Archivo de la categoría: evangelio

17 de marzo de 2024: DOMINGO V DE CUARESMA “B”


«Conoceremos al Señor porque perdonará nuestros pecados
por la Nueva Alianza en Cristo»

Jr 31,31-34: «Haré una alianza nueva y no recordaré los pecados»
Sal 50: «Oh, Dios, crea en mí un corazón puro»
Hb 5,7-9:  «Aprendió a obedecer; y se convirtió en autor de salvación eterna»
Jn 12,20-33: «Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto» 

I. LA PALABRA DE DIOS

El anuncio de Jeremías –la Alianza Nueva– parece un anticipo del Evangelio. La letra había ahogado al espíritu y había que grabar en los corazones la Ley Nueva. Dios mismo será quien escribirá esa ley dentro del  corazón del hombre. 

«Queremos ver a Jesús». ¿Accedió Jesús al deseo de estos griegos piadosos? Lo que dice a continuación es la respuesta indirecta: «Si quieren verme, que me ‘vean’ en la cruz».

«Padre, glorifica tu nombre». Jesús acepta voluntariamente su muerte redentora, pero la idea de sufrir lo turba instintivamente, como en Getsemaní. Desearía verse libre de esa hora dolorosa: «y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?»; pero su oración no es egoísta: sólo busca que el Padre sea glorificado. La respuesta del Padre, que ya ha actuado en las señales reveladoras de Jesús (sus milagros), indica que precisamente ahora, en la muerte y la resurrección, va a mostrar con más claridad «el esplendor del Hijo único».

«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre». La glorificación de Jesús empieza ya con la pasión. Jesús es «elevado sobre la tierra»: con esta expresión san Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo. Con ello expresa una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el patíbulo de la cruz, cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un derrotado y por un maldito, es en realidad cuando Jesús está venciendo. «Ahora el Príncipe de este mundo –Satanás– va a ser echado fuera». En la cruz Jesús es Rey. 

«Si muere, da mucho fruto». El cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión somos fruto nosotros. Millones y millones de seres humanos han recibido y recibirán vida eterna por la entrega de Cristo en la cruz. El sufrimiento con amor y por amor es fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender en nosotros el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo: «les he destinado para que vayan y den fruto y su fruto dure» (Jn 15,16).

«Atraeré a todos hacia mí». Cristo crucificado –«elevado sobre la tierra»– atrae irresistiblemente las miradas y los corazones. Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad. La cruz ha sido constituida fuente de vida para toda la humanidad. La cruz es expresión del amor del Padre a su Hijo: «Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). Por eso, Jesús no rehuye la cruz: «Por esto he venido».

La Carta a los Hebreos, aludiendo a la oración del huerto, afirma que Cristo fue «escuchado» por su Padre. Expresión paradójica, porque el Padre no le ahorró pasar por la muerte. Y, sin embargo, fue escuchado. La resurrección revelará hasta qué punto el Hijo ha sido escuchado. A este Cristo, que había pedido: «Padre, glorifica a tu Hijo», lo vemos ahora coronado de honor y gloria precisamente en virtud de su pasión y de su cruz. Más aún, una vez resucitado, llevado a la perfección, «se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna». A la luz de la Resurrección entendemos en toda su verdad que Cristo es «el grano de trigo» que «cae en tierra y muere» para dar «mucho fruto». Sí, efectivamente, en lo más hondo de su agonía el Hijo ha sido escuchado por el Padre.

«Y donde esté yo, allí también estará mi servidor». Para estar un día en la gloria con el Hijo resucitado, su servidor tiene que vivir también –no de modo fortuito, ni optativo, sino necesariamente– en comunidad de cruz con Él. Esto es iluminador para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le escucha porque no le libra de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo tampoco le liberó del sufrimiento ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó. Dios escucha siempre. Lo que ocurre es que nosotros «no sabemos pedir lo que conviene». Dios puede escucharnos permitiendo que permanezcamos en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos fuerza para resistir en la prueba; dándonos gracia para ser aquilatados y purificados –glorificándonos– a través del sufrimiento. Nos escucha haciéndonos –con el Hijo– grano de trigo que muere para dar fruto abundante. 

Todos los cristianos y santos de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo. Gracias a ella «el príncipe de este mundo» ha sido «echado fuera» y hemos sido arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo. Por ella Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva y nuestros pecados han sido perdonados; ha creado en nosotros un corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación. Por la pasión de Cristo ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del Espíritu Santo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
(606 – 607)

El Hijo de Dios –que ha bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado– al entrar en este mundo, dice: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad«. Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra«. El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero«, es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida. El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado«.

Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?». Y todavía en la cruz antes de que «todo esté cumplido«, dice: «Tengo sed«.

El cordero que quita el pecado del mundo
(608)

Juan Bautista señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo«. Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos«.

Jesús acepta libremente el amor del Padre
(609)

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, los amó hasta el extremo porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos«. Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). 

El Espíritu grabará en nosotros la Ley Nueva:
(715 – 716)

El Pueblo de los «pobres», los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios; los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, es la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas (Antiguo Testamento). En los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva. 

Ley nueva o Ley evangélica
(1972)

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo, a la de amigo de Cristo, o también a la condición de hijo heredero.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Hubo, bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual «la caridad es difundida en nuestros corazones» (Rm 5,5)» (Santo Tomás de Aquino).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

A Ti, sumo y eterno Sacerdote
de la nueva alianza,
se ofrecen nuestros votos y se elevan
los corazones en acción de gracias.

Tú eres el Ungido, Jesucristo,
el Sacerdote único;
tiene su fin en ti la ley antigua,
por ti la ley de gracia viene al mundo.

Al derramar tu sangre por nosotros,
tu amor complace al Padre;
siendo la hostia de tu sacrificio,
hijos de Dios y hermanos tú nos haces.

Para alcanzar la salvación eterna,
día a día ofreces
tu sacrificio, mientras, junto al Padre,
sin cesar por nosotros intercedes. 

A ti, Cristo pontífice, la gloria
por los siglos de los siglos;
tú que vives y reinas y te ofreces
al Padre en el amor del santo Espíritu. 

Amén.

10 de marzo de 2024: DOMINGO IV DE CUARESMA “B”


«Somos obra de Dios,
liberados por Cristo de las tinieblas,
salvados en su Nombre» 

2 Cro 36,14-16.19-23: «La ira y la misericordia del Señor serán manifestadas en el exilio y en la liberación del pueblo»
Sal 136: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti»
Ef 2,4-10: «Muertos por los pecados, estáis salvados por pura gracia»
Jn 3,14-21: «Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él»

I. LA PALABRA DE DIOS

Toda la Cuaresma converge en el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con fe, con una mirada contemplativa y con el corazón contrito y humillado. Es el Crucificado quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor inmenso, asombroso, desconcertante.

«La serpiente en el desierto» no podía curar ni dar vida, pero cuando los israelitas pecadores la miraban creían en Aquel que había ordenado a Moisés que la hiciera, y Él los curaba. Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: «Mirarán al que traspasaron». Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo contemplándola con fe podremos descubrir y experimentar la misericordia de Dios, que con su perdón nos limpia de nuestros pecados. 

«El que cree en Él no será juzgado». La Redención tiene su fuente en el amor de Dios a los hombres, y la realiza el Hijo entregando su vida: su finalidad es salvarnos, pero nosotros podemos permanecer en la oscuridad y no creer en el Hijo. El que no quiere creer en el crucificado, ni en el amor del Padre que nos lo entrega, ese ya está condenado, en la medida en que da la espalda al único que salva (cfr. He 4,12).

«Tanto amó Dios». Si algo debe calarnos profundamente es ese «tanto», esa medida sin media, la desmesura del amor del Padre dándonos a su Hijo y del amor de Cristo entregándose por nosotros hasta el extremo (Jn 13,1), por cada uno de todos (Gal 2,20). La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras ella, e infunde la seguridad de saberse amados: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8,31). 

«Tanto amó Dios al mundo». «El mundo«, en los escritos de san Juan, es palabra polivalente: puede significar «el universo» (lo que un judío llamaría «el cielo y la tierra»), o «la humanidad«, el género humano; y este segundo significado se desdobla en dos: el conjunto de todos los hombres, objeto del amor salvador de Dios (así es en este pasaje) o «el mundo malo«, es decir, los seres humanos que, como seres libres, rechazan creer en Jesús, revelador del Padre. Gracias a este amor de Dios a los hombres, más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en la que se encuentre, por lejos que se crea de Dios. 

Este amor es el que hace exultar a san Pablo. Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia. Es este amor gratuito, inmerecido, el que explica la cruz. Este amor es el que nos ha salvado, sacándonos literalmente de la muerte. Nos ha resucitado. Ha hecho de nosotros criaturas nuevas. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. Esta es la gracia nueva que se nos regala.

A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte; y que al pueblo de Israel le llevó al destierro. Entendemos que las expresiones de la primera lectura no son exageradas y se aplican a nosotros en toda su cruda y dolorosa realidad: hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles (no creyentes), hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras…

Que Dios sea rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado y al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre. Cuando el hombre se acerca a la Verdad de  Dios  por  el camino  de  Cristo, además de encontrarse con «el Verdadero», se encuentra a sí mismo de verdad.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios es Verdad y Amor
(214)

Dios, «El que es», se reveló a Israel como el que es «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su verdad. «Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad» (Sal 138,2). Él es la Verdad, porque «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); Él «es Amor», como lo enseña el apóstol Juan. 

Dios es la Verdad
(215)

Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas. El comienzo del pecado y de la caída del hombre fue una mentira del tentador que indujo a dudar de la palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad.

Dios es amor
(218 – 219)

A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su infidelidad y sus pecados. 

El amor de Dios a Israel es comparado en la Biblia al amor de un padre a su hijo (Os 11,1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49,14-15). Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62,4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11); llegará hasta el don más precioso: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16).

Vivir en la verdad
(2466 – 2472)

El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y testimoniarla: Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según sus exigencias.

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. El que cree en él, no permanece en las tinieblas. El discípulo de Jesús, «permanece en su palabra», para conocer «la verdad que hace libre» y que santifica. Seguir a Jesús es vivir del «Espíritu de verdad» que el Padre envía en su nombre y que conduce «a la verdad completa». Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional a la Verdad: «Sea su lenguaje: «sí, sí»; «no, no»» (Mt 5,37).

La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

«Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad» (S. Tomás de Aquino). La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción. En justicia, «un hombre debe honestamente a otro la manifestación de la verdad» (S. Tomás de Aquino).

El discípulo de Cristo acepta «vivir en la verdad», es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. «Si decimos que estamos en comunión con Él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad» (1 Jn 1,6).

Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar, con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, al hombre nuevo del que se revistieron por el Bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la Confirmación. En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, sin avergonzarse nunca de la cruz de Jesucristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¿Dónde, pues, están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo» (San Agustín).

«Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mi mismo para darme todo a ti» (S. Nicolás de Flüe).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Mi Cristo, tú no tienes
la lóbrega mirada de la muerte.
Tus ojos no se cierran:
son agua limpia donde puedo verme.

Mi Cristo, tú no puedes
cicatrizar la llaga del costado:
un corazón tras ella
noches y días me está esperando.

Mi Cristo, tú conoces
la intimidad oculta de mi vida.
Tú sabes mis secretos:
te los voy confesando día a día.

Mi Cristo, tú sonríes
cuando te hieren, sordas, las espinas.
Si mi cabeza hierve,
haz, Señor, que te mire y te sonría. 

Amén. 

3 de marzo de 2024: DOMINGO III DE CUARESMA “B”


«La Pascua de Cristo no es para «destruir»,
sino para que nazca el hombre nuevo» 

Ex 20,1-17: «La ley se dio por medio de Moisés»
Sal 18,8-11: «Señor, tu tienes palabras de vida eterna»
1Co 1,22-25: «Predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los hombres; pero para los llamados es sabiduría de Dios»
Jn 2,13-25: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». El evangelio nos presenta a Jesús como el Nuevo Templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres días. El antiguo templo de Jerusalén ya no tiene razón de ser a partir del Nuevo Templo que es Cristo. Y la referencia a los «tres días» y a «la Pascua de los judíos», muestra que el evangelista está pensando en el acontecimiento pascual de Cristo que dará lugar al inicio del tiempo nuevo.

Implícitamente, Jesús, está afirmando su divinidad al declararse autor de su propia resurrección, ya que la resurrección de un cadáver sólo Dios la puede hacer. De este Templo –la humanidad resucitada de Jesús– manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu. En este Templo estamos llamados a morar, a permanecer, lo mismo que Él mora en el seno del Padre. De este Templo llegamos a formar parte como piedras vivas por el bautismo. Y también nosotros, como Él, aunque en medida muy inferior, somos hechos «templo de Dios».

«Haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo». Jesús realiza un signo profético de aparente violencia. Nos encontramos en este texto de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar poco: la fortaleza de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras muchas veces en sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de tu casa me devora». Algunos identifican el amor con la melosidad inofensiva. Y, sin embargo, la postura radical de Jesús es fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor llevado al extremo. 

Jesús es fuerte para defender los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre con todas sus fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo, el lugar santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a Dios, también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu casa me devora».

Jesús es intransigente contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y amor hacia los pecadores hasta dar la vida por ellos es el que aquí contemplamos actuando enérgicamente en contra del pecado. El mismo y único Cristo.

Jesús no pacta nunca con el mal. Lo hemos contemplado devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe encendernos a nosotros en la lucha contra el mal y el pecado, que debe devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia, que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del templo que somos nosotros mismos. 

La lucha contra el mal es sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al Bien que es Dios mismo. Cumpliendo los Mandamientos decimos «sí» a Dios, reafirmamos la alianza –el pacto de amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo–, y nos lanzamos por el camino que nos hace verdaderamente libres. La cuaresma es una oportunidad de gracia para renovar nuestra vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el cumplimiento fiel de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos ha sacado de la esclavitud y nos ha hecho libres. 

Por lo demás, Cristo no ejerce su fortaleza contra los hombres, sino en favor de ellos, dejando que destruyan en la pasión el templo de su cuerpo y resucitando a los tres días. «Tengo poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de nuevo». De igual modo, el cristiano unido a Cristo es invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… Hasta los cabellos de vuestras cabezas están contados». 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús y el Templo
(583 – 586)

Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento. A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre. Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua; su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías.

Jesús subió al Templo como  al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado. 

No obstante, en el umbral de su Pasión, Jesús anunció la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra. Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua. 

Jesús se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre». 

El templo, lugar propio de oración
en espíritu y en verdad
(1179, 1180, 1197–1199, 2519, 2691)

Cristo es el verdadero Templo de Dios, «el lugar donde reside su gloria»; por la gracia de Dios los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia. 

A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un «prójimo»; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina. 

El culto «en espíritu y en verdad» de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha sido confiada a los hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un mismo lugar, lo fundamental es que ellos son las «piedras vivas», reunidas para «la edificación de un edificio espiritual». El Cuerpo de Cristo resucitado es el templo espiritual de donde brota la fuente de agua viva. Incorporados a Cristo por el Espíritu Santo, «somos el templo de Dios vivo».

En su condición terrena, la Iglesia tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse (catedrales, templos, capillas…): nuestras iglesias visibles, lugares santos, imágenes de la Ciudad santa, la Jerusalén celestial hacia la cual caminamos como peregrinos, son los edificios destinados al culto divino. Estas iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados y unidos en Cristo. En estos templos, la Iglesia celebra el culto público para gloria de la Santísima Trinidad; en ellos escucha la Palabra de Dios y canta sus alabanzas, eleva su oración y ofrece el Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en medio de la asamblea. Estas iglesias son también lugares de recogimiento y de oración personal. 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cristo ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros» (San Agustín).

«El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado su templo» (San Basilio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Piedra angular y fundamento es Cristo
del templo espiritual que al Padre alaba,
en comunión de amor con el Espíritu
viviente, en lo más íntimo del alma.

Piedras vivas son todos los cristianos,
ciudad, reino de Dios edificándose,
entre sonoros cánticos de júbilo,
al Rey del universo, templo santo.

El cosmos de alegría se estremece
en latido vital de nueva savia,
al pregustar el gozo y la alegría
de un cielo y una tierra renovados.

Cantad, hijos de Dios, adelantados
del Cristo total, humanidad salvada,
en la que Dios en todos será todo,
comunión viva en plenitud colmada.

Demos gracias al Padre, que nos llama
a ser sus hijos en el Hijo amado,
abramos nuestro espíritu al Espíritu,
adoremos a Dios que a todos salva.
 

Amén.