12 de septiembre de 2021: Domingo XXIV ordinario “B”


“Dios no perdonó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por nosotros”

Is 50,5-9a: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban”
Sal 114,1-9: “Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos”
St 2,14-18: “La fe, si no tiene obras, está muerta”
Mc 8,27-36: “Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho”

I. LA PALABRA DE DIOS

La Buena Nueva del reino de Dios no es una especie de cuerpo de enseñanzas doctrinales, sino un misterio encarnado en Jesucristo, una revelación de su propia identidad e intimidad y de su papel personal en el plan de Dios (que se refleja también en una “doctrina”, “su” doctrina). En este contexto se entiende mejor la pregunta y la confesión de fe en Cesarea de Filipo. Pedro es el primero de los hombres en confesar a Jesús como el Mesías esperado. Es un profundo acto de fe proclamada.

Jesús no rechaza el título de Mesías, el esperado de Israel, lo es; pero pide a los que ya lo reconocen como tal que guarden silencio. Ese silencio era aconsejable en circunstancias en las que el pueblo podía tomar a Jesús como Mesías político, o para evitar la animadversión de los jefes religiosos antes de tiempo.

Jesús precisa de qué tipo de Mesías se trata: es Mesías, pero cumplirá su misión mesiánica a través del sufrimiento y de la muerte voluntaria; es el Siervo de Yahvé, que se entrega en obediencia a los planes del Padre, confiando totalmente en su protección (1ª lectura). Con la expresión «el Hijo del hombre tiene que padecer» unirá en una sola las figuras del Mesías juez glorioso y la del Siervo doliente de Isaías. Jesús quiere que, ya que sus discípulos le aceptan como Mesías, le acepten tal como los sucesos futuros de la pasión les harán ver, algo apenas captado por los discípulos.

El Siervo sufriente de Isaías repite lo que se le ha dicho: «Me abrió el oído», indica la revelación que ha recibido; «mesaban mi barba», evoca el desprecio a su dignidad personal; «no escondí el rostro…», se cumplió en Jesucristo. Ante el misterio de la cruz, Jesús no se echa atrás. Al contrario, se ofrece libre y voluntariamente, se adelanta: «ofrecí la espalda a los que me golpean». En el evangelio de hoy aparece el primero de los tres anuncios de la pasión: Jesús sabe perfectamente a qué ha venido y no se resiste.

La raíz de esta actitud de firmeza y seguridad de Jesús es su plena y absoluta confianza en el Padre: «El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes». Si tenemos que reconocer que todavía la cruz nos echa para atrás es porque no hemos descubierto en ella la sabiduría y el amor del Padre. Jesús veía en ella la mano del Padre y por eso puede exclamar: «Sé que no quedaría defraudado». Y esta confianza le lleva a clamar y a invocar al Padre en su auxilio.

Una vez desvelado el destino de sufrimiento y muerte que le corresponde como Hijo del Hombre, Jesús emprende su camino hacia Jerusalén. A lo largo de este camino Jesús va manifestando más abierta y detalladamente su destino doloroso y el estilo que deben vivir sus seguidores. Si antes abundaban los milagros y eran escasas las enseñanzas, dirigidas preferentemente al gran público; a partir de ahora escasean las curaciones milagrosas, y abundan las enseñanzas de Jesús, sobre todo para los discípulos.

El discípulo no sólo debe confesar rectamente su fe en un Mesías crucificado y humillado, sino que debe seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por los senderos de la lógica satánica. ¿Acepto yo de buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella? Al fin y al cabo, nuestra cruz es más fácil: se trata de seguir la senda de Jesús, el camino que Él ya ha recorrido antes que nosotros y que ahora recorre con nosotros. Pero es necesario cargarla con decisión y firmeza.

La cruz de Jesús supuso humillación y desprestigio público, y es imposible ser cristiano sin estar dispuesto a aceptar el desprecio de los hombres por causa de Cristo, por el hecho de ser cristiano. «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará». El valor supremo de la vida física está en sacrificarla para adquirir la Vida; en la jerarquía cristiana de valores, la vida del alma vale el sacrificio de todos los demás bienes.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La obediencia de la fe
(142 – 144)

Por su revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor, y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela. La Sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela.

Obedecer (“ob-audire”) en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «el padre de todos los creyentes»
(145 – 147)

La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba… Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida… Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio» (cf. Hb 11). Gracias a esta “fe poderosa”, Abraham vino a ser «el padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18).

María : «Dichosa la que ha creído»
(148 – 149)

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que nada es imposible para Dios y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento” de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

Creer sólo en Dios,
en Jesucristo, en el Espíritu Santo
(150 – 152)

La fe es ante todo la adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura.

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, Jesucristo, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que le escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque “ha visto al Padre”, Él es único en conocerlo y en poderlo revelar.

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo. «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios…Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

Las características de la fe
(153 – 165)

La fe es necesaria para la salvación, pues, como afirmó el Señor, «el que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer se condenará» (Mc 16,16).

La fe es una virtud sobrenatural infusa por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, no por la evidencia de esas verdades, sino por la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Consiste en la respuesta afirmativa, consciente y libre, del hombre a Dios. El hombre para creer necesita la gracia del Espíritu Santo, pues la fe es un don sobrenatural, concedido por Dios a quien lo pide con humildad.

¿En quién creemos? Creemos en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿En qué creemos? Los cristianos creemos aquellas verdades reveladas por Dios, contenidas en la Palabra de Dios –la escrita en la Biblia y la transmitida en la Tradición– y que son propuestas por el Magisterio de la Iglesia como divinamente reveladas. Las principales verdades de nuestra fe se encuentran resumidas en el Credo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la Cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la Creación se revela como Dios de la Redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor y al hombre y al mundo, ya revelado el día de la Creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada… Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, «que la vanidad de la creación», más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar…” (San Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza:
grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida.

Y el hombre, pequeña parte de tu creación,
pretende alabarte, precisamente el hombre
que, revestido de su condición mortal,
lleva en sí el testimonio de su pecado
y el testimonio de que tú resistes a los soberbios.

A pesar de todo, el hombre,
pequeña parte de tu creación, quiere alabarte.

Tú mismo le incitas a ello,
haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti
y nuestro corazón está inquieto
mientras no descansa en ti.

Amén.
(S. Agustín)

4 comentarios en “12 de septiembre de 2021: Domingo XXIV ordinario “B”

  1. A.

    ¿Còmo vamos a enseñar a otros, quien es Jesucristo si no lo conocemos en profundidad?. ¿Lo tratamos?, ¿De què forma? ¿Cuantas veces lo visitamos? ¿Què le decimos?. ¿Oimos lo que nos dice?. ¿Le hacemos caso?. MIrad, vosotros y yo, nada podemos sin èl. Por tanto, bien harìamos en reconciliarnos con el Señor, y seguir siempre sus caminos. Si no somos capaces de imitarlo realmente no estamos en camino seguro. ¿Cuantas cosas podremos hacer juntos? El siempre està dispuesto a ayudarnos. ¿Hemos recurrido a su Madre, para que nos lleve a su Hijo?.

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  2. A.

    Entramos por el cancel de la puerta de nuestra Parroquia, y lo hacemos llevando en nuestro interior algo que al Señor no le gusta. -Los pecados-, nos arrodillamos ante el Sagrario, hacemos un profundo examen, y nos acercamos al Sacramento de la Reconciliaciòn, con humildad, y con la Gracia del Espìritu Santo, levantamos el ànimo espiritual. Nos arrepentimos de verdad. Le damos gracias por su Misericordia. Nos quedamos para la Santa Misa, y con verdadera atenciòn, vamos saboreando en nuestro interior, lo que nos està diciendo. Luego en la homilìa, aprenderemos mas de las santas lecturas. Recibiremos al Señor en la Eucarìstia, y terminada la Santa Misa, de nuevo agradeceremos todo lo que hemos recibido absolutamente gratis en pleno siglo XXI. Saldremos a la calle, distinto de como entramos, y con el deseo de Enseñar quien es Jesucristo, y de amar a todos los hermanos sin distinciòn alguna y dispuesto a poner en pràctica la Caridad, para que todos puedan beneficiarse lo mas ràpidamente posible. El Señor nos llama a todos, y nos espera en San Severiano de Càdiz (España).

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  3. Nidia Alina Reyes Castañeda.

    Estás profundas.reflexiones han llenado mi alma de gozo por saberme amada por Dios y que mi alma busque por la fe infundida en mi corazón constantemente ese amor que se entregó por mi salvación en la cruz y no descanse más mi alma hasta que él viva en mi. Bendito, alabado y glorificado seas por siempre y para siempre Señor por tu gran amor e infinita misericordia. Aleluya.

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