19 de abril de 2020: DOMINGO II DE PASCUA “A”


Domingo de la Divina Misericordia
«Nacidos de nuevo para una esperanza viva»
Hch 2,42-47 «Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común»
Sal 117,2-24 «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia»
1P 1,3-9 «Por la resurrección, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva»

Jn 20,19-31 «A los ocho días llegó Jesús»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Les enseñó las manos y el costado». Las heridas mostradas son el signo de identificación; el resucitado es el mismo que fue crucificado. Y las huellas transfiguradas del sufrimiento anterior ya no causan tristeza. Luego, Jesús condesciende con la exigencias de Tomás, sin forzarlo a convencerse. La fe sigue siendo libre. Y Tomás prorrumpe en una espléndida confesión de fe en la divinidad de Jesús: «¡Señor mío y Dios mío!».

«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados». Jesús les comunica el Espíritu Santo, primeramente para suscitar y reafirmar la fe en su resurrección (para que vean, para que crean); y luego, para hacer que otros vean, quitando la ceguera del pecado. Es verdad de fe definida que las palabras de Jesús en estos versículos hay que entenderlas de la potestad de perdonar y retener los pecados en el sacramento de la penitencia. La Iglesia no es nada sin la presencia y la fuerza del Resucitado. Pero éste tampoco se hace visible sin hombres y mujeres que se dejen transformar por su poder.

Algo insólito estaba sucediendo en Jerusalén –«todo el mundo estaba impresionado»– tras el anuncio de que a aquel a quien habían colgado de un madero, Dios lo había resucitado: «vivían todos unidos y lo tenían todo en común». Un hecho verdaderamente novedoso. 

En medio de la alegría pascual, la liturgia proyecta nuestra mirada a la primera comunidad cristiana. «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones». Los primeros cristianos no celebran a un ausente, cuyo simple recuerdo les mantiene. Le hacen presente como a quien vive y está en medio de ellos. «Día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando». La Iglesia es fruto de la Pascua. La comunidad cristiana es posible porque Cristo ha resucitado. Toda esa belleza tan atrayente brota de la victoria de Cristo sobre el pecado. 

«Este es el día en que actuó el Señor». No sólo actuó en el pasado. Este es el día en que el Señor continúa actuando. Estamos en el día de la resurrección, en el tiempo en que Cristo, a quien «ha sido dado todo poder», desea seguir mostrando sus maravillas. El tiempo de Pascua es el tiempo por excelencia de las obras grandes del Resucitado. Si lo creemos y lo deseamos, si nos ponemos a acogerlo, seguiremos experimentando que «es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente».

«Nos ha hecho nacer de nuevo». Por la resurrección de Cristo somos ya criaturas nuevas. La vida del Resucitado nos inunda ya ahora. Hemos nacido de nuevo. Y, sin embargo, lo mejor está por llegar. Hay «una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo». ¿Hay acaso motivo para la tristeza, la desilusión o el desencanto?

El modo de vivir la Resurrección en las primeras comunidades es para nosotros un reto: vivir la experiencia de resucitados con Cristo a nadie puede dejar indiferente. ¿Somos hoy signo de Cristo victorioso? Como muchos de aquellos cristianos «no hemos visto a Jesús y lo amamos; no lo hemos visto y creemos en Él».

II. LA FE DE LA IGLESIA

La comunión de los bienes en la Iglesia
(949 – 953)

La «comunión de los santos» es precisamente la Iglesia. Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros. Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza. Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia. Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común.

La Iglesia es «comunión de los santos»: esta expresión designa primeramente las «cosas santas», y ante todo la Eucaristía, que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo.

Este término designa también la comunión entre las «personas santas» (los bautizados) en Cristo que ha muerto por todos, de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.

En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones»: 

La comunión en la fe: La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.

La comunión de los sacramentos: El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos. El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación.

La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo reparte gracias especiales entre los fieles para la edificación de la Iglesia. Pues, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común».

«Todo lo tenían en común»: Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo. El cristiano es un administrador de los bienes del Señor.

La comunión de la caridad: En la «comunión de los santos» «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo». «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte». «La caridad no busca su interés». El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.

La misión de los apóstoles
(858 – 860)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» (esto es lo que significa la palabra griega «apostoloi«). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo les envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce.

Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta», sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él, de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza», «ministros de Dios», «embajadores de Cristo», «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios».

En el encargo dado a los apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos. Esta misión divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de instituir sucesores.

Los obispos sucesores de los apóstoles
(861 – 862)

«Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (San Clemente).

Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser elegido para siempre por el orden sagrado de los obispos. Por eso, la Iglesia enseña que por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió.

La única Iglesia de Cristo –de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica– subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos. Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza o en el de cuerpo. Según lo que está escrito: «Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.» Y el Señor mismo en el evangelio dice: «De manera que ya no son dos sino una sola carne». Como lo han visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal. Como cabeza Él se llama «Esposo» y como cuerpo «esposa»» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

La bella flor que en el suelo
plantada se vio marchita
ya torna, ya resucita,
ya su olor inunda el cielo

De tierra estuvo cubierto,
pero no fructificó
del todo, hasta que quedó
en un árbol seco injerto.
Y, aunque a los ojos del suelo
se puso después marchita,
ya torna, ya resucita,
ya su olor inunda el cielo

Toda es de flores la fiesta,
flores de finos olores,
más no se irá todo en flores,
porque flor de fruto es ésta.
Y, mientras su Iglesia grita
mendigando algún consuelo,
ya torna, ya resucita,
ya su olor inunda el cielo

Que nadie se sienta muerto
cuando resucita Dios,
que, si el barco llega al puerto,
llegamos junto con vos.
Hoy la cristiandad se quita
sus vestiduras de duelo.
Ya torna, ya resucita,
ya su olor inunda el cielo. 

Amén.

1 comentario en “19 de abril de 2020: DOMINGO II DE PASCUA “A”

  1. A.

    A Dios Padre de todos, que nos ha dejado a Jesucristo Resucitado, Vivo y en la Eucaristía. Reservado en el Sagrario, para que vayamos a adorarle, y a confiarle nuestra vida entera, y también la de tantos que en estos momentos te imploran y te piden para: Que cese la pandemia que asola al mundo entero. Te suplican por los enfermos y moribundos. Te confían a los que están muriendo. Te piden por sus familiares para que les evite el virus. También te dicen que no olvides a tantos que se encuentran preocupados y desolados por la crisis económica a la que se verán inmersos. MIra con ojos de misericordia a aquellos que ni siquiera pueden despedirse de los suyos en los últimos momentos. Pero principalmente y sobre todo. – Quédate con todos nosotros-. ¡ Señor ! , ¿Dónde vamos a ir sin tì?.

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