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9 de junio de 2024: DOMINGO X ORDINARIO «B»


“Proclamamos una victoria
sobre el mal y el pecado que no es nuestra;
es de Cristo que nos la ha regalado”

Gn 3,9-15: “Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia”
Sal 129: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa”
2Co 4,13-5,1: “Creemos y por eso hablamos”
Mc 3,20-35: “Satanás está perdido”

I. LA PALABRA DE DIOS

La liturgia de este domingo décimo del tiempo ordinario nos propone como primera lectura el relato del pecado original en el paraíso. El hombre pecador se siente desnudo en la presencia de Dios, que le pregunta si ha comido del árbol prohibido. Adán echa la culpa a Eva, su mujer. Dios pregunta a Eva por qué ha incitado a su marido y ella echa la culpa a la serpiente.

Es difícil reconocer el propio pecado, admitir personales faltas y limitaciones, confesar sinceramente nuestra culpabilidad. No son demasiados los sinceros que viven en humildad y verdad. La eterna canción de hoy y de siempre: la culpa es de los demás.

El autor del Génesis presenta como un verdadero juicio la intervención de Dios ante el comportamiento de Adán y Eva en el paraíso. Éstos tras su pecado se disculpan, pero la sentencia se dicta exactamente en el mismo orden en que fue cometida la falta, es decir, primero la serpiente, luego la mujer y, por último, el varón. Parecería que la mujer y la serpiente, cómplices del pecado, mantendrían una cierta amistad. Sin embargo, la enemistad fue perpetua entre ambas estirpes, hasta que la descendencia de la mujer logró aplastar la cabeza de su enemigo.

El enfrentamiento entre Jesús y Satanás es una lucha permanente y sin cuartel. Ante la acusación —«expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios»— Cristo responde con facilidad. Incluso considera más “sensato” al diablo, que no lucha contra sí mismo, que al acusador. El gran pecado, que «no tendrá perdón jamás», es atribuir a poderes que no sean el Espíritu Santo la victoria de Cristo sobre el demonio.

Sabemos -y el evangelio de este domingo nos lo recuerda- que la vida es una continua lucha contra el mal, llámese serpiente, Satanás o Belzebú. Nuestra lucha contra el espíritu del mal es el gran reto de los que creen en Dios Salvador. Es preciso llenarse de la fuerza de Cristo para poder triunfar sobre el espíritu que nos tira por tierra y nos impide andar en verdad.

Es necesario convencerse de que la presencia del mal en el mundo no es una situación fatal e irremediable, por muy cercano que lo sintamos. El que siempre haya ocurrido, no significa que tenga que ser de la misma manera. Porque el mal es vencible. El amor y el perdón son más fuertes que el pecado.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesucristo es Dios
(589)

Jesús escandalizó a los fariseos sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos. Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores, los admitía al banquete mesiánico. Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema –porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios– o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios.

Sólo Dios perdona el pecado
(1441 – 1449)

Sólo Dios perdona los pecados. Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” y ejerce ese poder divino: “Tus pecados están perdonados”. Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del ministerio de la reconciliación. El apóstol es enviado en nombre de Cristo, y es Dios mismo quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios».

Reconciliación con la Iglesia
(1443 – 1445)

Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios y el retorno al seno del pueblo de Dios.

Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro.

Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyan de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que reciban de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón
(1446; cf 2839)

Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como la segunda tabla de salvación después del naufragio que es la pérdida de la gracia por el pecado.

Los cristianos, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. En la Confesión, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo, y nos reconocemos pecadores ante Él, como el publicano. Al confesar nuestros pecados afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. En el sacramentos de la Confesión encontramos el signo eficaz e indudable de su perdón.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho… Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cuando la luz del sol es ya poniente,
gracias, Señor, es nuestra melodía;
recibe, como ofrenda, amablemente,
nuestro dolor, trabajo y alegría.


Si poco fue el amor en nuestro empeño
de darle vida al día que fenece,
convierta en realidad lo que fue un sueño
tu gran amor que todo lo engrandece.


Tu cruz, Señor, redime nuestra suerte
de pecadora en justa, e ilumina
la senda de la vida y de la muerte
del hombre que en la fe lucha y camina.


Jesús, Hijo del Padre, cuando avanza
la noche oscura sobre nuestro día,
concédenos la paz y la esperanza
de esperar cada noche tu gran día. 


Amén.

2 de junio de 2024: SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI» “B”


«Después del tradicional cordero, terminada la cena,
fue dado el Cuerpo del Señor a los discípulos;
todo a todos, todo a cada uno»

Ex 24,3-8: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros»
Sal 115: «Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor»
Hb 9,11-15: «La sangre de Cristo podría purificar nuestra conciencia»
Mc 14,12-16.22-26: «Esto es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre»

I. LA PALABRA DE DIOS

En los evangelios, la Pascua judía es el marco ambiental de la institución de la Eucaristía. Este Sacramento es, pues, la actualización y renovación de la Pascua de Jesucristo. Todo el proyecto salvador de Dios en Cristo, lo actualiza la Iglesia celebrando este Sacramento.

El antiguo pueblo de Dios encontraba en la Ley la oportunidad de responder a la iniciativa salvadora de Yahvé en la Alianza del Sinaí, que fue sellada con la aspersión de la sangre de animales sacrificados, que simbolizaba la vida de Dios. En la cena de pascua judía, la oración de bendición rememoraba la antigua Alianza. Esa misma plegaria, en labios de Cristo, adquirirá una dimensión nueva, no sólo en las palabras, sino sobre todo en el contenido: la Alianza será a partir de ahora la Nueva y Eterna, sellada con su Sangre.

Jesús rubrica con su propia sangre un pacto nuevo, que supera al de Moisés sellado con sangre de animales. De todo el contexto se deduce que Jesús celebró en la cena un verdadero sacrificio, aunque incruento y misterioso: la víctima real es el cuerpo y la sangre de Cristo.

A medida que en nuestra sociedad se abandona el espíritu de sacrificio, de renuncia, de entrega, se desvirtúa y se diluye el carácter sacrificial de la Muerte de Cristo y de la misma Eucaristía. Destacamos –y hacemos bien– la condición de «banquete de fraternidad», pero nunca se debe olvidar el aspecto sacrificial, ni contraponer un elemento al otro.

El texto del evangelio incluye los preparativos para la cena, en que Jesús aparece –como en la entrada en Jerusalén– gobernando y dirigiendo los acontecimientos; y el relato de la institución de la Eucaristía, en el que Jesús realiza anticipadamente el gesto de donación de su propia vida, que llevará a cabo al día siguiente en la cruz. La mención en el último versículo del camino hacia el monte de los Olivos apunta hacia lo trágicamente real de ese gesto.

«Esto es mi cuerpo». Ante todo, la fiesta de hoy nos debe hacer cobrar una conciencia más intensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El «cuerpo» significa la persona entera. Cristo está realmente presente con su cuerpo glorioso, con su alma humana y con su naturaleza y personalidad divina. ¿Somos de veras conscientes de que en cada sagrario hay «alguien», no «algo»: un hombre viviente, infinitamente más real que todos nosotros? ¿Qué me es más real, la presencia de las demás personas humanas o la presencia de Cristo en la Eucaristía? ¿Soy consciente de tener en el Sagrario a Dios con nosotros, a mi disposición, esperándome eternamente?

«Que se entrega por vosotros». Sin embargo, la presencia de Cristo en la Eucaristía no es inerte, ni pasiva. Cristo vive apasionadamente en la Eucaristía su amor infinito por nosotros, su entrega sin límites por cada uno. El amor manifestado en la cruz perdura eternamente; no ha menguado; por el contrario, es ahora más intenso. Y se hace especialmente presente y eficaz en cada celebración de la Eucaristía. Y eso, «por vosotros y por muchos», por la totalidad, por cada uno de todos los hombres, por los que fueron, son y serán; y eso, aunque sea ignorado o rechazado por tantos.

«Para el perdón de los pecados». Cristo sabe muy bien por quién y a quién se entrega; por hombres que son pecadores. Pero para esto ha venido precisamente, para quitar el pecado del mundo. Cristo en la Eucaristía anhela borrar nuestro pecado y hacernos santos. Para eso se ha entregado. Y para eso se queda en la eucaristía, para ser alimento de pecadores. Y nosotros necesitamos acudir con ansia y comer y beber nuestra redención.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La institución de la Eucaristía
(1337 – 1340)

El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento.

Los tres evangelios sinópticos y S. Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, S. Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el Pan de Vida, bajado del cielo (cf Jn 6).

Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaún: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre. Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el «paso» de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.

Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones…Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).

El memorial sacrificial de Cristo
y de su Cuerpo, que es la Iglesia
( 1362 – 1372)

La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia, que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.

En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3).

El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que «derramó por muchos para remisión de los pecados».

La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: Es una y la misma víctima la que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes y la que se ofreció a si misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer.

La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

Los frutos de la comunión
(1392 – 1401)

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis «Amén» (es decir, «sí», «es verdad») a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies
te ocultas verdaderamente:
A ti mi corazón totalmente se somete,
pues al contemplarte,
se siente desfallecer por completo.

La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;
sólo con el oído se llega a tener fe segura.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,
nada más verdadero que esta palabra de Verdad.

Amén.

26 de mayo de 2024: DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD “B”


«Con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor»

Dt 4,32-34.39-40«El Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra»

Sal 32: «Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad»

Rm 8,14-17: «Han recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: !Abbá!»

Mt 28,16-20: «Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo«

I. LA PALABRA DE DIOS 

San Pablo nos recuerda el fundamento trinitario de la vida cristiana: el bautizado entra a formar parte de una familia, la familia de Dios: el Padre es Dios, Jesucristo es el primogénito, el Espíritu Santo es el amor familiar, el «nosotros» divino. Por eso el cristiano llama a Dios ¡Abbá!, ¡Padre!, porque nos ha adoptado como hijos en el Hijo, que nos hace hermanos y coherederos; y nos comunica el Espíritu, que habita en nosotros y nos hace capaces de saborear consciente y amorosamente todo ello.

A muchos cristianos el misterio de la Trinidad les echa para atrás. Les parece demasiado complicado y prefieren dejarlo de lado. Y sin embargo las páginas del Nuevo Testamento nos hablan a cada paso de Cristo, del Padre y del Espíritu Santo. Ellos son el fundamento de toda nuestra vida cristiana. 

Explicar el misterio de la Trinidad, no es que sea difícil, ¡es imposible!; precisamente porque es misterio. Pero esto no quiere decir que sea un mito o que no sea real. Seguramente nosotros tampoco sepamos explicar qué es la electricidad, pero todos sabemos que existe y sabemos utilizarla y aprovecharnos de ella. 

Lo mismo que un niño puede conocer y tener gran familiaridad con su padre, aunque no sepa decir muchas cosas de él, nosotros podemos vivir también en una profunda familiaridad con el Padre, con Cristo, con el Espíritu y tener experiencia de estas Personas divinas. No sólo podemos: estamos llamados por Dios a ello en virtud de nuestro bautismo. No es un privilegio de algunos místicos.

Podemos conocer al Padre como Fuente y Origen de todo, Principio sin principio, Causa última y absoluta de la vida, que no depende de nada ni de nadie. El Hijo es engendrado por el Padre, recibe de Él todo su ser: por eso es Hijo; pero el Padre se da totalmente: por eso el Hijo es Dios, igual al Padre, de la misma naturaleza del Padre. Nada tiene el Hijo que no reciba del Padre; nada tiene el Padre que no comunique al Hijo. La personalidad del Hijo consiste precisamente en recibir todo del Padre; y el Hijo mira al Padre en un movimiento eterno de amor, gratitud y donación; y el Padre mira complacido al Hijo, su imagen perfecta, su expresión, su Verbo. Y ese abrazo eterno de amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo, que procede de ambos.

El Espíritu nos da a conocer a Cristo y al Padre y nos pone en relación con ellos. Las Personas divinas viven como en un templo en el hombre que está en gracia. Estamos habitados por Dios. Nunca estamos solos. Las Tres divinas Personas viven en nosotros, nos conocen y nos aman; los Tres quieren vivificarnos y ser conocidos y amados por nosotros para mantener un continuo diálogo personal de amor. Somos templo suyo, templo vivo y habitado. Vivimos, nos movemos y existimos en el seno de la Trinidad; y los Tres habitan en nosotros por la gracia. ¿Se puede imaginar mayor familiaridad? Todo nuestro cuidado consiste en permanecer en esta unión vital y mantener esta conversación amistosa.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La fe en la Santísima Trinidad
(232, 234, 236, 237, 260)

Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Antes respondemos –nosotros mismos o nuestros padrinos– «Creo» a la triple pregunta que nos pide confesar nuestra fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: «La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad» (S. Cesáreo de Arlés).

Hay un solo Dios verdadero –»Si Dios no es único, no es Dios»–, pero en Dios hay tres Personas distintas: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, pero no son tres dioses; sino que son tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Esto es un misterio que nos ha revelado Jesucristo y le llamamos el Misterio de la Santísima Trinidad, que consiste en que existen tres Personas distintas y un sólo Dios verdadero. Es decir, que Dios es uno en esencia y trino en Personas.

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe». Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos.

El fin último de todas las acciones de Dios es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad en el Cielo. Pero ya desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama –dice el Señor– guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

La gracia de Dios
(cf. 1996 – 2000)

Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder libremente a su llamada: ser hijos de Dios, hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina y de la vida eterna. La gracia nos santifica: es el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma –en el Bautismo– para curarla del pecado y santificarla

La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como «hijo adoptivo» puede ahora llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura. 

La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la llamada divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas sea en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación. 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la Unidad me posee de nuevo» (San Gregorio Nacianceno).

«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí misma para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El Dios uno y trino,
misterio de amor,
habita en los cielos
y en mi corazón.

Dios escondido en el misterio,
como la luz que apaga estrellas;
Dios que te ocultas a los sabios,
y a los pequeños te revelas.

No es soledad, es compañía.
es un hogar tu vida eterna,
es el amor que se desborda
de un mar inmenso sin riberas.

Padre de todos, siempre joven,
al Hijo amado eterno que engendras,
y el Santo Espíritu procede
como el Amor que a los dos sella.

Padre, en tu gracia y tu ternura,
la paz, el gozo y la belleza,
danos ser hijos en el Hijo
y  hermanos todos en tu Iglesia.

Al Padre, al Hijo y al Espíritu,
acorde melodía eterna,
honor y gloria por los siglos
canten los cielos y la tierra. 

Amén.