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14 de febrero de 2021: DOMINGO VI ORDINARIO “B”


«El que cree en Cristo como vencedor del mal,
nunca desaprovechará el paso del Señor»

Lv 13,1-2.44-46: «El leproso vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento«
Sal 31: «Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación»
1 Co 10,31-11,1: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo»
Mc 1,40-45: «La lepra se le quitó y quedó limpio«

I. LA PALABRA DE DIOS

En la antigüedad, bajo el nombre de lepra (tsara’at, en hebreo) se englobaban diversas enfermedades de la piel (tiñas, impétigo, psoriasis…). La lepra, en la mentalidad de los contemporáneos de Jesús, era la visibilización exterior de la impureza interior, del pecado y del mal. Por tanto, al leproso se le consideraba un castigado por Dios por pecados ocultos. Debía ser declarado «oficialmente impuro» y quedaba totalmente marginado de la sociedad humana y de la comunidad religiosa. Apartado del culto, no podía entrar en la sinagoga; y si alguno mejoraba de su mal, se le permitía entrar pero poniéndose en un sitio aparte. 

Jesús no sólo no lo rechaza, sino que se acerca a él y lo toca: de ese modo el que era impuro queda purificado, sanado y reintegrado a la normalidad al ser tocado por el Santo de Dios. Aunque Jesús le impone silencio, el gozo de la salvación es demasiado grande como para seguir callado.

La curación del leproso es un milagro real: un suceso o fenómeno sensible que es un signo religioso, realizado por el poder divino al margen de, o contra, el curso ordinario de la naturaleza, es decir, que no puede explicarse por las leyes que rigen el curso ordinario de la naturaleza tal como la conocemos. La fe y el gesto de adoración por parte del leproso no son fuerzas psicológicas suficientes que puedan producir ni explicar una curación física real e inmediata.

En los milagros de Jesús podemos subrayar: a) la autoridad soberana con que los realiza, a la vez que con discreción y pudor, huyendo de todo «espectáculo»; b) La vinculación entre lo milagroso y su persona, que actúa a través de su humanidad (tocando, hablando, etc.); c) la fe no es consecuencia lógica y automática de un milagro –a veces quienes lo presenciaron se cegaron más–, sino un dato previo, la perspectiva correcta para «entender» un milagro.

La lucha contra el pecado es manifestada por los evangelistas a través de las curaciones. Y cuando la enfermedad lleva consigo el apartamiento y la segregación social, la persona es reintegrada y devuelta a la comunidad como signo, no sólo de curación, sino de reconciliación. 

«Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios». El cristiano, consagrado por el bautismo, puede y debe ver todo santamente. El valor de lo que hacemos no está en lo externo, sino en cómo lo hacemos. Todo puede ser orientado a la gloria de Dios, todo: la comida, la bebida, cualquier cosa que hagamos.

«No deis motivo de escándalo». Esta advertencia de san Pablo es también para nosotros. Incluso sin querer, sin darnos cuenta, podemos estar poniendo estorbos para que otros se acerquen a Cristo. Escándalo es todo lo que sirve de tropiezo al hermano o le frena en su entrega al Señor. Y las palabras de Cristo sobre el escándalo son terribles: «¡Ay del que escandaliza! Más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Mt 18,6).

 «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». Sólo la imitación de Cristo no escandaliza. Al contrario, estimula en el camino del evangelio. Cuando vemos a alguien seguir el ejemplo de Cristo, comprobamos que su palabra se puede cumplir y ese ejemplo aviva nuestra esperanza. En cambio, decir una cosa y hacer otra es escandaloso.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La providencia y el escándalo del mal
(309 – 314; 549)

Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal —el dolor, la enfermedad, la muerte…—? A esta pregunta, tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa, no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder Infinito, Dios podría siempre crear algo mejor. Sin embargo, en su sabiduría y bondad Infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo «en camino» hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.

Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien.

Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas. Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás –el rechazo y la muerte del Hijo de Dios– causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.

Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara», nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación.

Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

Y líbranos del mal
(2850 – 2854)

La última petición del Padrenuestro concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el «nosotros», en comunión con toda la Iglesia y para la salvación de toda la familia humana. 

En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El «diablo» es aquél que «se atraviesa» [dia – bolos]  en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira, Satanás, el seductor del mundo entero, es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será liberada del pecado y de la muerte.

La victoria sobre el «príncipe de este mundo» se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está «echado abajo». Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» ya que su Venida nos librará del Maligno.

Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os guarda contra las astucias del Diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (San Ambrosio).

«A los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede: Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin» (Santa Catalina de Siena).

Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que El quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor«.

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El dolor extendido por tu cuerpo,
sometida tu alma como un lago,
vas a morir y mueres por nosotros
ante el Padre que acepta perdonándonos.

Cristo, gracias aún, gracias, que aún duele
tu agonía en el mundo, en tus hermanos.
Que hay hambre, ese resumen de injusticias;
que hay hombre en el que estás crucificado.

Gracias por tu palabra que está viva,
y aquí la van diciendo nuestros labios;
gracias porque eres Dios y hablas a Dios
de nuestras soledades, nuestros bandos.

Que no existan verdugos, que no insistan;
rezas hoy con nosotros que rezamos.
Porque existen las víctimas, el llanto. 

Amén.

7 de febrero de 2021: DOMINGO V ORDINARIO “B”


«Nuestros corazones sanan; nuestras heridas se curan:
ha llegado a nosotros el Reino de Dios»

Jb 7,1-4.6-7: «Me harto de dar vueltas hasta el alba»
Sal 146: «Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados»
1 Co 9,16-19.22-23: «¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!»
Mc 1,29-39: «Curó a muchos enfermos de diversos males»

I. LA PALABRA DE DIOS

El domingo quinto  nos lleva a contemplar a un Jesús que salva a todo el hombre –curación de enfermos en su cuerpo y sanación de endemoniados en su espíritu– y a todos los hombres –las multitudes que acuden a Él–. De ese modo levanta de su postración y abatimiento –a la suegra de Pedro «la cogió de la mano y la levantó»– a los hombres que bajo el peso del mal ven pasar sus días como un soplo y consumirse sin dicha y sin esperanza –personificados en Job–.

«¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!». Estas palabras de san Pablo son para todos, también para nosotros. Anunciar el evangelio es un deber, una obligación que incumbe a todo cristiano. Todo cristiano es un apóstol, un enviado de Cristo en el mundo. Para anunciar el evangelio no hace falta subir a un púlpito ni hablar por un megáfono. Podemos hablar de Cristo en casa y por la calle, a los vecinos y a los compañeros de trabajo, con nuestra palabra y con nuestra vida. ¡Pero es necesario que lo hagamos! ¿Cómo puede creer la gente sin que alguien les hable de Cristo?

«Me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos». ¡Admirable testimonio de san Pablo! Hacerse todo a todos significa renunciar a sus costumbres, a sus gustos, a sus formas… Y todo para que se salven algunos, para llevarles al Evangelio. Exactamente lo que hizo el mismo Cristo, que se despojó de su rango y se hizo uno de nosotros para hablarnos al modo humano, con palabras y gestos que pudiéramos entender. A la luz de esto, nunca podemos decir que hemos hecho bastante para llevar a los demás a Cristo. 

«Sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio». San Pablo reconoce que el que predica tiene derecho a vivir del evangelio. Sin embargo, gustosamente ha renunciado a este derecho, no recibiendo nada de los corintios y trabajando con sus propias manos, «para no poner impedimento al Evangelio de Cristo». El que anuncia el evangelio debe dar testimonio de absoluto desinterés personal, renunciando incluso a lo justo y a lo necesario. Sólo así podrá ser testigo creíble de una palabra que anuncia el amor gratuito de Dios. 

Jesús «se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar». Es enormemente hermoso en los evangelios el misterio de la oración personal de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre vive una continua y profunda intimidad con el Padre. A través de su conciencia humana Jesús se sabe intensamente amado por el Padre. Y su oración es una de las expresiones más hermosas de su conciencia filial. Se sabe recibiéndolo todo del Padre y a Él lo devuelve todo en una entrega perfecta de amor agradecido.

«Todo el mundo te busca». Estas palabras de los discípulos centran la atención en la persona de Jesús. Todo hombre ha sido creado para Cristo y todo hombre –aun sin saberlo– busca a Cristo; incluso el que le rechaza, en el fondo necesita a Cristo. Su búsqueda de alegría, de bien, de justicia, es búsqueda de Cristo, el único que puede colmar todos los anhelos del corazón humano.

«Le llevaron todos los enfermos y endemoniados». San Marcos nos presenta a Jesús realizando curaciones. De esta manera se expresa, mejor que con palabras, su poder de salvar del pecado. Los endemoniados son distintos de los enfermos, aunque también ellos son criaturas enfermas, seres degradados. Sin llegar a este estado, todo hombre en pecado está pervertido y enfermo, por muchos éxitos aparentes que tenga.

A los demonios «no les permitía hablar». La consigna del silencio aparece en tantas ocasiones, especialmente en el Evangelio de san Marcos, que se ha acuñado el término técnico «secreto mesiánico». Muy probablemente era un recurso pedagógico de Jesús, para evitar que lo identificaran con un Mesías político liberador de la dominación romana; también podría ser un recurso literario del evangelista, para no anticipar la plena identidad de Jesús hasta después de la resurrección.

Con este evangelio la Iglesia quiere afianzar nuestra fe en Jesús que es capaz de sanar a un mundo –el nuestro– y a unos hombres –nuestros hermanos y nosotros mismos– profundamente enfermos. Cristo puede hacerlo; la única condición para hacer el milagro es nuestra fe: «¿Crees que puedo hacerlo?».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los signos del reino de Dios
(547 – 549)

Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado.

Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. Invitan a creer en Jesús que concede lo que le piden a los que acuden a Él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es Hijo de Dios. 

Al liberar a algunos hombres de los males terrenos, del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en nuestra vocación de hijos de Dios y causa de todas nuestras servidumbres humanas.

Jesús ora y nos enseña a orar
(2599 – 2615)

El Hijo de Dios hecho hombre también aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. El aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas las «maravillas» del Todopoderoso y las meditaba en su corazón. La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres.

Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión; ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus Apóstoles. La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.

Es, sobre todo, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar. Entonces, puede aprender del Maestro de la oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre. Cuando Jesús ora, ya nos enseña a orar.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Jesús ora por nosotros, como sacerdote nuestro; ora en nosotros, como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración, como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Como una ofrenda de la tarde,
elevamos nuestra oración;
con el alzar de nuestras manos,
levantamos el corazón.

Al declinar la luz del día,
que recibimos como don,
con las alas de la plegaria,
levantamos el corazón.

Haz que la senda de la vida
la recorramos con amor
y, a cada paso del camino,
levantemos el corazón.

Cuando sembramos de esperanza,
cuando regamos con dolor,
con las gavillas en las manos,
levantemos el corazón.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo Salvador,
gloria al Espíritu divino:
tres Personas y un solo Dios. 

Amén.

31 de enero de 2021: DOMINGO IV ORDINARIO “B”


«Hoy y siempre escucharéis su voz;
¡no endurezcáis el corazón!» 

Dt 18,15-20: «Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca»
Sal 94: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón»«
1 Co 7,32-35: «La soltera se preocupa de los asuntos del Señor, de ser santa«
Mc 1,21-28: «Les enseñaba con autoridad«

I. LA PALABRA DE DIOS

El texto de la Primera Carta a los Corintios es uno de esos que choca a primera vista, porque da la impresión de que san Pablo no valorase suficientemente el matrimonio. Sin embargo no es así, porque en el mismo capítulo indica que «cada cual tiene de Dios su gracia particular», unos el celibato o virginidad consagrada y otros el matrimonio, e insiste en que cada uno debe santificarse en el estado al que Dios le ha llamado, casado o célibe.

No obstante, hace una llamada especial al celibato y a la virginidad como un estado de especial consagración. Y da las razones: el célibe se preocupa exclusivamente de los asuntos del Señor, busca únicamente contentar el Señor, vive consagrado a Él en cuerpo y alma, se dedica al trato con Él con corazón indiviso.

La Iglesia siempre ha apreciado como un don singular de Cristo la virginidad consagrada a Él. La virginidad testimonia la belleza de un corazón poseído sólo por Cristo Esposo. Manifiesta al mundo el infinito atractivo de Cristo, el más hermoso de los hijos de los hombres, y la inmensa dicha de pertenecer sólo a Él. Así siente el que sabe que Cristo basta, que Cristo sacia plenamente los más profundos anhelos del corazón humano.

En el Evangelio leemos, «un hombre que tenía un espíritu inmundo». Para san Marcos, el poseso está como «asociado» con un espíritu demoniaco, metido en su esfera de influencia; este espíritu es el que hace que el hombre sea «impuro» (opuesto a Dios, que es «Santo») y lo incapacita para el culto y para el trato con Dios. Los gritos de aquel hombre, que habla en plural como portavoz de las potencias del mal, son confesión de la categoría divina de Jesús (el  santo de Dios); su curación será signo de la liberación de los que están espiritualmente oprimidos.

«Cállate y sal de él». Los evangelistas tienen mucho interés en presentar a Jesús curando endemoniados y expulsando demonios. Quieren resaltar el dominio de Jesús sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte; pero sobre todo ponen de relieve que Jesús ha vencido a Satanás, que –directa o indirectamente– es la causa de todo mal. Ningún mal espíritu tiene poder sobre el cristiano unido a Cristo por la gracia, pues todo está sometido a Cristo. El milagro confirma la predicación de Jesús: el reino de Dios ha llegado, y empieza a destruir el reino de Satanás.

«Todos se preguntaron estupefactos». Con breves pinceladas, san Marcos nos pinta el poder de Jesús. Desde el principio de su evangelio quiere presentarnos la grandeza de Cristo, que produce asombro a su paso por todo lo que hace y dice. Y la Iglesia nos presenta a Cristo para que también nosotros quedemos admirados. Pero para admirar a Cristo, hace falta antes que nada mirarle y tratarle, contemplarle. Y es sobre todo en la oración y en la meditación del evangelio donde vamos conociendo a Jesús. Por lo demás, también la vida del cristiano debe producir asombro y admiración. Nuestra vida, ¿produce asombro por vivir el evangelio o pasa sin pena ni gloria?

«Enseñaba con autoridad». Jesús no da opiniones. Enseña la verdad eterna de Dios de manera nueva (distinta y mejor), más por el modo que por el contenido (san Marcos no se preocupó siquiera de concretarnos el tema de aquella enseñanza). Por eso habla con seguridad, como quien tiene poder para imponer con fuerza de ley su interpretación personal de la Ley. Y, sobre todo, su palabra es eficaz, tiene poder para realizar lo que dice. Si escuchamos la palabra de Cristo con fe, esa palabra nos transforma, nos purifica, crea vida en nosotros, porque «es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb 4,12).

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios ha dicho todo en su Verbo
(65 — 67)

«De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta.

La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas«, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia –por ejemplo, los «secretos» de Fátima–. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia. 

La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones no cristianas y también de ciertas sectas pseudocristianas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones».

Cristo, Palabra única de la Sagrada Escritura
(101 — 1049)

En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres.

A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud: «Es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo» (S. Agustín).

Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.

En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios. «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos«.

Creer solo en Dios
(150 — 152)

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana.

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda «su complacencia». Dios nos ha dicho que le escuchemos (Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). 

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios. La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra…; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (San Juan de la Cruz).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Porque, Señor, yo te he visto
y quiero volverte a ver,
quiero creer.

Te vi, sí, cuando era niño
y en agua me bauticé,
y, limpio de culpa vieja,
sin velos te pude ver.

Devuélveme aquellas puras
transparencias de aire fiel,
devuélveme aquellas niñas
de aquellos ojos de ayer.

Están mis ojos cansados
de tanto ver luz sin ver;
por la oscuridad del mundo,
voy como un ciego que ve.

Tú que diste vista al ciego
y a Nicodemo también,
filtra en mis secas pupilas
dos gotas frescas de fe.

Amén.