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SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI “B”


«Después del tradicional cordero, terminada la cena,
fue dado el Cuerpo del Señor a los discípulos;
todo a todos, todo a cada uno»

Ex 24,3-8: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros»
Sal 115: «Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor»
Hb 9,11-15: «La sangre de Cristo podría purificar nuestra conciencia»
Mc 14,12-16.22-26: «Esto es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre»

I. LA PALABRA DE DIOS

En los evangelios, la Pascua judía es el marco ambiental de la institución de la Eucaristía. Este Sacramento es, pues, la actualización y renovación de la Pascua de Jesucristo. Todo el proyecto salvador de Dios en Cristo, lo actualiza la Iglesia celebrando este Sacramento.

El antiguo pueblo de Dios encontraba en la Ley la oportunidad de responder a la iniciativa salvadora de Yahvé en la Alianza del Sinaí, que fue sellada con la aspersión de la sangre de animales sacrificados, que simbolizaba la vida de Dios. En la cena de pascua judía, la oración de bendición rememoraba la antigua Alianza. Esa misma plegaria, en labios de Cristo, adquirirá una dimensión nueva, no sólo en las palabras, sino sobre todo en el contenido: la Alianza será a partir de ahora la Nueva y Eterna, sellada con su Sangre.

Jesús rubrica con su propia sangre un pacto nuevo, que supera al de Moisés sellado con sangre de animales. De todo el contexto se deduce que Jesús celebró en la cena un verdadero sacrificio, aunque incruento y misterioso: la víctima real es el cuerpo y la sangre de Cristo.

A medida que en nuestra sociedad se abandona el espíritu de sacrificio, de renuncia, de entrega, se desvirtúa y se diluye el carácter sacrificial de la Muerte de Cristo y de la misma Eucaristía. Destacamos –y hacemos bien– la condición de «banquete de fraternidad», pero nunca se debe olvidar el aspecto sacrificial, ni contraponer un elemento al otro.

El texto del evangelio incluye los preparativos para la cena, en que Jesús aparece –como en la entrada en Jerusalén– gobernando y dirigiendo los acontecimientos; y el relato de la institución de la Eucaristía, en el que Jesús realiza anticipadamente el gesto de donación de su propia vida, que llevará a cabo al día siguiente en la cruz. La mención en el último versículo del camino hacia el monte de los Olivos apunta hacia lo trágicamente real de ese gesto.

«Esto es mi cuerpo». Ante todo, la fiesta de hoy nos debe hacer cobrar una conciencia más intensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El «cuerpo» significa la persona entera. Cristo está realmente presente con su cuerpo glorioso, con su alma humana, con su naturaleza y personalidad divina. ¿Somos de veras conscientes de que en cada sagrario hay un hombre viviente, infinitamente más real que todos nosotros? ¿Qué me es más real, la presencia de las demás personas humanas o la presencia de Cristo en la Eucaristía? ¿Soy consciente de tener en el Sagrario a Dios con nosotros, a mi disposición, esperándome eternamente?

«Que se entrega por vosotros». Sin embargo, la presencia de Cristo en la Eucaristía no es inerte ni pasiva. Cristo vive apasionadamente en la Eucaristía su amor infinito por nosotros, su entrega sin límites por cada uno. El amor manifestado en la cruz perdura eternamente; no ha menguado; por el contrario, es ahora más intenso. Y se hace especialmente presente y eficaz en cada celebración de la Eucaristía. Y eso, «por vosotros y por muchos», por la totalidad, por cada uno de todos los hombres, por los que fueron, son y serán; y eso, aunque sea ignorado o rechazado por tantos.

«Para el perdón de los pecados». Cristo sabe muy bien por quién y a quién se entrega; por hombres que son pecadores. Pero para esto ha venido precisamente, para quitar el pecado del mundo. Cristo en la Eucaristía anhela borrar nuestro pecado y hacernos santos. Para eso se ha entregado. Y para eso se queda en la eucaristía, para ser alimento de pecadores. Y nosotros necesitamos acudir con ansia y comer y beber nuestra redención.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La institución de la Eucaristía
(1337 – 1340)

El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento.

Los tres evangelios sinópticos y S. Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, S. Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el Pan de Vida, bajado del cielo (cf Jn 6).

Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaún: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre. Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el «paso» de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.

Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones…Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).

El memorial sacrificial de Cristo
y de su Cuerpo, que es la Iglesia
( 1362 – 1372)

La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia, que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.

En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3).

El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que «derramó por muchos para remisión de los pecados».

La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: Es una y la misma víctima la que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes y la que se ofreció a si misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer.

La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

Los frutos de la comunión
(1392 – 1401)

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis «Amén» (es decir, «sí», «es verdad») a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies
te ocultas verdaderamente:
A ti mi corazón totalmente se somete,
pues al contemplarte,
se siente desfallecer por completo.

La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;
sólo con el oído se llega a tener fe segura.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,
nada más verdadero que esta palabra de Verdad.

Amén.

DOMINGO III DE PASCUA “C”


«¡Es el Señor!»
Hch 5, 27b-32.40b-41:  Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
Sal 29,2-13b:                 Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
Ap 5, 11-14:                   Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la alabanza
Jn 21, 1-19:                   Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio; lo mismo el pescado
I. LA PALABRA DE DIOS
El evangelio de hoy nos presenta la tercera aparición de Cristo Resucitado en Galilea, en el contexto de una pesca milagrosa en el lago. Todo el capítulo 21 de San Juan está lleno de sentido simbólico que nos ayuda a entender el misterio de la Iglesia: la barca de Pedro; el trabajo misionero; el fruto de ese trabajo por la intervención de Jesús (para el número «ciento cincuenta y tres», marcadamente simbólico, no se ha encontrado explicación satisfactoria); la red sin roturas; la primacía de Pedro sobre el rebaño que debe cuidar…. Pero las apariciones de Jesús no son simbólicas –aún estando cargadas de un misterioso significado simbólico revelador–, son reales, objetivas; y esto es así tanto por la imposibilidad de reducirlas a meras alucinaciones colectivas, como por las circunstancias que se describen.
La liturgia del tiempo pascual nos ofrece la gracia de experimentar o de revivir nuestra propia experiencia de encuentro con el Resucitado en su Iglesia. En este sentido, el evangelio nos ilumina poderosamente.
«No sabían que era el Señor». Jesús está ahí, con ellos, pero no se han percatado de su presencia cercana y poderosa. ¿No es esto lo que a veces nos ocurre también a nosotros? Ocupados en nuestros intereses, Cristo camina con nosotros, sale a nuestro encuentro de múltiples maneras, pero nos pasa desapercibido. Esa es la raíz de nuestros males: no saber descubrir su presencia viva que ilumina nuestra existencia, que da sentido y vivifica todo.
«Es el Señor». Los discípulos reconocen a Jesús por el prodigio de la pesca milagrosa. Él mismo había dicho: «Por sus frutos los conoceréis». El que murió en la cruz y el que ahora se les aparece resucitado es realmente la misma y única persona: «el Señor» constituido en gloria.
«Jesús se acerca, toma el pan y se lo da». En el relato evangélico, Cristo aparece alimentando a los suyos –cui­dándoles con exquisita delicadeza– en el banquete del Pez y del Pan, que son símbolos eucarísticos primitivos. También ahora, es sobre todo en la eucaristía donde Cristo Resucitado se hace presente y se nos da, nos cuida y alimenta, Él mismo en persona. La fe tiene que estar viva y despierta para reconocer cuánta ternura hay en cada misa.
Cristo Resucitado quiere hacerse reconocer por unas obras que sólo Él es capaz de realizar. Su presencia quiere obrar maravillas en nosotros. Su influjo quiere ser profundamente eficaz en nuestra vida. La presencia del Resucitado quiere renovar nuestra existencia y la vida de la Iglesia entera. Pascua es el tiempo del gozo profundo, de la alegría desbordante y de la paz del corazón.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
(651 – 655)
«Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe». La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación en Cristo que, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina, según lo había prometido.
La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy». La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: «la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
Cristo, «el primogénito de entre los muertos», es el principio de nuestra propia resurrección. Y esto, en un doble aspecto: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida.
Esta es, en primer lugar, la «justificación» que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros vivamos una nueva vida». Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron … del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina «para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos».
El ministerio de Pedro en la Iglesia
(551 – 553).
El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo y se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino.
Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad «y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar». Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia: «Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
En el colegio de los Doce Simón Pedro ocupa el primer lugar. Jesús le confía una misión única. Gracias a una revelación del Padre, Pedro había confesado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Entonces Nuestro Señor le declaró: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». Cristo, «Piedra viva», asegura a su Iglesia, edificada sobre Pedro la victoria sobre los poderes de la muerte. Pedro, a causa de la fe confesada por él, será la roca inquebrantable de la Iglesia. Tendrá la misión de custodiar esta fe ante todo desfallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos.
Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, «el Buen Pastor» confirmó este encargo después de su resurrección: «Apacienta mis ovejas». El poder de «atar y desatar» significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino.
Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia y se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.
Toda la Iglesia es apostólica
(863-865)
La única Iglesia de Cristo –de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica– subsiste en la Iglesia católica, es indestructible y se mantiene infaliblemente en la verdad. Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero».
La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida sobre el fundamento de los apóstoles; por su enseñanza, que es la misma de los apóstoles; por su estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por los apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro.
Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.
Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, que es como el alma de todo apostolado.
La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos«, «el Reino de Dios», que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor», serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero», «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios»; y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero».
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium).
«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso, Pastor eterno. Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos Apóstoles, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio» (Misal Romano, Prefacio de apóstoles).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Tu cuerpo es lazo de amores,
de Dios y el hombre atadura;
amor que a tu cuerpo acude
como tu cuerpo perdura.
Tu cuerpo, surco de penas,
hoy es de luz y rocío;
que lo vean los que lloran
con ojos enrojecidos. 
Tu cuerpo espiritual
es la Iglesia congregada;
tan fuerte como tu cruz,
tan bella como tu Pascua.
Tu cuerpo sacramental
es de tu carne y tu sangre,
y la Iglesia, que es tu Esposa,
se acerca para abrazarte. 
Amén.