 23 de septiembre
Domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo B

Sb 2,12.17-20: “Lo condenaremos a muerte ignominiosa”

Sal 53,3- 8: “El Señor sostiene mi vida”

St 3,16-4,3: “Los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia”

Mc 9,30-37: “El Hijo del Hombre va a ser entregado… el primero, que sea el servidor de todos”

DOMINGO XXV ORDINARIO “B”



“Seguimos al que no ha venido a ser servido, sino a servir”

Sb 2,12.17-20: “Lo condenaremos a muerte ignominiosa”
Sal 53,3- 8: “El Señor sostiene mi vida”
St 3,16-4,3: “Los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia”

Mc 9,30-37: “El Hijo del Hombre va a ser entregado… el primero, que sea el servidor de todos”

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta el segundo anuncio de la pasión. Víctima de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola presencia (1ª lectura), Jesús camina consciente y libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender, y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados por quién de ellos es el más importante. Jesús recalca que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último lugar, se hace siervo de los demás y acoge a los débiles y pequeños.

«Entregado en manos de los hombres». En manos de los pecadores. Esta expresión, no sólo se refiere a la traición que llevará a cabo uno de sus discípulos, ni a la simple entrega a un tribunal humano, sino que hace referencia a algo más profundo y vasto: a la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres, porque Dios lo permite y quiere. Ahí se expresa el sentido expiatorio de su muerte: «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25) Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca, y a su vez el Hijo se entrega libremente. Gracias a este acto de entrega todo hombre puede tener esperanza. La muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia del pecado de los hombres, y también del poder de Dios. El Redentor ha dado su vida para que tengamos vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé ha expiado nuestros pecados cargando con ellos. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque Dios Padre le ha resucitado.

Y al mismo tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una vida distinta de los demás, resulta incómodo, y su sola conducta es un reproche. También el cristiano, en la medida en que es luz, resulta molesto. Y por eso, forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido: «Ay si todo el mundo habla bien de ustedes» (Lc 6,26).

«El que quiera se primero, que sea último de todos y servidor de todos». Esta sentencia aparece repetida cinco veces en los Evangelios; tan importante era para la Iglesia primitiva. Resulta bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto. Tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Jesús no pretende desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina mediante su amor misericordioso y Jesús ejerce su poder mediante su servicio, entregando su vida. Ésta es la auténtica liberación en la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la guerra por el dominio y el poder. La mayor contradicción con el Evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.

«Tomó un niño, lo puso delante de ellos y abrazándolo…». Llama la atención que un niño sea el representante de Jesús, en estrecha semejanza con la escena del Juicio final, en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mt 25,31s). Jesús pone al niño ante los ojos de sus discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad (como en Mt 18,3s), sino como objeto de sus cuidados; como diciendo: quién quiera pertenecerme debe respetar y querer al indefenso, al insignificante, al despreciado, al necesitado de protección. Cuando los discípulos actúan así, Jesús los considera como enviados suyos y toma la defensa –frente al lenguaje denigrante y los ataques contra sus discípulos– de aquellos a quienes ha hecho partícipes de su tarea. Así, un ataque a los discípulos, es un ataque a Dios mismo.

Entre los seguidores de Jesús, sigue hoy habiendo quienes miran la Cruz con recelo. La idea de hacernos siervos como Él no nos apasiona demasiado. Sin embargo, ¿se puede ejercer el sacerdocio –por ejemplo– de otra manera? ¿Se puede servir al pueblo de Dios sin parecerse al que dio la vida en rescate por muchos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Razón del ministerio eclesial
(874 – 879)

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad. Los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar en la persona de Cristo Cabeza (in persona Christi Capitis). Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama “sacramento”. El ministerio de la Iglesia se confiere por medio del Sacramento del Orden.

En la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y tiene una índole personal y una forma colegial.

Es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial. Por eso, todo obispo ejerce su ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de San Pedro y jefe del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección de su obispo.

Es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal. Cada uno ha sido llamado personalmente («Tú sígueme») para ser, en la misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquél que da la misión, que actúa “in persona Christi” y en favor de personas : “Yo te bautizo en el nombre del Padre …”; “Yo te perdono…”.

En persona de Cristo Cabeza
y en nombre de la Iglesia
(1548 – 1552)

En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad.

Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

Este sacerdocio es ministerial (es un servicio) y está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica “un poder sagrado”, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos. El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él.

El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo –Cabeza de la Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“Y, siendo que san Pablo podía recordar muchos aspectos grandiosos y divinos de Cristo, no dijo que se gloriaba de estas maravillas –que hubiese creado el mundo, cuando, como Dios que era, se hallaba junto al Padre, y que hubiese imperado sobre el mundo, cuando era hombre como nosotros–, sino que dijo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo»” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cantemos al Señor con alegría,
unidos a la voz del pastor santo;
demos gracias a Dios, que es luz y guía,
solícito pastor de su rebaño.

Es su voz y su amor el que nos llama
en la voz del pastor que él ha elegido,
es su amor infinito el que nos ama
en la entrega y amor de este otro cristo.

Conociendo en la fe su fiel presencia,
hambrientos de verdad y luz divina,
sigamos al pastor que es providencia
de pastos abundantes que son vida.

Apacienta, Señor, guarda a tus hijos,
manda siempre a tu mies trabajadores;
cada aurora, a la puerta del aprisco,
nos aguarde el amor de tus pastores.

Amén.

9 de septiembre de 2018: Domingo XXIII ordinario B


«Cuando hables, serás un signo para ellos
y sabrán que yo soy el Señor»

Is 35,4-7a: «Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará»
Sal 145,7-10: «Alaba, alma mía, al Señor»
St 2,1-5: «¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del Reino?»

Mc 7,31-37: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos»

I. LA PALABRA DE DIOS

Eran demasiadas las calamidades sufridas por el pueblo como para mantener fácilmente la esperanza. El profeta Isaías les anima, les dice que Dios se sigue acordando de ellos, y se dirige especialmente a los más débiles, «a los cobardes de corazón». La profusión de imágenes de las que se sirve Isaías nos muestran que gran parte de lo prometido se cumplirá en los días de Jesús.

El pasaje de la carta de Santiago subraya, con ejemplos prácticos, el nuevo estilo del amor al prójimo tal como lo enseñó Jesús. Se nos pide actuar como actúa Dios: sin favoritismos. Por difícil que sea cumplir el mandamiento «nuevo», nadie puede decir que cree en Jesucristo si no practica el amor que Jesús exige a los suyos; lo contrario es engañarse a sí mismo y da ocasión para que el nombre de «cristiano» sea escarnecido.

El Evangelio nos narra un milagro que necesitamos que se repita abundantemente en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros. La palabra hebrea «Effetá», «Ábrete«, evoca a Ez 24,27: «Tu boca se abrirá, y hablarás». En el ritual del bautismo se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para poder proclamarla.

Los ya bautizados necesitamos que Cristo quebrante nuestra sordera para que su Palabra penetre de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no seleccionemos unas palabras y dejemos otras según nuestro gusto o conveniencia. Cada vez que escuchamos el evangelio deberíamos darnos cuenta de que somos «sordos», y pedir a Cristo que nos espabile el oído, para ponernos ante Él en actitud incondicional de escucha.

Si es intolerable que seamos sordos al evangelio –o por lo menos a muchas de sus palabras– igualmente lo es que seamos «mudos» para proclamarlo. Ya está bien de una Iglesia de «mudos», es decir, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres, con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirma.

Este doble milagro Cristo quiere, ciertamente, realizarlo en nosotros. Si curó al sordomudo es para hacernos saber que quiere curar nuestra sordera y nuestra mudez más profunda. La única condición es que nos reconozcamos sordos y mudos, necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. En el relato de hoy, Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad, también nosotros veremos cosas grandes.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La enfermedad en la vida humana
(1500 – 1501)

La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte.

La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él.

El enfermo ante Dios
(1502)

El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad y de Él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación. La enfermedad se convierte en camino de conversión y el perdón de Dios inaugura la curación. Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: «Yo, el Señor, soy el que te sana» (Ex 15,26). El profeta Isaías entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás. Finalmente, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad.

Cristo, médico
(1503 – 1505)

La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: «Estuve enfermo y me visitaron». Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos en la Iglesia por aliviar a los que sufren.

A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de él una fuerza que los curaba a todos». Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para sanarnos.

Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades». No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «pecado del mundo«, del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora.

«Sanen a los enfermos…»
(1506 – 1509)

Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su cruz. Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban».

El Señor resucitado renueva este envío: «En mi nombre…impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien»; y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre. Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es verdaderamente «Dios que salva«.

El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así, S. Pablo aprende del Señor que «mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza», y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido lo siguiente: «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia».

«¡Sanen a los enfermos!». La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los Sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna y cuya conexión con la salud corporal insinúa S. Pablo (cf 1 Co 11,30).

La Penitencia y la Unción de los enfermos son los Sacramentos de curación. La vida nueva de hijos de Dios, mientras estamos en este mundo sometidos al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte, puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado. La Iglesia continúa en estos sacramentos, con la fuerza del Espíritu Santo, la obra de curación y de salvación de Cristo en sus propios miembros.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Con la sagrada Unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios» (Lumen gentium, 11).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.

Amén.