“Todo es posible para el que cree”
Sb 1,13-15; 2,23-24: “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”
Sal 29: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”
2 Co 8,7.9.13-15: “Vuestra abundancia remedia la carencia de los hermanos pobres”
Mc 5,21-43: “Contigo hablo, niña, levántate”
I. LA PALABRA DE DIOS
El Evangelio presenta un doble signo de Jesús, que se revela como el Dios de la vida: al vencer el poder del diablo, Jesús vence el poder de la muerte, que se debe a su influjo (Sabiduría). La hemorroísa era considerada legalmente impura y debilitada en la raíz de su ser, pues «la sangre es la vida» (Dt 12,23). Su curación revela a Jesús como el que devuelve la salud plena y la vida digna. Resucitando a la hija de Jairo testimonia que ni siquiera la frontera de la muerte es inaccesible a su poder. La hemorroísa y Jairo resaltan una vez más la importancia de la fe, capaz de obrar milagros –«tu fe te ha salvado»; «basta que tengas fe»–.
«Acercándose por detrás … le tocó el manto». Lo normal es que el médico toque al enfermo para curarlo, aquí el enfermo toca al médico para sanar. Pero hay diversas formas de “tocar a Jesús”, unas llevan a la curación, otras no: «Ves cómo te apretuja la gente…». Lo que hace posible el milagro es la fe.
Jesús «les dijo que dieran de comer a la niña». La narración acaba con este gesto humano de Jesús: mientras los padres, y todos, quedan pasmados y sin reaccionar –no era para menos, para revivir a un muerto es necesario el poder divino– Él se da cuenta de que la niña lleva horas sin comer.
El Salmo 29 es la acción de gracias de un hombre que ha sido librado de una enfermedad muy grave. A la luz del evangelio de hoy, este salmo es un canto a Jesucristo, el Dios de la vida, el Dios que nos resucitará. Si es verdad que Dios no nos ahorra la muerte –como no se la ahorró al propio Cristo–, nuestro destino es la vida eterna, incluida la resurrección de nuestro cuerpo.
Hemos de dejarnos invadir por los sentimientos de este salmo. ¿Hasta qué punto exulto de júbilo por haber sido librado de la muerte por Cristo? ¿En qué medida desbordo de gratitud porque mi destino no es la fosa? ¿Experimento el reconocimiento agradecido porque mi Señor no ha permitido que mi enemigo –Satanás– se ría de mí? La fe en la resurrección es algo esencial en la vida del cristiano. Pero es sobre todo en un mundo asediado por el tedio y la tristeza de la muerte cuando se hace más necesario nuestro testimonio gozoso y esperanzado de una fe inconmovible en Cristo resucitado y en nuestra propia resurrección.
II. LA DOCTRINA DE LA IGLESIA
En qué consiste la fe
(150 — 152)
La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una persona humana o en una criatura.
Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, “su Hijo amado”, en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». Porque «ha visto al Padre», Él es el único en conocerlo y en poderlo revelar.
No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo». Sólo Dios conoce a Dios enteramente: «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios». Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios. La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Las características de la fe
(153 — 154, 164)
En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia.
La fe es una gracia. La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad.
La fe es un acto humano. Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas.
La fe es un acto libre. El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza. Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados. Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús. En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían.
La fe es necesaria para la salvación. Creer en Cristo Jesús y en Aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación. Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin, obtendrá la vida eterna.
La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
La perseverancia en la fe. La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe “actuar por la caridad”, ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe se vive en la Iglesia madre y educadora
(166, 168 — 169)
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.
La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo.
La salvación viene sólo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre, y porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.
Brujería, magia, hechicería
(2115, 2117)
Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en ponerse con confianza en las manos de la Providencia en lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto.
Cuando no se cree en Dios, se acaba creyendo en cualquier cosa. Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar las potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo –aunque sea para procurar la salud–, son gravemente contrarias a la virtud de la religión. Estas prácticas son más condenables aún cuando van acompañadas de una intención de dañar a otro o recurren a la intervención de los demonios.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
“Cuando los apóstoles decían al Señor que la turba le apretujaba, Él contestó: «Alguien me ha tocado» . Unos aprietan y la otra le toca. Muchos aprietan desagradablemente el cuerpo del Señor y pocos le tocan saludablemente. «¿Quién me ha tocado?» Como si dijera el Señor: «Busco a los que me tocan, no a los que me aprietan». Ahora ocurre lo mismo, porque el Cuerpo de Cristo es su Iglesia, y, mientras la toca la fe de unos pocos, la aprieta una turba inmensa… La carne empuja, la fe toca… Levanten, pues, los ojos de la fe y toquen la orla externa de su vestido, que eso basta para la salud” (San Agustín).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.
Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva;
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.
Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.
Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto!)
Tú que conoces el desierto,
dame tu mano y ven conmigo.
Amén.